Lo de las dos Españas es un tema ya manido que —como a muchos otros españoles de diferentes generaciones y miradas dispares— me obsesionaba. Al final, hace años, acabé por darle carpetazo y largarme del país. Hasta ese punto somos cainitas y cansinos los españoles. Llegué incluso a hacer otros estudios extranjeros y buscarme diferentes preocupaciones y profesiones de distinta índole y condición, para no saber nada de España. Me alejé así de su gente, su lengua común y sus choques de trenes ideológicos y territoriales.
Ese perenne hedor a herida sin cauterizar
Ese perenne hedor a herida sin cauterizar que nos mantiene unidos en el goce lacaniano por la visceralidad compartida.
Afortunadamente no llegué al punto de convertirme en un filoterrorista antiespañol como José Bergamín pero casi me transformé en esquimal. Me echó para atrás lo de comer hígado de foca crudo. Sin embargo, llevo unos días de nuevo obsesionado ante el teclado. He vuelto a rescatar el asunto porque desgraciadamente se encuentra de rabiosa actualidad y me siento obligado conmigo mismo a escribir sobre el tema de la forma más aséptica y analítica posible (que como español es imposible). Ya saben, además, que ser analítico es la mejor forma de no hacer amigos y de ser juzgado y apedreado por todos así que vamos allá, preparen las piedras y llamen a los del otro bando también para que les presten las suyas.
Me propuse empezar este artículo con explicaciones históricas y sociológicas. Pensaba escribir sobre la génesis de las dos Españas, enmarcada dentro del proceso de modernización en las postrimerías del siglo XVIII y las resistencias del mundo agrario tradicional y clerical que se opuso a aquel proceso de ruptura y tabula rasa por lo que, además, tenía de exógeno e importado, por necesario que fuera en algunos ámbitos.
Quería explicar después cómo, durante las tres guerras carlistas (guerras civiles en realidad) se consolidaron los cimientos de dos cosmovisiones opuestas que, aunque han influido de forma embrionaria, no son, sin embargo, un reflejo exacto de las diversas posturas que se enfrentan hoy en España. Tengan en cuenta que son más de dos (siempre lo fueron en realidad, si uno hila fino) y que además, algunos de los que se enfrentaban en las guerras carlistas no eran españoles. La historia[1] se repite hoy, como siempre, en las calles de nuestras ciudades.
Tras mi propósito inicial pretendía explicar el influjo del anarquismo y sobre todo del marxismo internacionalista a finales del siglo XIX y el gran impacto que produjo en un importante sector de nuestros políticos y población general la Revolución bolchevique durante el siglo XX. Era mi intención también explicar la posible influencia del fascismo italiano desde 1922 hasta 1936. Tema discutible y discutido sobre el que leí a raudales en un pasado lejano y universitario.
Después de todo el tocho histórico —que no es poco— quería finalizar con un análisis crítico para ver qué elementos de dichos ascendientes diversos perviven hoy (de ser así) en la cosmovisión de algunos de nuestros partidos políticos actuales pero el proyecto era demasiado ambicioso para una sola columna y probablemente algo tedioso para un amplio número de lectores. De hecho, según lo escribía rebanándome los sesos, me di cuenta de que era inútil. A nadie le interesa entenderse ni entendernos; lo que quiere la mayoría es llevar la razón y que sigamos enfrentados. ¿Me equivoco? Ojalá lo haga. Puedo ser plasta, pero no soy arrogante; estaría, de hecho, muy contento de estar completamente confundido.
Mi artículo iba a ser ambiciosísimo y redentor pero me he dado cuenta de que solo soy un españolito más, no soy un Mesías y no creo que la mayoría quiera salir del barro. La izquierda me seguirá viendo con ojos sospechosos por escribir en periódicos que no son de su cuerda, y la derecha me mirará con cierto escepticismo por no demonizar más a la izquierda o por “comprarles” el argumento a los marxistas de que los actuales símbolos españoles, por desgracia, tienen algo, o bastante, de carga histórica ideologizada.
Es decir, acepto la idea de que los símbolos comunes fueron instrumentalizados por el franquismo y desgraciadamente hoy han perdido su pátina de neutralidad. Lo que es un problemón para todos y a mi me disgusta profundamente, no porque yo pueda ser de derechas o de izquierdas sino porque son los únicos símbolos que tenemos.
Soy español, no tengo pasaporte de recambio y creo que en el colmo del masoquismo tampoco lo quiero ya, si es que alguna vez lo anhelé o fue solo una boutade de Erasmus perpetuo. Sueños de un largo verano de varios lustros de un currela expatriado.
No estoy diciendo con ello (ya me estarán mal interpretando algunos) que no sean símbolos rescatables o modificables (esto lo tengo que explicar bien en otro artículo para que no se malinterprete con una lectura distópica orwelliana de revisionismo totalitario que falsea y reescribe realidades) para representar a todos. Ni tampoco estoy diciendo que la gente no deba estar orgullosa de sus símbolos nacionales o que España no exista.
España existe (por más que les duela a algunos), existió y seguirá existiendo. No porque lo diga yo sino porque los que han dedicado años de su vida a estudiarlo lo demuestran en textos académicos repletos de datos históricos. Ahí tienen La identidad española en la Edad Moderna (1556-1665): Discursos, símbolos y mitos de Mateo Ballester que demuestra que España era una realidad mucho antes de lo que pretende José Álvarez Junco en su Mater dolorosa[2]. Lo digo por si algunos se piensan que estoy citando a José María Pemán o que me escriben los artículos Pablo Iglesias, Inés Arrimadas y Santiago Abascal a seis manos y por eso me quedan tan ampulosos.
España y Europa deben seguir existiendo pero con entendimiento y comprensión de nuestra historia y de nuestra realidad actual. Necesitamos aceptar nuestro pasado para enfrentarnos con las heridas cerradas a los retos del presente y del futuro. Esa es la única manera en la que podemos preservarnos como civilización. En caso contrario seguiremos permanentemente enfrentados, dando armas a los que se benefician de nuestra debilidad y desunión.
Ya, ya sé yo la siguiente lista de insultos que me van a caer. No se preocupen, les ahorro el trabajo, los voy poniendo yo con comillas latinas, tan nuestras, para ahorrarles tiempo: «hippy, anarquista, progre, buenrollista, upedeo, eurocomplejines, centrista, naranjito, veletita, buenista, neofalangista, fachita-moderado, anarcolibertario, abascalacista suavecito, facha, nazi, rojo, neocomunista, caca, culo, pedo, pis, bueno y malo españolazo, hijo de puta». Pues eso, las dos Españas. La siguiente semana, si me encuentro con ánimo, más de lo mismo, y si no me encuentro con ánimo les escribo de otro tema, o directamente nos vemos en los bares que ya están abiertos.
[1] En las guerras carlistas hubo simpatizantes, comerciantes y combatientes de varios países europeos. Desde especuladores y saqueadores hasta nobles capitanes de lanceros. En lo de los europeos de todos los colores en la guerra civil de 1936-39 no voy a entrar porque da para un libro (ya hay varios). En la actualidad hay algunos extranjeros no europeos que han sido movilizados por la ultraizquierda del mismo modo (pero menos sádico) que Franco movilizó cerca de ochenta mil magrebíes para sus brutales ataques, violaciones y pillajes sobre parte de la población civil “republicana”. Ya sé lo que me van a decir: “los de las brigadas internacionales también hicieron barbaridades, no se te olvide, Rojo, racista, deja de aportar datos históricos, di cosas políticamente correctas, no te metas con Franco, etcétera”.
[2] Ballester y Álvarez Junco fueron profesores míos y me leí sus dos libracos enormes. A Junco le tuve dos veces, la segunda como oyente, en aquellos tiempos lejanos Pre-Bolonia en que algunos trastornados nos colábamos en clases ajenas solo para aprender más.
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