El peor cartel del siglo. O peor aún, de la historia. Lo que no puede se, no puede ser, y además es imposible, aunque esas palabras salidas de la boca de un torero de la calle, Rafael Guerra, bien podían sentar cátedra, ya que el mismo, con el paso de los años, se convertiría en el II Califa del toreo cordobés. Analfabeto en sus orígenes, sí, pero Califa y, sobre todo, torero. Y los toreros son filósofos de la vida, pues sus palabras nos sirven para aludir al peor de los carteles con el que presumiblemente podría encontrarse España, nuestra España que, poco a poco, se va negando a entrar al trapo del progresismo totalitario. Recuerden, España es un toro con mucho sentido.
Cambiemos de tercio. Aunque no pueda ser, o no debiera ser, es y está siendo que el cartel al que nos enfrentamos está encabezado por figurines que, sin mérito alguno, han sido puestos a dedo. ¿Por quién?, se preguntarán. Por el empresario que rige y quiere seguir haciendo de España una marioneta a su antojo, el tal Soros. ¿Y sus títeres? Señores Sánchez e Iglesias, que, sin pena ni gloria, han sido puestos en el cartel y, mano a mano, quieren hacer suya una fiesta en la que, por el contrario, quieren participar más de tres millones y medio de aficionados. Aficionados, que no público. El público va y viene, pero la afición se queda. Es justa. Sienta cátedra. Dictamina y sentencia a semejanza de los antiguos emperadores romanos en los coliseos, hoy convertidos en plazas de toros. Los aficionados son jueces y soberanos de lo que acontezca en el redondel, del triunfo o del más estrepitoso de los fracasos.
Hasta ahora, el público llenaba las plazas tarde tras tarde, aplaudiendo las faenas de sus ídolos. De purísima y oro vestía Manolete. De rojo viste Pedro; Pablo lo hace de morado. Sin más. Pues ni de plata merecen ir, mucho menos con tintes áureos. Pedro, Pablo… PP, a fin de cuentas, van a ser partícipes del despertar del público, o mejor, de la conversión del anterior público en aficionados. De los de verdad. De los que van a la plaza a ver misterio, pues el torero, y me atrevería a decir que la vida, consiste en tener un misterio que decir, y decirlo.
Pero si no hay nada que ver, sino nuestra propia decadencia, pues la fiesta de los toros es la muestra de la propia existencia, ¿qué nos queda? El empresario ha puesto a dos de su gusto y condición, confiado en que llenará los tendidos. Pero esos tendidos cada vez van estando más y más vacíos, pues nosotros, los aficionados, los más de tres millones y medio (y subiendo) de gente seria, comprometida, luchadora y amante de lo nuestro, de España, hemos comenzado a cubrir los tendidos de plazas de segunda y tercera; eso sí, hasta la bandera. Incluso nos hemos atrevido a apoderar a nada menos que cincuenta y dos valientes futuras promesas del noble arte del toreo que, poco a poco, van desplegando sus capotes en la primera plaza del mundo, en Madrid.
Aunque vayamos ganando terreno, mucho ojo, compatriotas, pues un paso adelante, y muere el hombre; pero, un paso atrás, y muere el torero. Y nosotros, que no hemos conocido otra cosa, hemos de seguir adentrándonos en los terrenos del toro progre para, no tardando, acorralarlo en tablas.
Pero ojo con estos dos, pues como dice un fandango popular:
Al que es tonto, tonto, tonto, se le nota en la mirada. Al malo, con mala sangre, no le acierta la jugada, ni su puñetera madre.
Resumiendo, sin miedo, porque al miedo, como hacía el gran Juan Belmonte, hay que encararlo: “¿Ya estás aquí? ¿Fantasmón? ¿Julepe? Si no vales ná... Si yo te echo de aquí. ¿Qué quieres, que me retire? Pues no me retiro. Esta tarde voy a cortarle las orejas y voy a salir a hombros. Toma nota, maricón, fullero, liante”.
Adiós al miedo, sigamos templando, que parar, ya hemos parado, y mandar, ya mandaremos.
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