En los últimos 25 años ha habido en España dos momentos de algo parecido a un levantamiento popular. Quizás sea demasiado decir: dos instantes fugaces de efervescencia y hartazgo.
Uno fue en 1997. Cuando ETA asesina a Miguel Ángel Blanco y se produce una oleada popular de consternación. Eran las ‘manos blancas’, aunque muchos nos quedásemos con otra cosa, con el momento liberador e inolvidable en el que un ciudadano destrozó una herriko taberna. Entre esa acción y el civismo virginal de las manos blancas, entre medias, había un ánimo sublevado en parte de la población, ánimo que los partidos aprovecharon a su modo y fueron aplacando. Eso en el mejor de los casos, porque también sucedió otra cosa. El PNV acudió al auxilio político de ETA, como luego el nacionalismo catalán y llegaron las negociaciones. Empezó el PSOE y lo que decidió, con conocimiento del rey según palabras de Zapatero, fue respetado (naturalizado) por el PP. Aquel conato fugacísimo de rebelión acabaría, años después, con ETA en las instituciones. Ese brote popular fue sedado, burlado, traicionado y confundido hasta su desaparición.
Dos décadas después vivimos algo similar. Cuando en 2017 se produjo el golpe catalán, se despertó una protesta al margen de los partidos, antes incluso del discurso real. Se colgaron banderas nacionales por toda España y hubo una concentración masiva en Barcelona. Todo se cursificó como ‘España de los Balcones’, pero el primer nervio de reacción se sintió días antes, cuando de la barcelonesa Plaza de Artós salió una manifestación con aires de resistencia y las primeras banderas de España.
El asalto a la herriko taberna y aquellos solitarios de Artós fueron algo popular y contagioso que sin embargo se fue transformando en movimientos sin consecuencias. Si lo del 97 acabó con ETA en las instituciones, lo del 2017 acabó con la reforma de la sedición, los indultos y la legitimación pactista de ERC. No se hizo nada más. Nada cambió. Ciudadanos ganó y desganó. El PP aplicó un discutible 155, pero una vez aplicado lo dejó en nada, igual que antes había tomado la senda pactada entre PSOE y ETA.
Fueron, con dos décadas de diferencia, dos fogonazos de urgencia popular, nacional, infinitesimalmente revolucionarios aunque abortados. Y no es descabellado pensar que algo de esos dos momentos sobrevive en Vox. Que Vox, es sobre todo, el efecto de esos dos espasmos. Abascal proviene del PP vasco y Vox da el salto con el golpe catalán. La España burlada en 1997 y 2017 respira quizás por allí, y al verlo así entendemos mejor lo que pasa estos días: la propuesta de Lambán de aislar a los siete diputados de Vox, no tan distinta de la propuesta de la lista más votada o la prisa mediática por dar a Olona los espacios que no dan a Abascal.
La España mínimamente insurgente ha sido y es silenciada de modo sistemático.
La España mínimamente insurgente, y por insurgente traicionada, ha sido y es silenciada de modo sistemático.
La primera traición se encarnó en Zapatero, la segunda en Sánchez. Y hay algo en común. El primero fue impulsor de procesos, el segundo los culmina con una nueva mayoría con Bildu. Los dos fueron audaces de un modo mefistofélico que no solo sirvió a sus intereses. Los dos se hacen responsables, ‘malos’ oficiales, de dos procesos de ampliación o redefinición del consenso: el de ETA y el separatismo catalán. Construyen así nuevas mayorías izquierdistas, pero están reintegrando, no lo olvidemos, el producto político de 40 años de autonomismo. Cada cierto tiempo habrá que hacer operaciones así, cada vez más difíciles, y alguien tendrá que ejecutarlas.
Ellos lo hicieron. Zapatero generó el antizapaterismo, una fijación, una pequeña pasión política donde apenas hay política que aprovechó electoralmente la derecha como ahora con el sanchismo. El primero se hacía llamar ZP, el segundo SNCHZ, como si ya supieran de antemano que iban a ir perdiendo las vocales por el camino. Pero no olvidemos que el antizapaterismo fue un inmenso engaño, un clamor sin regeneración: nada cambió. Todo quedó en pulseritas, golpes de pecho y programas de El Gato al Agua. Esa fijación personalista contiene ahora la misma simplificación grosera, la de que todo sucede por voluntad del presidente, una especie de moderno Nerón omnipotente. Si así fuera, ¿no fallaría algo en el sistema que lo permite? Les da igual: todo lo explican con retratos psicológicos de creciente oscuridad. Es curioso: los enemigos oficiales de la ‘simpleza’ populista reducen el problema español a la supuesta psicopatía de un señor.
El antisanchismo, como antes el antizapaterismo, es una falla que quema el ninot socialista en el balcón de Génova, una especie de ritual con el que el PP empieza a cobrarse su parte en el proceso. Es un ceremonial: mediante antizapaterismo y antisanchismo llevan a la gente por el camino de los dos. ¡Abajo Sánchez! ¡Viva (con retoquitos) el marco sanchista!
El ‘que te vote Txapote’ resume eso: la fijación popular, simplificadísima, que agiliza el relevo. En ese eslogan se da la mano el turnismo. Esos fenómenos de postrera erosión personal son un doble servicio de estos políticos: tras su aventura para ampliar la mayoría izquierdista y el consenso sistémico, ofrecen su figura cual fusible para que sobre ella la derecha (PP) culmine el relevo sin mayores cambios. Su destrucción política (¡qué cosas dicen de él los liberalios!) es señuelo y combustible para un relevo sin grandes consecuencias. El consenso pepero pivota sobre un mensaje muy básico: «Derogar a Sánchez». Asumen un verbo clave (Rajoy no derogó) pero lo reducen a una persona. En último término ¿qué es derogar el sanchismo? Es como decir «multiplícate por cero». Es un continuismo que ceremonialmente pasa por aniquilar políticamente al continuado, enésimo engaño al español.
Pero ¿dónde están aquellas corrientes populares que ya fueron engañadas? ¿Quiénes quedan escarmentados de esa doble traición de 1997 y 2017 y qué atención merecen sus planteamientos?
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