El mundo de hoy cambia cada día. Debe de ser la aceleración creciente hacia el abismo de la que habló Spengler.
No hace falta haber llegado a la edad de las canas para observar que a una sociedad que otrora tardaba siglos en transformarse, hoy le bastan un par de décadas, e incluso unos pocos años, para volverse irreconocible.
Que el petróleo se acaba es evidente hasta para el menos informado. Si no fuese así –y si no se hubiera calculado que el no lejano día en que los chinos alcancen el número de vehículos per capita de Occidente, habrá para sólo un par de años– no se estaría corriendo la actual carrera por las nuevas energías y el ahorro de las actuales.
Que Europa se muere de agotamiento, obesidad y masacre de sus hijos lo ve cualquiera que aún conserve la mirada limpia de supersticiones progresistas. Y que el vacío subsiguiente habrá de ser llenado desde fuera, es una realidad comprobable mirando por la ventana. Simplemente la actual crisis norteafricana podría llegar a un punto en el que inmensas masas de gente empujadas por el despotismo, la inestabilidad, la miseria y el desierto se presenten de la noche a la mañana en la puerta de una Europa que ya no podrá hacerles un hueco en su jardín.
Ante estos y otros muchos retos –sin ir más lejos, el paro en esta improductiva España de funcionarios y camareros–, la sociedad española sigue demostrando su prudencia, experiencia, vitalidad y sabiduría. Pues los políticos de ella emanados dan lecciones continuamente de vista clara y mirada larga.
Porque lo que aquí interesa, y para ello se legisla, es que se escriba estimados y estimadas, señores y señoras, profesores y profesoras, parados y paradas, vascos y vascas, ignorantes e ignorantas, imbéciles e imbécilas. Y al que no cumpla tan progresista obligación, se le obliga a repetir el documento y hasta le puede caer alguna multa.
Y, por otro lado, se consagra la necia ortografía sabiniana para el nombre de las tres provincias vascas. Lo que a Unamuno le provocaba la risa por parecerle una “pueril travesura” hoy es oficial gracias a la nueva claudicación del gobierno de Expaña. Y da igual su color político, pues el otro partido habría hecho lo mismo.
Según estableció hace ya algunos años el Parlamento español para otros topónimos catalanes y gallegos, hay que fingir que los vocablos españoles no existen. Para conseguirlo los separatistas y sus imitadores del PP y PSOE han impuesto la eliminación de palabras en lengua española, como si fueran de su propiedad, y su sustitución por las equivalentes en las lenguas regionales –o en el enfermo cráneo de Sabino– no sólo en el territorio de sus respectivas regiones sino en todas las demás, en las que, evidentemente, no tienen competencia legislativa.
Pero mientras los españoles se dedican a estos menesteres, el mundo sigue su marcha inexorable.
Los que recuerden la fábula iriartesca de los galgos y los podencos sabrán de qué va el asunto.
llegando los perros
pillan descuidados
a los dos conejos.
Los que por cuestiones
de poco momento
dejan lo que importa,
llévense este ejemplo”.
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