La historia contemporánea de la manipulación del consenso comenzó con la invención por la Revolución francesa de la nación política frente al pueblo y la nación histórica. Junto con ello, se inventó la idea del consenso que una sociedad política imponía coactivamente acerca de la naturaleza, los intereses, los sentimientos y la voluntad de la imaginaria nación política sacralizada como persona moral, sujeto de la soberanía «popular» en lugar de la soberanía monárquica.
Este es el origen moderno de lo que llama Vaclav Havel «una cultura de mentiras». Los principales instrumentos del consenso oligárquico son el miedo, la propaganda —un invento napoleónico— y la delegación del poder atribuido al pueblo mediante la ficción de la representación. Robert Gellartely subtitula su libro sobre la Alemania nazi «entre la coacción y el consenso». La oligarquía socialdemócrata dominante en Europa, y en España aprendió mucho de las experiencias totalitarias y es más sutil: en vez de la coacción física coacciona las conciencias con el pacifismo y las condiciona mediante la propaganda.
La fuerza del socialismo siempre se ha debido a la propaganda más que a sus presunciones de cientificidad. Se le puede aplicar sin reservas lo que dice impíamente Carlos Semprún, con alguna exageración al aplicarlo a la izquierda en general: «Si la izquierda dijera la verdad, no existiría». Hoy el socialismo es una ideología de la primera mitad del siglo XIX que ya no significa nada. Agonizante desde hacía tiempo, le asestó un golpe mortal la caída del Muro de Berlín el 11 de noviembre de 1989 y la «globalización» lo está apuntillando. Es una religión de la política, una forma de gnosis, que sólo se sostiene ya como superstición; ha evolucionado teológicamente hacia una suerte de mezcolanza de liberalismo progresista e izquierdismo nihilista, así como hacia el laicismo radical, religión del nihilismo como Ersatzreligion, religión sustitutiva.
Para rellenar el hueco de su periclitada ideología mecanicista pseudocientífica, el socialismo se ha hecho portavoz de la contracultura anarquizante y de las bioideologías —la de la salud, la feminista, la ecologista, etc. Naturalmente, contribuyen a su supervivencia como superstición los intereses creados, el dominio que tiene de la cultura y la colaboración de sus rivales políticos, atraídos por sus prácticas: la política socializante crea muchos cargos y empleos, proporciona beneficios y subvenciones, facilita múltiples negocios más o menos legales. Todo ello a cargo del súbdito contribuyente. El socialprogresismo es una fórmula vacía, que comparten todos los partidos, tanto a la derecha como a la izquierda del consenso, para que vivan bastantes a costa del resto, hubiera dicho Bastiat. Para conseguirlo es esencial la falsificación del consenso social, presentándolo como consenso político: el de la sociedad política, como si ésta fuese la sociedad total.
En España intenta perpetuarse el agotado consenso socialdemócrata instaurado en 1978 para sustituir la Dictadura personal de Franco por la impersonal de los partidos. Atendiendo a los hechos, se puede afirmar que se propone fundar una nueva sociedad, un nuevo Estado, y una nueva nación. A tal fin, se aventura ahora a la aniquilación definitiva del ethos tradicional, de la nación histórica y el Estado nacional.
Es muy expresiva de esta intención fundacional la necrofílica ley de la Memoria Histórica. Ante la ética política, constituye una grave irresponsabilidad, aunque es bien conocido que en momentos de disolución como el presente se pierden las nociones morales elementales. La especie de alianza formal del Partido Socialista con el terrorismo, cuya prenda fue en su momento la liberación de facto de Juana Chaos, constituye una prueba fehaciente de ello. Intelectualmente, en lo que concierne a la tosca Memoria Histórica, aparte de hacer pasar por verdades las falsedades que convengan, es absurdo el pretender cambiar el resultado de la guerra civil para enlazar con la II República. Sin embargo, políticamente, persigue tres cosas: dividir a los españoles en aplicación del principio «divide y vencerás», captar clientelas ante el atractivo de las indemnizaciones económicas, y legitimar la nueva forma del consenso a costa, si es preciso, del suicidio de la monarquía, procedente de la guerra civil y el franquismo. Si, conforme a los planes del consenso, se aviniese ETA a entrar en él, tendría un cuarto objetivo. La Dictadura estaba agotada por la falta de libertad política, y ETA ha sido el único enemigo real de la situación política. Se trataría, pues, de sustituirla como enemigo existencial por el franquismo, reencarnado en el insustancial Partido Popular. Enemigo inexistente y conexión irreal.
El objetivo de la Memoria es ilusorio. Evaporadas las ilusiones, la III Restauración también ha agotado sus posibilidades por la falta de libertad política y su aversión al pasado real. Confía en sobrevivir gracias a su formidable aparato propagandístico, que le ayudaría a consolidarse como una especie de totalitarismo chavista en la medida posible en Europa, con el laicismo impuesto como religión civil según el viejo principio cuius regio eius religio, como instrumento legitimador.
La monarquía y el despotismo del consenso no se instauraron simultáneamente. La «transición» debiera reducirse al breve período entre el fallecimiento de Franco y la aprobación de la Constitución. Durante los trámites de rigor, por una parte se desplazó a los partidarios de la ruptura para traer la libertad política, que era lo que se echaba de menos —no para destruir la nación—, y, por otra, se convenció a las oligarquías partidistas en formación, que aceptasen el continuismo político —la falta de libertad política— mediante una metamorfosis. El resto es la política del consenso, un pseudorrégimen, pues nunca ha pasado de ser una situación política. En las situaciones políticas, situaciones de ilegitimidad y desorientación, puede ocurrir cualquier cosa, incluida la disolución del régimen en el que se producen, que es probablemente lo que está sucediendo. Y toda la diferencia con lo anterior, desde que recuperó el poder el Partido Socialista a consecuencia del acontecimiento terrorista del 11 de marzo de 2004, consiste en que el consenso establecido en torno a la Monarquía y la Constitución de 1978 no disimula su carácter oligárquico, sus fines despóticos, ni su odio a la Nación española.
El gobierno socialista se contradice continuamente, es manifiestamente incompetente, se produce con zafiedad, y su presidente miente tanto que obliga a pensar que, si sabe lo que hace, no sabe lo que dice. No es más que el vocero y el don Tancredo de su partido, decidido a conservar el poder a toda costa. El espectáculo que dio con ocasión del atentado del 30 de diciembre pasado con su decisión de continuar el «proceso de paz», prueba muchas cosas, entre ellas la complicidad del partido socialista entero, no sólo del Sr. Rodríguez Zapatero, con ETA, evidenciada con la práctica puesta en libertad de Juana. Su único argumento es la antipolítica concepción socialista de la paz: la paz es la gran consigna del festival humanitario inaugurado por la propaganda soviética para anestesiar a las sociedades occidentales sumiéndolas en la anomia y el conformismo. Un concepto de la paz que descansa en la afección del miedo, en el vicio de la cobardía transformado en virtud y en los intereses de un partido que apela para legitimarlos al mitoutopía kantiano de la paz perpetua, del que decía cáusticamente Leo Strauss que engendra la guerra perpetua.
Efectivamente, que el presidente del gobierno cuente con el apoyo incondicional de su partido, confirma muchas cosas sobre este amasijo de intereses; una es su inmoralidad, al no repugnarle pactar con el terrorismo, una variante del crimen organizado; otra, que el adjetivo «español» de sus siglas nunca ha sido más que un cebo y en ocasiones una coartada: basta repasar su historia; la tercera, que su compromiso con la delincuencia es total. Retrospectivamente, en la historia de las continuidades, el mayor problema político español en el siglo XX ha sido esta versión aborigen del socialismo. Sin él, seguramente ni los separatismos ni el comunismo ni la crisis moral de la Nación hubieran ido tan lejos. Donoso Cortés avisó que el país del socialismo es España. ¿Seguirá siendo el problema del siglo XXI?
Ahora bien, en contra de lo que afirman sus críticos y adversarios haciendo de la Constitución un fetiche, el partido socialista no se aparta de la Constitución.
La ambigua «Constitución del consenso» en el vocabulario oficioso puede satisfacer todas las apetencias. Ya en el preámbulo afirma claramente la intención de «establecer una sociedad democrática avanzada». Lo de avanzada evoca en el lenguaje leninista y socialista la marcha hacia la utopía de la sociedad totalitaria de la Ciudad Perfecta. Por eso es un término muy vago, sumamente útil para justificar cualquier pirueta que se considere oportuna. En ese sentido hay que interpretar la afirmación correlativa, no menos sorprendente por lo tosca del artículo 1.0, según la cual «España», no por cierto la Nación española, «se constituye en un Estado», como si éste no existiera previamente. Se le describe con la receta socialdemócrata «social y democrático de Derecho», tres pleonasmos también útiles por su vaguedad: todo Estado es Estado de Derecho y además social y democrático, puesto que el Estado es la otra cara de la sociedad, como el anverso o el reverso de una moneda, y la homogeneiza. Por otra parte, el partido socialista parece haber abandonado este eslogan sustituyéndolo, en palabras del Sr. Pérez Rubalcaba con ocasión de la resolución del asunto de Juana, en «Estado Humanitario, Firme e Inteligente». El Estado del vacío nihilista.
En fin, la Constitución erige abstractamente un nuevo Estado sobre «España» como el nombre geográfico de un solar parcelado en Autonomías. El consenso, aprovechando el suceso terrorista del 11 de marzo de 2004, ha dado sencillamente un paso más en su tarea fundacional, acelerando ahora la liquidación de la Nación Histórica para fundar la nueva Sociedad democrática «avanzada», el nuevo Estado y la nueva Nación Política fraccionada que sustituirá a la Histórica. Hay quienes defienden la Constitución de 1978 con la mejor buena fe, pero la Carta-Constitución, es en gran medida el problema.
El desorientado Partido Popular, que a estas alturas debiera saber ya lo que pasa si de verdad le interesa, probablemente no, y decirlo si lo sabe —no lo diría—, afirma que se ha roto el consenso, pide a gritos su recuperación y, por supuesto, atenerse a la Constitución. Se refiere sin duda al consenso que organizó la Unión de Centro Democrático, continuó y perfeccionó el Partido Socialista desde 1982, y administró el propio Partido Popular hasta 2004. Sus adversarios le replican con toda la razón que el consenso es lo que ellos dicen que es el consenso y le invitan a que se acomode incondicionalmente en él aceptando sus iniciativas, pues le corresponden al partido que gobierna la administración y ejecución de las posibilidades implícitas en la Constitución.
Las elecciones no tienen más finalidad que decidir a quién le corresponde dirigir el consenso, cuya voluntad, que pretende ser la del pueblo, se manifiesta y decide en las Cortes. Estas son el foro del consenso, que autoriza por ejemplo al gobierno que negocie con el terrorismo. Y el consenso está dirigido en este momento por el Partido Socialista, aunque se responsabilice a su vocero, el Sr. Rodríguez Zapatero, de todo lo que no les gusta a los populares, acusándosele incluso de traición, como si fuese el chivo expiatorio del Partido Socialista. En fin, el socialismo puede aliarse legítimamente con los nacionalistas independentistas, que son constitucionalmente parte del consenso por lo que tienen perfecto derecho a influir en su dirección y administración. Si el Partido Socialista comparte sus ideas básicas es una feliz coincidencia.
Lo menos claro ha sido el papel de ETA. ¿Por qué no se ha acabado con esta banda en tantos años? Objetivamente, es obvio que el terrorismo etarra mantiene una situación tensa, de inseguridad, y difunde la sensación de miedo en la sociedad. Y, como sabían muy bien Hobbes, Montesquieu, etc., todo poder despótico necesita del miedo para afirmarse. El Partido Popular demostró cuando estuvo en el poder, que era posible acabar con el terrorismo, lo que no le ganó muchas simpatías entre los demás beneficiarios del consenso. Para los socialistas, es un dogma que el poder les pertenece por definición, y soportaron a regañadientes la dirección del consenso por el Partido Popular. Llegado el momento, cansados de estar en la oposición, montaron un típico «agitprop» —el «Prestige», Iraq, cualquier cosa— contra los populares para impresionar a la opinión ingenua y acobardada y, aprovechando el atentado del 11 de marzo de 2004, volvieron al poder. Probablemente, su triunfo salvó a ETA de la extinción. En realidad, los socialistas repusieron el consenso inicial, aparentemente tolerante con ETA. ¿Es esto lo que quiere el Partido Popular?
El terrorismo le ha servido al consenso para designar un enemigo interior, desviando las miradas del propio consenso, y convencer a casi todo el mundo de sus virtudes. Ahora, tras haber reconocido como iustus hostis implícitamente al terrorismo islámico y explícita aunque oblicuamente con la «Alianza de civilizaciones», aplicando la máxima «hablando se entiende la gente» los socialistas y sus aliados consideran a ETA un iustus hostis, tratando con ella de poder a poder; no como enemigo sino adversario incorporable al consenso. La actitud del Sr. Rodríguez Zapatero ante el atentado del 30 de diciembre pasado y el caso Juana no deja muchas dudas. Además, el Partido Socialista ha ido demasiado lejos y no puede retroceder. Tiene que confiar en que, si salen bien los planes del consenso, como la sociedad ya no cree en nada y menos que nada en el régimen, el pacifismo y la propaganda enmascararán los desaguisados.
Por lo demás, lo de la Memoria tampoco es muy novedoso. Siguiendo el método marxista, se ha sometido a revisión toda la historia de España a lo largo de la transición, inventando en parte una nueva, en la que destacan las supercherías de los separatistas. Oficialmente, ya se duda que España sea una Nación, palabra que, según el Sr. Rodríguez Zapatero en nombre del Partido Socialista, no se sabe bien qué significa. Es cierto que el socialismo siempre ha despreciado a las naciones. Ahora bien, tampoco en este caso se aparta un ápice del consenso ni de la Carta otorgada bautizada como Constitución, que articula el juego entre los partidos. Pues, sin perjuicio del artículo 2.°, no habla para nada de la Nación española como una realidad histórica, salvo quizá la vaga alusión de pasada del preámbulo. Juego impolítico, pues difícilmente cabe hablar de política en sus justos términos cuando la política, con la libertad política secuestrada por el consenso, se circunscribe a las querellas entre sus integrantes sobre el reparto del botín[1]. La «política» no tiene más objetivo que dirimir quién gana las elecciones, los mejores puestos, y obtener cierta legitimidad.
La nación española asistió como convidada de piedra al espectáculo del parto constitucional y, a continuación, a la política desarrollada por el consenso, en la que el rito periódico de las elecciones y la fiesta de la Constitución recuerdan su origen, como los mitos fundacionales en las sociedades primitivas. A nadie se le ocurrió invitarla a ejercer la libertad política designando unas Cortes constituyentes que elaborasen el documento. El poder dio por bueno que la representaban los partidos políticos recientemente constituidos. Una chapuza desde el punto de vista del derecho constitucional de la que nadie se acuerda, o nadie quiere recordar, que, como el poder ha estado siempre en manos del consenso, ha funcionado.
Pues fueron los representantes de los partidos y algunos nombrados por el rey, depositario del poder de la dictadura y de la libertad política, los que decidieron «constituir» el pleonástico «Estado social y democrático de Derecho». Es posible que la Nación ni siquiera anhelase una Constitución, igual que tampoco estaba interesada en las Autonomías, salvo los entonces muy minoritarios grupos nacionalistas y quienes esperasen obtener beneficios particulares.
Lo único que le interesaba al pueblo, a la nación histórica, era que la transición fuese pacífica y ordenada. Y aunque no existían graves razones para pensar que pudiese suceder de otra manera, la lógica incertidumbre y los augurios catastrofistas aireados por la propaganda bastaron para que las incipientes oligarquías partidistas se arrogasen la herencia del monopolio que tenía la Dictadura de la libertad política.
En definitiva, a juzgar por lo que ha sido hasta ahora la película de la transición, la Constitución reglamenta el consenso entre los partidos imponiéndolo sobre los intereses, los sentimientos y la voluntad de la Nación, disfrazado de expresión de esta última en aras de la paz. A la nación inerme sólo se la convocó ex post facto para que refrendara lo que es en puridad una Carta otorgada.
Se incluyó en el consenso a los nacionalistas, separatistas in pectore, sin reparos ni la menor prudencia, con los máximos honores. Y todo el proceso de la transición ha estado condicionado en gran parte por nacionalistas —el «victimismo» de que hablan algunos— y comunistas, unos y otros enemigos, más que adversarios, de la nación española. Los nacionalistas, porque sus intereses particulares se contraponen a los de la Nación, y los comunistas, por ser enemigos por definición de cualquier nación, porque funde las clases. Se presumía que el partido socialista, anticomunista y antimonárquico en el exilio, era españolista de acuerdo con sus siglas. Pero el partido socialista renovado en Suresnes prescindió sin dudarlo de los antiguos socialistas o los fagocitó utilizándolos como piezas decorativas. Y desde el primer momento dejó sentir su gran influencia e importancia, tanto por el apoyo externo de la todopoderosa socialdemocracia europea, como por la plusvalía que le otorgaba el dogma de que para que se asentase la Monarquía era preciso que ese partido gobernase con ella. Esto, unido a las ilusiones que suscita la demagogia socialista, impulsó un aluvión de adhesiones al partido, casi inexistente en el momento de la transición. En cambio, la derecha potencial fue barrida enseguida por el invento del centro democrático, otro partido de aluvión mezcla de socialdemocracia y democracia cristiana —que ya eran lo mismo en la práctica europea— destinado sin duda, juzgando siempre por la secuencia de los hechos, a preparar el acceso del partido socialista al poder, a lo que parecía estar predestinado por la propaganda.
La Constitución del consenso incluye y menciona los partidos como si fuesen órganos del Estado (art. 5) igual que los sindicatos (art. 6), aunque estos últimos no son teóricamente verticales sino horizontales, dentro de la tendencia de la Constitución al corporativismo. En consecuencia, unos y otros son financiados por las arcas del Estado, es decir obligatoriamente por el contribuyente, como tales órganos estatales. Entre todos formaron el Consenso que sustituyó al Movimiento. El «glorioso» Movimiento Nacional hacía de partido único, aunque en la práctica nunca lo fue; agrupaba gentes variadas, siendo en cierto modo una cámara de resonancia del gobierno, más propagandística que otra cosa. Sólo tenía el poder residual que le dejaba el gobierno dictatorial; algo así como la influencia de una útil clientela distinguida. Se notaba menos su presencia en la vida corriente que la de los actuales partidos. Seguramente fueron más importantes las Cortes.
En contraste, su heredero, la entelequia del Consenso, situada en ninguna parte concreta, pues no se atiene a ninguna fórmula jurídica, pero al que todos se remiten, viene a ser algo así como el poder espiritual abstracto de la Restauración brotado de la Constitución. Lo único visible, como si fuese su epicentro, es el Monarca, a quien según la Constitución le corresponde el papel de árbitro o poder moderador del «funcionamiento regular de las instituciones» (art. 56). Y entre las instituciones principales están, por supuesto, los partidos, ... de los que dependen todas las demás. Curiosamente no se menciona en ninguna parte la relación del rey con la Nación ni se contempla que modere entre ella y las instituciones, en definitiva los partidos. A la Nación, a la que imaginativamente hay que suponer debiera representar la Monarquía conforme a su naturaleza, nadie puede defenderla constitucionalmente como no sea el defensor del pueblo (art. 54), designado también por los partidos, que en realidad sólo podría hacer algo frente a la burocracia. Se trata de un órgano estatal más, a cuya imagen y semejanza han proliferado legalmente defensores de múltiples cosas. Sólo falta que se invente el defensor de los defensores de los defensores. Cargos.
Al Estado de partido único, en la medida en que lo era el Movimiento, que se movía bastante poco, le sucedió, pues, el Estado de los Partidos, modelo «democrático» de Estado despótico que se había afincado en Europa al calor de la guerra fría. Los partidos —de hecho sus jefes—[2] no sólo se arrogaron constitucionalmente la representación de la Nación —de la voluntad popular» (art. 6)— sino que, en virtud de la ley electoral ad hoc que establece el sistema proporcional (con listas cerradas para más seguridad), se convirtieron en los administradores del consenso. En las Cortes ostentan el poder legislativo y el poder legislativo nombra al ejecutivo, mientras la representación se reduce a que los electores eligen representantes que luego actúan como si fuesen delegados, es decir, con poder omnímodo, de la «voluntad general», del pueblo homogeneizado. Es decir, sólo representan su propia voluntad y, de hecho, la de los jefes de los partidos.
[1] El reparto del botín, que incluye los votos, nada tiene que ver con la política. Al comenzar la transición se popularizó la idea de que todo es negociable, es decir, negocio. Y esta es la ley interna del consenso. La dificultad, que el Partido Socialista da por superada, para negociar con ETA, ha sido el temor de que la aceptación de sus exigencias pueda despertar a la Nación de su letargo. Esa mentalidad se ha difundido tanto que, por ejemplo, los españoles conversos al Islam piden que se les devuelvan los bienes que pertenecían a lo que ellos llaman Al-Andalus. Como el Islam radical ha sido reconocido como iustus hostis por el Partido Socialista, que mima a los musulmanes, en los que ve un aliado objetivo en su lucha contra el cristianismo, se unen en reivindicaciones como ésta el oportunismo y la destrucción del sentido común y del natural sentimiento nacional llevados a cabo por la Restauración socialdemócrata.
[2] En la práctica, los demás miembros de los partidos están sometidos al mandato imperativo aunque la Constitución lo prohíbe expresamente: «Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo» (art. 67, 2). Pues sólo tienen libertad de voto cuando los jefes de los partidos lo autorizan expresamente, por lo que hay que suponer que este apartado constitucional está derogado en la práctica sin que se haya modificado la Carta, que sería lo procedente.