En pocas horas, Pedro Sánchez Pérez-Castejón previsiblemente será investido presidente del Gobierno para un segundo mandato. Revalidará su cargo como el presidente más progresista de la historia de España (y aun universal).
Pactando con unos y otros, prometiendo esto y aquello, haciendo y deshaciendo, Sánchez ha juntado 179 escaños. Una mayoría absolutísima que le permitirá mantenerse en el poder. Y esto, desengáñense, es el objetivo de la política (y el de todos los políticos).
La política no consiste en la ética ni en la economía ni en la religión ni siquiera en el derecho.
La política tiene un logos propio: el poder
La política tiene un logos propio: el poder. El cual no es sino la posibilidad real de ejercer el mando sobre los hombres. En pleno Renacimiento, Maquiavelo (1469-1527) fue el primero en captar esa realidad estructural constitutiva de la política. El fin principal del hombre político no es otro que hacerse con el poder y conservarlo. Y, al servicio de esa meta, debe disponer una serie de medios. El florentino delinea la política como una técnica: la técnica que ilustra los medios necesarios para alcanzar, conservar y extender el dominio.
Los medios empleados para el fin citado son variados: el gobernante puede recurrir a la piedad, a la religión, a las promesas, a la humanidad, etc., pero, realmente, no debe cumplir nada de lo anterior si va en contra de mantenerse en el poder. El gobernante que actúa rectamente, sin astucia y es fiel a su palabra es honorable, pero la experiencia muestra que, la mayor parte de las veces, lo único que permite conservar el poder es la astucia y no la palabra dada. Porque, como dice Maquiavelo, el príncipe «no puede ni debe observar sus promesas cuando estas redundan en perjuicio propio». Además, si los hombres (en nuestro tiempo, votantes) fuesen cabales, buenos y sinceros, no sería aceptable incumplir las promesas, pero, evoca el funcionario florentino, «como los hombres son infieles y no mantienen su palabra, el gobernante tampoco ha de mantenerla con ellos». Maquiavelo explica que es menester esconder el fraude, lo que no resulta complicado porque
Los hombres son muy simples («sono tanto semplici gli uomini»), decía Maquiavelo
los hombres son muy simples («sono tanto semplici gli uomini») y, como ansían engañar a los demás, es fácil embaucarlos a ellos mismos. En suma, «procure el gobernante vencer y conservar el gobierno del Estado, para lo cual todo medio es lícito, y, si logra el objetivo, será aclamado por todos, porque solo las apariencias y los resultados importan al vulgo».
Lo incoado por Maquiavelo será retomado, décadas después, por el jesuita Giovanni Botero (1544-1517) y por el bibliotecario Gabriel Naudé (1600-1653) bajo el rótulo de razón de Estado. En la edición de 1590 de su obra más conocida, Botero define el Estado como un dominio firme sobre unos pueblos y a la razón de Estado como el conocimiento de los medios necesarios para fundar, conservar y ampliar un dominio. Botero y otros autores de la razón de Estado siguen lo estipulado por su precursor florentino, pero añaden: el gobernante debe contar siempre con el favor del pueblo. No hay soberano que aguante en contra de sus súbditos. Por ello, ha de entretenerlos con juegos de palabras, con derechos cuya realización es imposible, con simulaciones, con milagros inventados, con espectáculos públicos, etc. Debe parecer que el gobernante hace una cosa mientras realiza la contraria, debe crear nuevas religiones o revitalizar las antiguas, etc. Todo medio es óptimo si mantiene al pueblo en la inopia y, de esta forma, él conserva el poder sin grandes perturbaciones. Por su parte, Naudé es aún más tajante en cuanto a la manipulación del pueblo. El autor francés escribe que algunos se refieren al pueblo, «con razón, como una bestia de varias cabezas, vagabunda, errante, loca, atolondrada, sin dirección, sin ingenio, ni juicio», pero él va «todavía más allá y di[ce] que es inferior a las bestias, peor que las bestias y cien veces más tonto que las bestias mismas». Pues el pueblo, «pese a estar dotado de razón, abusa de ella en mil maneras, y se convierte, así, en el teatro en el que los oradores, los predicadores, los falsos profetas, los impostores, los políticos taimados, los agitadores, los sediciosos, los disidentes, los supersticiosos, los ambiciosos, en resumen, todos los que tienen algún designio nuevo, representan sus más furiosas y sangrientas tragedias». Las cualidades más resaltantes del pueblo «las constituyen el ser inconstante y voluble, aprobar y rechazar algo al mismo tiempo, correr siempre de un extremo al otro, ser crédulo, pronto a amotinarse, refunfuñar y murmurar constantemente; en resumen, todo lo que piensa no es sino vanidad, todo lo que dice es falso y absurdo, lo que rechaza es bueno, lo que aprueba malo, lo que alaba infame y todo que hace y emprende no es sino pura locura». Empero, el hecho es que esa masa borreguil está ahí y, consecuentemente, el gobernante precisa de ella para mantenerse en el poder, que es su único fin. Para lo que debe servirse principalmente, pero no solo, de la religión, pues la religión permite «fingir milagros, inventar sueños, idear visiones y producir portentos y prodigios». Por consiguiente, la religión «es un buen camino abierto a los políticos para engañar y seducir al tonto populacho», concluye Naudé.
Si hemos recurrido a la razón de Estado es porque aclara la situación política española actual. Los autores de la razón de Estado descubrieron que la política es una realidad autónoma que cuenta con un logos propio. Pivota sobre sí misma. Botero, Naudé y compañía develan que una acción política no tiene que ser moralmente buena, económicamente útil o religiosamente piadosa. Políticamente, una acción solo es estimable si redunda en beneficio propio para seguir ejerciendo el mando. Así vista, la razón de Estado es amoral, ya que todo acto moralmente repugnante se verá bien si permite mantener o aumentar el poder. Algunos dicen que esta visión de política supone una actitud cínica e incluso hipócrita. Hipócrita, añadimos, mas no insincera. Pues los autores de la razón de Estado proclaman a los cuatro vientos que el pueblo es estúpido, por lo que el gobernante debe manipularlo ad libitum para conservar el mando.
Y todo esto es lo que el progresista Sánchez lleva haciendo, con gran talento, cinco años. Criticar sus acciones porque, por ejemplo, no han sido públicas las negociaciones de la ley de amnistía es de una candidez que causa ternura. Los pactos a puerta cerrada son consustanciales a todo Estado de partidos. En esta forma política,
El Parlamento no es de donde sale la luz, sino donde se publican los acuerdos adoptados en secreto
el Parlamento no es el lugar de donde sale la luz tras una racional discusión sino el lugar en donde se publifican los acuerdos adoptados en secreto por las cúpulas partidarias. No cabe engañarse en este punto. Como tampoco cabe engañarse en que la distinción entre Ejecutivo y Legislativo sucumbe ante el partido o coalición mayoritaria en un Estado de partidos. Por ende, Sánchez, sus ministros y el secretario de organización del PSOE tomaron el pelo a la Unión Europea (¿o se lo dejaron tomar?) hace unos días al contestar que el Gobierno no sabía nada de la referida ley de amnistía, que eso era cuestión de los grupos parlamentarios. No obstante, el lunes, reconocieron que el Gobierno llevaba meses trabajando en ella.
No todo han sido simulaciones en estos años. Es cierto que se han promovido nuevas religiones (el género, el animalismo, el apocalipsis climático, etc.), se ha entretenido al pueblo con palabras vacías («fascismo», «ultraderecha» vs. «progreso», «avance», etc.), se han montado espectáculos públicos (verbigracia, el caso Rubiales), se han creado derechos vacíos, «derechos en broma» (Pablo de Lora) o «leyes volitivas», que dice Eloy García; se ha prometido una cosa y hecho la contraria repetidas veces; cuestiones que eran inconstitucionales, dos meses después, han devenido constitucionales «en el nombre de España y en el interés de España». Pero, como decimos, no todo han sido «cambios de opinión», sino que, de vez en cuando, la verdad ha asomado. De igual modo que Luis XIII y Mazarino tuvieron a Naudé, que escribía lo que aquellos pensaban sobre el pueblo, el más progresista de los presidentes tiene a sus ministros y soportadores del Gobierno, que sí dicen la verdad. Juan Carlos Campo, actualmente magistrado del Tribunal Constitucional y anteayer ministro de justicia, afirmó contundente en el Congreso de los Diputados el 10 de junio de 2020 que estamos inmersos en una «crisis constituyente» y que debemos emprender un «debate constituyente». El pasado mes de agosto, Iñigo Urkullu, presidente de la Comunidad Autónoma vasca y socio preferente de Sánchez, proclamó la necesidad de una mutación constitucional; de esta forma, sin necesidad de reformas constitucionales, se desembocaría en un nuevo sistema que realizase el modelo territorial añorado por él. Por lo tanto, con estos dos anuncios y la aprobación de la ley de amnistía, ya saben ustedes cuál será el reto de los próximos años. Todo sea para que Sánchez pueda seguir ejerciendo el dominio firme sobre un pueblo.
El presidente que revalidará mandato ha vuelto a poner la política en el centro. Ha reivindicado frente a la patronal, parte de la Iglesia, los profesores de derecho y la inane oposición que la política no es economía, religión, derecho o moral. En su día, Raymond Aron aclaró que la política (el nudo poder) prima por encima de toda otra realidad. El fin del hombre político es el poder, la posibilidad real de mandar a los hombres. Sánchez lo tiene claro. Y es que, como nos enseñaron Maquiavelo, Botero y Naudé en los siglos XVI y XVII, «la política ha sido, es y seguirá siendo destino» (Schmitt).