No era un grupo de personas de edad avanzada, prisionero de ese juego de espejos deformante con que la nostalgia envuelve a veces una vejez airada. No eran los fantasmas de un sueño ya agotado, espíritus ciegos vagando en un mundo que no los reconocía. No eran, desde luego, los valedores de cargos y sillones, de prebendas y oropeles del poder, defendiendo las rentas de una inversión trágica hecha a sangre y fuego en la guerra civil. No eran miserables oportunistas deteniendo el curso de la historia en su provecho y arrebatando a España su derecho a la difícil libertad y la exigente ciudadanía. Eran unos pocos jóvenes idealistas, agrupando en sus corazones los mitos de una juventud sacrificada en las trincheras, albergando en sus palabras las esperanzas más puras de una generación diezmada por la violencia armada, desalentada por el paso de los años, resignada a la pérdida de sus impulsos iniciales, cuando la normalización del régimen de la victoria incluyó el olvido de las mejores intenciones de su momento fundacional.
Eran falangistas nacidos después del combate feroz de las dos Españas, y educados en unos principios cuya limpia evocación contrastaba con una realidad miserable y egoísta. Los universitarios que crearon en los años sesenta el Frente de Estudiantes Sindicalistas hablaban, por ello, de la “revolución pendiente”. El concepto había sido empleado por José Antonio Primo de Rivera en 1934, al intervenir en las Cortes y anunciar cómo una movilización de los españoles en torno a la justicia social y el patriotismo acabaría con las revoluciones parciales, antinacionales, provocadoras de sentimientos de frustración en las masas ávidas de un destino común, ansiosas de progreso material y plenitud espiritual. En sus palabras, aquel puñado de jóvenes veía una promesa de redención no realizada, un llamamiento no atendido, una revolución que aún estaba por hacer.
¿Cómo no comprenderles, cómo no dedicarles un recuerdo en esta serie, cuando nunca les empujó la codicia o la promoción personal, sino una lectura directa de palabras pronunciadas mucho antes de que ellos iniciaran su vida intelectual consciente? ¿Cómo no entender aquel contraste entre los discursos joseantonianos, los puntos programáticos de la vieja Falange y el espectáculo desolador de lo que se gestionaba en su nombre: apetito de enriquecimiento, despolitización de la juventud, destrucción de valores sociales, pérdida del sentido de la solidaridad, quiebra de la nación y falta de horizontes integradores? ¿Cómo no escuchar su frustración y su rabia, cuando todo ello se hacía con la coartada inmunda de quienes habían entregado su vida en los inicios de la guerra civil?
“Nosotros no hemos jurado lealtad a los fundadores del Movimiento Nacional -Serrano Súñer, Francisco Franco-, sino a José Antonio o, mejor dicho, a su doctrina. La figura de José Antonio es algo limpio, válido todavía ante los ojos del pueblo español. Hemos llegado al convencimiento de que la Falange quería algo distinto y que el actual régimen no hará nunca la Revolución de José Antonio”. Publicadas en octubre de 1965, estas palabras mostraban la persistencia de una ilusión, depurada del pragmatismo político, de las servidumbres de la estrategia, de la necesidad de conciliar la utopía necesaria y el realismo indispensable. Pero había mucho de sobria veracidad en aquella indignación. Había mucho más que ingenuidad y torpeza adolescentes. Existía, sobre todo, una discordancia entre los sueños de una generación y el mundo que había dejado de soñar y se alimentaba con la prosaica y desalentada materia de una vida a la que se había cortado cualquier impulso de esperanza radical.
“La Revolución Nacional-Sindicalista, escarnecida y burlada, fue concebida como solución a los problemas de nuestra Patria, como ejecutora de la alta tarea moral de desmontar el capitalismo, ese generador de la descomposición social. Esta España en la que vivimos, que no es la de los españoles, sino la de una minoría de privilegiados, no nos gusta”, proclamaba una hoja del Frente de Estudiantes Sindicalistas. No puedo ni quiero juzgar la actitud de estos jóvenes refiriéndome a la rectitud de su doctrina o a la validez de sus propuestas. Me interesa más su patriotismo abierto, su esfuerzo rebelde, su voluntad de construir una comunidad integradora, su perspicacia para darse cuenta de la alarmante pérdida de tensión espiritual de un mundo que avanzaba ya por la senda del consumismo.
Me interesa su deseo de diálogo con todos los españoles que se sintieran llamados a trabajar por su patria. Me interesa su desprecio de quienes usaron nombres de héroes limpios para medrar. Me interesa la intransigencia de su protesta ante la injusticia y el incumplimiento de lo prometido a una España desangrada. Me interesa su sorpresa ante la conducta impropia de jerarcas que habían olvidado el principal mensaje joseantoniano. Falange era una exigencia espiritual que no toleraba la venalidad, el propio provecho o la arrogancia: “La revolución de José Antonio aspira a cambiar el modo de ser de los españoles. Los camaradas que siguen usando la mentira, la envidia, la soberbia en su actividad social y política, mal podrán titularse falangistas”.
Mis simpatías no pueden atenerse a sus dogmas. Pero tienen que inclinarse ante su autocrítica, su ansioso descubrimiento de la patria indefensa y su decisión de ir contra corriente. A sabiendas de que serían castigados por la autoridad y aislados por el sectarismo, no dudaron en oponer sus rectas ideas a la incomprensión de sus compañeros. Estaban cansados de la retórica de bisutería. Esa grandilocuencia insensata, circense y cuartelera, que resonaba en todas partes mientras ellos escuchaban el timbre honesto de la primera Falange. Mientras leían a aquel a quien nunca pudieron escuchar, y que les hablaba de la reconciliación necesaria de los españoles, antes de que todo se perdiera en los túneles de la mezquindad y en el subsuelo de la locura. El José Antonio ya por siempre joven, honesto, firme, sensible y justiciero, que les contemplaba, con simpatía, desde su bien ganada eternidad.