En el segundo recodo del Canto XXXII del Infierno, divisa Dante, ya en el noveno círculo del abismo, una escena cuyo estupor le vence: del lago congelado de la Antenora, emergen sólo a medias dos cabezas.
Una era sombrero de la otra,
y con la voracidad con la que se devora el pan,
así clavaba sus dientes en ésta,
allí donde el cerebro se junta con la nuca.
Ninguno de ambos cuerpos nos es mostrado: son ambos piezas de cristal en el bloque helado que recibe el nombre de Antenora. La eterna morada del suplicio glacial que aguarda a «la raza maldita» de los traidores a la patria.
Para el adolescente que leía por primera vez aquello —yo andaba por los once o doce años entonces—, el pasaje era devastador. Que, al cabo, la forma más horrible del infierno no estuviera hecha del previsto fuego que no se nos asestaba en cada catequesis, era algo que rompía convenciones e inercias. Y, con ellas, las minuciosas defensas que toda convención o inercia arrastra. El frío atroz tenía algo de mucho más inhumano que ninguna de las ya demasiado consabidas calderas de Pedro Botero.
Pero, en la Antenora, eran esas dos fieras cabezas, devorándose con desatención del cuerpo, las que habían de retener, por fuerza, la atención del lector primerizo. Cuando sus nombres sean invocados por el poeta, nada dirán al adolescente que deja correr sobre ellos su mirada: Ugolino della Gherardesca mastica, durante una eternidad sin límite, sesos y cráneo del arzobispo Ruggieri degli Ubaldini. El poeta, que ha vista, sin embargo, ya tantas cosas bestiales en su viaje a través de las sombras, parece estremecerse ahora, cuando formula su pregunta:
¡Oh tú, que tan brutal señal de odio
muestras hacia aquel a quien así devoras,
dime el porqué de semejante trato!
Sobre ese porqué se abre el Canto XXXIII: una historia de traiciones con desenlace horrible. Es la salvaje aventura de dos traidores a su patria, uno de los cuales, Ruggieri, ha hecho tapiar sin alimentos, en un calabozo, al otro junto con sus hijos. Dante, deja entender lo más horrendo, antes de que la muerte llegue al infortunado Ugolino: «más que el dolor, pudo el hambre». Y el Conde della Gherardesca pasará a las leyendas populares con el apelativo de «conde caníbal». Ya en los infiernos, no es imaginable diablo que pudiera emprender con más refinamiento la tortura eterna del traidor arzobispo.
Mucho hemos decaído desde aquellos fervores con los que el siglo XIII juzgaba digna de ilimitado castigo la traición a la patria. Nadie pensaría hoy, a la hora de castigar en justicia a quien consuma la derrota y despieza la propia nación, en aplicarle mucho más que una equitativa temporada en el presidio. Cursi benevolencia, juzgarían aquellos pisanos del siglo XIII que comparecen en la Divina Comedia: Ruggieri, merced a cuya bien medida crueldad devorará un Ugolino hambriento a su progenie; Ugolino, que, en un ciclo infinito de eternidades, masca cráneo y sesos de un Ruggieri cuyo cuerpo es sólo ya piedra de hielo.
Noveno círculo del Infierno. «Antenora»: segunda estación del «Cócito». Lugar eterno de «la raza maldita de los traidores» a la patria. Cuando aún «patria» no era este epíteto burlesco en el que fue trocada por nuestro siglo. No deben preocuparse los traidores. Nadie va a masticarle ni el cráneo ni los sesos a Pedro Sánchez.
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