Somos tontos, muy tontos. Creíamos que el Estado español y sus gobiernos tenían un problema llamado independentismo y lo acometían como tal. Los catalanes creíamos igualmente que vivíamos ese mismo problema y que por lo tanto el Estado y los gobernantes eran nuestros aliados naturales. Y nos equivocábamos. Los catalanes tenemos en realidad varios problemas llamados: estatocracia, partitocracia, lagalocracia, intereses oligárquicos (que algunos llaman Ibex35) y todas las formas de despotismo simulado que podamos imaginar. El independentismo simplemente es un “relato” que oculta pasiones y poderes cuya comprensión escapan a la mayoría de la población, sea independentista o no. El alma independentista en la modulación de irracionales apasionamientos provocados y teledirigidos para otros intereses bien diferentes al bien de Cataluña.
Somos tontos creyendo que hay una dialéctica entre centro y periferias territoriales. Cuando en realidad hay una guerra de centralismos diseminados y sus prepotentes oligarquías, capaces de pactar la ruina de una nación por salvaguardar los privilegios de unos pocos. Somos tontos creyendo en una casta política que sólo sirve a sus amos. Las altas miras de las oligarquías económicas son para salvaguardar sus intereses y estatus, no para el bien de una Patria y unas sencillas gentes que menosprecian. Y las cortas miras de los políticos -transmisores de la dominación de las oligarquías- son para salvaguardar sus miserables y efímeras prebendas mientras estrangulan el bien común.
Somos tontos pensando que en una sociedad construida sobre el principio de que todo es relativo, sujeta únicamente a la verdad que dictamina la primacía de la mayoría, la propia ley nos puede salvar de la desintegración. Cambia las mayorías y cambiarás las leyes. Y lo que antes era ilegal mañana será legal. Somos tontos exigiendo que se cumpla la legalidad, cuando ésta es una veleta mecida por voluntades políticas que se escapan a nuestro conocimiento y control. Los que ahora se escudan en la legalidad para salvaguardar la integridad territorial, a lo mejor un día tendrán que aceptar un decreto (inmoralmente) legal de independencia de una región de España. También las pérdidas de las provincias de ultramar se sancionaron legalmente tras perder las guerras del 98. Y es que las disoluciones territoriales, vienen precedidas de las disoluciones morales. Y somos tontos, por no entender algo tan simple.
Somos tontos pensando que todo partido que se dice de ámbito nacional, defenderá hasta el desfallecimiento la Nación. Somos tontos creyendo que sin principios unitivos reales, los intereses económicos y materiales bastan para unir un pueblo. Algunos temen la llegada de una República, cuando ella ya está entre nosotros. ¿Qué se puede esperar de un país que rebosaba de ciudadanos juancarlistas, y ahora felipistas, pero que nunca se han considerado en su fuero interno verdaderos monárquicos? Cuando el espíritu monárquico es una accidentalidad personalizada, la monarquía ya está muerta. Somos tontos al no recordar cómo los monárquicos de derechas de 1930, fueron entusiastas impulsores del República que nacía en el 31.
Somos tontos pensando que los partidos que se decían baluartes de los valores sociales, los conservadores de esencias, los defensores del patriotismo constitucional, iban a sacrificar sus escaños por mantener coherentes programas políticos y que marcarían líneas rojas para que nuca se profanaran los más altos principios morales. Ellos se han convertido en los mercaderes del Templo y han traficado con principios irrenunciables por efímeros escaños y gobiernos, impronunciables pactos y obediencias ocultas.
Somos tontos pensando que quedan instituciones estatales -que hemos mitificado- capaces de sacarnos del atolladero cuando todo parezca estar perdido definitivamente. Es la ilusa esperanza de los desesperados. Estas instituciones del Estado son meras sombras de lo que fueron y siempre servirán al sistema que las alimenta. Somos tontos pensando que pagando nuestros impuestos nos ganábamos el derecho a que el Gran Estado nos protegiera en nuestra patria chica de los que nos quieren exterminar. Pero los catalanes hispanos, hemos sido, somos y seremos monedas de cambio, manoseadas, devaluadas y desgastadas. Y algún día arrojadas a la fundición del olvido.
Somos tontos, mientras sigamos soñando idílicos Estados de Derecho que sólo existieron en el imaginario de las buenas gentes y en los discursos de perversos políticos. No sólo somos tontos, sino que hemos hecho el tonto mientras que las voluntades de unos pocos nos hacían sentir protagonistas políticos permitiéndonos votar a los partidos que financiaban y controlaban. O que nos convocan y desconvocan a manifestaciones según les convenga para sus negociaciones.
Somos tontos, y la única forma de dejar de serlo, es despertar. Dejemos de soñar. Estamos solos con nuestras convicciones y principios. Somos el resto de Patria sobre el que ha de renacer una nueva sociedad. No fiemos en el Estado, en la burocracia mal llamada legalidad, en los gobiernos cortoplacistas y en las promesas plasmadas a modo de alucinación colectiva. Lo que nosotros no hagamos, no lo hará nadie.
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