España tétrica

El Gobierno de la muerte

El líder sube montañas jaleado por su solícita corte, periodistas incluidos. La mirada de la servidumbre se inclina ante el sonriente caudillo, que asciende literalmente a los cielos mientras, abajo, se apiñan los cadáveres de los niños abortados y los fantasmas de los muertos de la guerra. Un hombre con toga levanta sepulturas y otro con bata blanca, jeringa letal en mano, busca suicidas a quienes “asistir”. La gente debería huir, pero ya no puede: el ánimo se le ha quedado enganchado en algún punto entre la hipoteca y la televisión. En la sombra, un tipo hace caja: clin, clin.

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JOSÉ JAVIER ESPARZA
El líder sube montañas jaleado por su solícita corte, periodistas incluidos. La mirada de la servidumbre se inclina ante el sonriente caudillo, que asciende literalmente a los cielos mientras, abajo, se apiñan los cadáveres de los niños abortados y los fantasmas de los muertos de la guerra. Un hombre con toga levanta sepulturas y otro con bata blanca, jeringa letal en mano, busca suicidas a quienes “asistir”. La gente debería huir, pero ya no puede: el ánimo se le ha quedado enganchado en algún punto entre la hipoteca y la televisión. En la sombra, un tipo hace caja: clin, clin.
 
Es, desde luego, una cuestión ética, pero es también una cuestión estética: pocas cosas hay más expresivas que esta imagen de un Gobierno vengativo y vociferante, elevando la voz desde el cubo de la basura de la crisis económica para reclamar que se aborte a los niños, que se mate a los abuelos inservibles, que se desentierre a los muertos de la guerra civil. Gobierno fúnebre, gobierno tétrico, gobierno macabro y siniestro, gobierno de la muerte y de los muertos, gobierno personificado en la estampa horrenda de un viejo criminal homenajeado por sus desmanes y en la estampa aséptica de un médico (Hipócrates quedó muy atrás) que se acerca aguja en mano para darte matarile.
 
¿Cómo es posible llamar a esto “progreso”? ¿Qué le pasa a esta gente en la cabeza, en el corazón? Estamos muy lejos ya de los debates de hace treinta años, cuando, en el caso del aborto, se planteaba la incompatibilidad entre la vida de la madre y la del hijo o, en el caso de la eutanasia, causaba escándalo el “encarnizamiento terapéutico”. Los avances científicos han modificado radicalmente el mapa.
 
(Hace poco explicaba Arsuaga, el de Atapuerca, que los antropoides de aquellas cuevas, a juzgar por los huesos descubiertos, practicaban comúnmente el aborto y el asesinato de los ancianos inservibles. Tales prácticas habrían sido comunes también entre los neandertales, hace unos 30.000 años. Progreso de la humanidad…)
 
Hoy sabemos sin sombra de duda que el embrión es una persona diferenciada, con su ADN propio, distinto del cuerpo de la madre. También ha sido posible adelantar cada vez más el periodo de viabilidad de un feto, hasta el extremo de que los ginecólogos españoles (lo dijo la Sociedad Española de Ginecología y Obstetricia) consideran que ya no puede hablarse de “aborto” cuando se trata de fetos de más de 22 semanas, sino que eso tiene que llamarse “destrucción de un feto viable”.
 
En cuanto a la cobertura retórica que venía justificando la defensa de la eutanasia, ha quedado deshecha hace tiempo por la generalización de los cuidados paliativos y la proscripción formal del llamado “encarnizamiento terapéutico”: hoy es imposible la tópica imagen de un pobre moribundo mantenido artificialmente con vida a costa de innumerables sufrimientos. El debate sobre la eutanasia ha cambiado de escenario. El Gobierno lo sabe, y quizá por eso ha dado un paso más allá y ha reclamado el “suicidio asistido”, figura que implica un notable cambio conceptual: ya no se trata de acabar con vidas inviables, sino de matar a quien lo pida. ¿Puede un Estado arrogarse semejante función? En todo caso, seguimos moviéndonos entre esas tinieblas que parecen ejercer una fatal atracción sobre el socialismo español.
 
No puede ser casual que este coqueteo del Gobierno con la administración institucional de la muerte comparezca al mismo tiempo que la iniciativa sectaria de remover tumbas y desenterrar a los muertos de una guerra fratricida; más precisamente: a los muertos de sólo un bando, pequeño detalle que permite excluir cualquier ánimo misericordioso y demuestra el carácter estrictamente vengativo de la iniciativa. Es imposible no adivinar aquí un oscuro impulso psicológico, una tendencia fatal a enamorarse de la destrucción. No estamos ante un problema político, sino ante un problema psicológico o, si se prefiere, ante un trastorno psicológico con consecuencias políticas.
 
Sálvese quien pueda.
 
 
 
 
 

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