Dispongamos un par de escenarios para ejemplificar la idea que se trata de exponer. Primero imaginaremos un mar embravecido y tormentoso, con descomunales olas e incluso remolinos de dantesca pesadilla. Desde una privilegiada posición visionamos el espectáculo y la locura que tal escenario nos brinda y, fijándonos bien, vemos que unas pequeñas barcazas afrontan la terrible tempestad. Ésta amenaza indefectiblemente con hacer zozobrar sus endebles embarcaciones. Miramos más detenidamente y podemos observar cómo en las barcazas voluntariosos hombres y mujeres, a los que presumiremos marineros, se esfuerzan por evitar la catástrofe y el naufragio inminentes.
Del mismo modo que las naves buscan su supervivencia, los tripulantes desesperados por la aciaga situación traban, además, miserables batallas entre sí con un denuedo y una resolución igual de grande. El valor y la determinación que muestran, tanto en la salvación como en la confrontación, deberían provocarnos una congoja y una admiración sin par, pero, como meros observadores que somos, lo único que podemos hacer por ellos es rezar para que las fuerzas no les fallen y consigan soportar tal ordalía.
Pasemos ahora a otro escenario e imaginemos un mar igual de bravo y envuelto en una climatología igual de adversa que en el ejemplo anterior. Ahora bien, en vez de las pequeñas barcazas llenas de desharrapados e infelices individuos, vemos esta vez una gran nave poderosa, bien armada, bella y señorial que sortea las adversidades con maestría y pericia. Quienes antes peleaban contra el mar y contra los demás ahora se esfuerzan con camaradería y solidaridad para superar la adversidad. En sus rostros se dibuja la compenetración y una unión poderosa se desprende de cada una de sus acciones conjuntas. Al mando del timón se perfila una figura regia que dirige con brío y voz poderosa dando las órdenes precisas para vencer a los elementos y progresar.
Para guiarnos por este texto debemos entender los dos cuadros de la siguiente manera. El primero muestra una Europa dividida y enfrentada por los intereses particulares de los Estados cortos de miras. Son los países ombliguistas y olvidadizos que rechazan el pasado común y de un modo cainita traban sus caminos al conspirar unos contra otros. Por otro lado, la segunda imagen es la de la Europa que se ampara en la idea de Imperio para superar los obstáculos que el vendaval de la historia pone delante de su trayectoria.
No voy a seguir estas descripciones con las arengas impetuosas, bordadas de elevadas palabras, que deberían incitar a las dormidas masas a la batalla. Y no niego que nuestro tiempo nos depara un desafío terrible y trascendental que deberíamos afrontar con valentía, garra y sacrificio. Lo acepto, pero soy consecuente de esa realidad que enfrento en mi vida diaria. Este texto servirá de inspiración a aquel que ya la posea, y desee estar poseído por la mania, pero no convertirá al infiel. Para ello ya está el catecismo político.
Planteemos la idea fundamental: el Imperio es a Europa lo que el alma es al cuerpo. Cualquier ser vivo disfruta de momentos de extrema lucidez y de momentos en los que apenas es consciente de aquello que ocurre tanto dentro como fuera de su cuerpo. A las unidades espacio-temporales, o histórico-territoriales, como es Europa, les ocurre lo mismo con el imperio. Revisar los libros de historia, y soportar tan tedioso trabajo, revela cuán despierto y cuán dormido ha sido el transcurrir del entramado europeo. La idea de unidad y el despertar del sueño prehistórico se articula en torno a la romanización del continente. Aunque previamente hubo grandes civilizaciones en el territorio europeo, la imposición de la cultura latina supone un cambio fundamental en el mapa y en el sentir de Europa. La cultura latina, en sus diferentes formas de integración con las culturas locales, sublima la inherente sinergia que poseen unos pueblos más acostumbrados al intercambio y al comercio que a guerrear por unos recursos que empiezan a desarrollar.
Más tarde, el cristianismo subraya y refuerza la entente común aportando una doctrina soteriológica que ilumina a un mundo demasiado confiado en un destino incontrolable, el antiguo mundo pagano. La redención del Cristo conlleva una nueva y poderosa metafísica. Gracias a ésta y al establecimiento de un poder de control social muy sofisticado, se solidifican los lazos invisible que aún perduran y que a muchos otorgan esperanza en un mejor porvenir. Mi atrevimiento me lleva a decir que, sin la aportación de la idea de redención cristiana, el imperio romano habría sido devorado mucho antes por los depredadores del Este y por sus crisis intestinas. Poco más voy a apuntar de la bisagra que une el mundo antiguo con el mundo medieval y que se acota a la valentía de un rey germano que osa recrear el mando de un sistema moribundo. Carlomagno, como hace previamente Octavio, ancla a Europa al remanso de paz necesario para que desarrolle los logros conseguidos.
Pormenorizar las diferentes reunificaciones de Europa bajo la égida imperial es mucho más de lo que se pretende en este breve texto, pero es preciso hacer dos paradas más en la historia para remarcar la importancia de la idea básica. La primera trata de la casa de Habsburgo, la cual aceptó bajo su protección la pervivencia de la unidad europea y entendió que ésta debía pasar por la resistencia armada frente a los invasores extranjeros. Carlos V y sus descendientes, aunque todos no pudieran retener la corona imperial, desangraron a las joyas de sus dominios y entregaron a sus mejores hijos por mantener la frágil unión de una Europa asediada por otro titán de la historia, el imperio del Gran Turco. La visión que demostró el viejo Carlos, y que infundió a su hermano y a su hijo, evitó la derrota que hubiera supuesto focalizar su política en los intereses de los pequeños reinos que gobernaba. La lección que se extrae es bien simple: Europa desarrolla su máximo potencial cuando la sinergia y el bien común se anteponen a las particularidades de cada Estado que la conforma.
El otro ejemplo a señalar es mucho más reciente y nos conduce hasta el convulso siglo XX. A pesar del tiempo transcurrido desde la decrepitud de la idea imperial, dos grandes potencias europeas vuelven a reclamar su vigencia, El último Reich alemán y la utopía comunista de los soviets. Ambos imperios, fundamentados sobre el nihilismo materialista bastardo de los siglos XVIII y XIX, vieron frustrados sus intentos de restaurar la unidad del continente al olvidar un hecho fundamental. Éste no es otro que el que ninguna unidad territorial puede pasar por imponer una homogeneidad ficticia sobre la extensión plural y multicultural que es Europa. Ni la depuración racial ni la ideológica podrán suplir el pulso cultural que atraviesa las tierras de mediterráneos, indoeuropeos, eslavos y demás habitantes históricos del continente. De aquí se ha de extraer la otra gran lección de la importancia de la idea imperial y que no es otra que Europa está formada por gentes diversas, con sus credos, sus tradiciones y sus peculiaridades. Obviar esto es conducir al fracaso político e histórico.
A modo de conclusión es preciso recurrir al título de este artículo: Sentido y significado del imperio. El significado del Imperio de Europa es la unidad del poder político, económico y militar para enfrentar con éxito al presente. La necesidad de un imperio que entienda la realidad europea, plural y diversa, y que como unidad puede establecer la verdadera discriminación política frente a los adversarios que tratan de imponer realidades socioculturales ajenas. Por otro lado, el sentido del imperio tiene que ver con su futuro. El impulso metafísico es la voluntad de avanzar, de no dejarse llevar por las corrientes históricas que tratan de derrocar, mentir y falsificar la importancia del continente de la iluminación. Imperio ha de aunar una forma con una necesidad, ha de provocar la sublimación del hecho histórico en instante eterno. Porque si algo ha diferenciado a Europa del resto del mundo es el peso de su pasado, que no ha de interpretarse como un lastre, sino que representa el ancla que nos amarra en el tiempo contra la fuerza del vendaval de la nada.