Dice José Blanco, con lágrimas en los ojos, que el tiempo juzgará a José Luis Rodríguez como un gran presidente. Es lo menos que puede decir el insospechado Ministro de Fomento, sin méritos especiales ni experiencia para el cargo, nombrado simplemente por la asimilación a su padrino. Porque más vale la asimilación que los méritos o la experiencia. Eso ya lo vamos precisamente asimilando en esta España trastocada, removida, zarandeada y, como acertadamente opinaba De Prada hace unos días en ABC, hundida “en la vulgaridad más cetrina”, de tanto arrearla el objeto de la rendida, y obligada, admiración del ínclito ministro de Fomento.
Pero, en la realidad propia de los políticos, la de las palabras y reconocimientos grandilocuentes en medio de situación tan elocuente, en sentido inverso, como la actual; en el mundo paralelo del bochorno de la política se nos brindan citas para la historia como la de Blanco, que antaño hubiera provocado la furia de la plebe, hoy sedada en el falso estado del bienestar creado e inoculado en ella por Rodríguez.
Porque se ha escrito y representado un vodevil para decir que Rodríguez se va, pero no se va porque aún le resta un año que va a agotar el miserable. Rodríguez no se va sino que se queda sin estar, sin ser, sin razón y sin derecho, por mucho que lo digan las urnas de la masa dúctil y maleable. Y dice Blanco, con lágrimas en los ojos, que el tiempo juzgará a Rodríguez como un gran presidente. La esencia ruin y desviada que muestran los políticos ruines y desviados, ensimismados en las alturas que jamás imaginaron conocer. Porque es verdad que el tiempo juzgará a Rodríguez, pero ahondando en las terribles y caprichosas circunstancias que propiciaron su ascenso inverosímil y su nefasto advenimiento.
Los miserables
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