No tomará, llorando, el camino de la Zarzuela

Zapatero escurre el bulto

Era en realidad lo único importante del debate sobre el estado de la nación: que Zapatero contara lo suyo con ETA. Era previsible que Rajoy se lo preguntara; también que Zapatero eludiera la respuesta. Y aquí se encierra todo el drama –pronto, toda la tragedia- de una legislatura que ha sometido las cuadernas de la nación a una presión abominable. La verdad es que hoy estamos más rotos que nunca desde 1978, y nuestros enemigos, más fuertes que en los últimos diez años. Zapatero se ha negado a decir nada sólido: se ha refugiado en el vaporoso continente de las buenas intenciones. De las cuales, como es sabido, está el infierno lleno. 

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J.J.E.

Zapatero ha escurrido el bulto. Si alguien dice que no lo esperaba, mentirá: no ha hecho otra cosa en los últimos tres años. Rajoy ha acertado al plantearle la cuestión. Es que no hay otra más importante que esta: un Estado no puede acercarse a su peor enemigo a espaldas de la nación, engañar a la opinión pública, pactar acuerdos inconfesables, llevar la cesión del Estado hasta niveles insostenibles y después, fracasado el intento, tratar de escapar bajo una cortina de humo. Un Estado tiene, ante todo, responsabilidades. Un presidente de Gobierno tiene, ante todo, obligaciones. Eso implica estar a la altura de los acontecimientos: si uno decide jugar la carta más arriesgada y pierde el envite, la única salida digna es marcharse. Cualquier otra solución es, sencillamente, indigna. 

En su respuesta a Rajoy –respuesta que tardó mucho en dar-, Zapatero recurrió a un argumento de prestidigitador: que la tregua se rompe porque el Gobierno se ha negado a pagar un precio político. A la vista de los acontecimientos, es una tesis que tendrá muchos valedores. Pero, veamos: ETA quería que Batasuna estuviera en las instituciones, y ahora Batasuna está en las instituciones a través de ANV; ETA quería la anexión de Navarra al País Vasco, y ahora la singularidad de Navarra peligra con el pacto de gobierno entre los socialistas de Zapatero y los nacionalistas vascos de Na-Bai; ETA quería beneficios para los presos terroristas, y el Gobierno no ha dejado de prodigar los gestos con el “caso emblema” de De Juana Chaos; ETA quería que se planteara el “derecho a la autodeterminación”, y conspicuos portavoces socialistas no han dejado de juguetear con la idea, en la estela de las palabras –siempre ambiguas- del propio Zapatero. Añadamos los favorcitos judiciales y policiales a Otegui o a la red de extorsión de ETA. Y añadamos los “lapsus” verbales que veían “accidentes” en los asesinatos. ¿Cómo que el Gobierno no ha pagado un precio político? Claro que lo ha pagado. Que a ETA le haya parecido insuficiente, eso es posible. Pero si para ETA ha sido insuficiente, para la nación española ha sido excesivo. Y ahí es donde está el problema: que el Gobierno tasa con el rasero de ETA, y no con el rasero de la nación. 

Ahora la cuestión es cómo vamos a deshacer el camino que ZP nos ha hecho andar en la peor dirección posible. Del debate de las Cortes ya se deduce que el Gobierno no va a entonar el mea culpa, al contrario: Zapatero saca pecho y se nos ofrece como el hombre de la paz, que si fue flexible en el diálogo, será firme en la defensa de la ley. Pero esa es una imagen difícil de mantener cuando uno ve, por ejemplo, en qué condiciones ha tomado posesión de la alcaldía de Lizarza la popular Regina Otaola. Ellos –ETA- están muy fuertes, tienen al Gobierno en sus manos y lo saben. Parece que el Gobierno trata de recuperar terreno desplegando una intensa actividad policial: en las últimas semanas llevamos más etarras detenidos que en los tres años anteriores. Pero esa sugestión se desvanecerá en cuanto ETA acierte a dar el primer golpe. Podríamos decir que “ojalá no pase”, pero sería ingenuo: a pesar de la intensiva preparación para casos de alarma terrorista que, según fuentes policiales, han empezado a recibir diversas unidades de las Fuerzas de Orden Público, ETA volverá a golpear. ¿Y entonces?

Todo esto, evidentemente, queda fuera del debate sobre el estado de la nación. Ese es el drama: que el terreno donde se juega la salud del flanco más delicado del Estado ha quedado fuera del Parlamento. Y el gran debate anual sobre España queda sepultado bajo el rifirrafe permanente de los partidos y bajo una atmósfera que ya es la de una campaña electoral. Quizás esto no sea un desastre, pero se parece mucho.

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