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Lacrimæ Argentum

Si hace medio siglo el hombre argentino estaba roto, ¿alguien puede imaginar siquiera como yace hoy?

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En el remanso de este viernes por la tarde, entre el murmullo de la gente y el sonido de las tazas, en este Café donde los hombres solos pulsean con el desierto de las horas, uno quisiera escribir sobre cosas bellas. Escribir, por ejemplo, sobre la sonrisa de Jazmín que ha perdido dos dientes, o sobre los gorriones –“niños del cielo”, como los llamaba Miguel Hernández – que roban migas de bizcochos en las tarrazas, para alimentar a sus crías. Escribir quizás, sobre nuestros viajes por la ancha Castilla y aquella casa en Orbaneja del Castillo, a la cual Dios le regaló el beso acuoso de un manantial que corre a sus pies. Escribir sobre la música de los cencerros en la trashumancia de las merinas o narrar la liturgia silente de las amapolas que brotan en los echaderos de las antiguas bodegas de Mucientes. Pero no, uno tiene que escribir sobre esta Argentina que camina hace tiempo con el rostro desfigurado: lacrimæ Argentum.

En 1974, cuando nuestra patria contaba con apenas un 4% de desempleo ,y en las noches de verano las familias sacaban sus sillas a la calle, y los niños miraban absortos los guiños lumínicos de las luciérnagas, Juan Perón hablaba acerca de la necesidad de reconstruir al hombre argentino. Las palabras tienen su peso específico: no se reconstruye sino lo que está roto. Si hace medio siglo el hombre argentino estaba roto, ¿alguien puede imaginar siquiera como yace hoy? En el decurso de los últimos cincuenta años, ha pasado por la Argentina un golpe militar de ideología liberal que, en su ceguera, no sólo le llenó el panteón de héroes y mártires a los dueños del relato cultural, sino que apagó las chimeneas fabriles que eran el pan de nuestro pueblo. Por aquí ha pasado el experimento socialdemócrata de Raúl Alfonsín —el “padre de la democracia”—, bandera de impotencia y símbolo de la pauperización nacional. Por aquí ha pasado Carlos Menem, que de caudillo riojano devino en gerente de la entrega, se recortó las patillas y calzó sastrería internacional. Por nuestra tierra ha pasado el engendro de una Alianza que no llegó a dos años de mandato y asestó un golpe definitivo en la destrucción del tejido social, expropiando, entre otras cosas, los ahorros de los argentinos. En nuestra patria nos hemos dado el lujo de inventar un Maradona, un Messi, un papa…y de tener 5 presidentes en 11 días. Por este bendito suelo pasó el kirchnerismo, que, si bien logró una primavera económica, minó el subsuelo cultural de un lastre “progre” que “borreguizó” a toda una generación. El kirchnerismo se sentó en la mesa de la noble América morena, pero repartió a los cuatro vientos lenguaje “inclusivo” y feminismo a la francesa. Por este país pasó Mauricio Macri, cuyo oficio principal fue “hijo de padre rico”. Su espacio político encarnó la figura perfecta de un cipayismo de buenos modales. Una mañana, sin consultarlo con nadie, la señora Cristina ungió a un tal Alberto Fernández, quien confesó conocer más las canciones de Bob Dylan que las veinte verdades del movimiento político que decía representar. El penúltimo día hábil de 2020, de madrugada —como hacen los ladrones— y con el pueblo en cuarentena, le dio la venia a la ley del aborto para inaugurar formalmente el genocidio prenatal de muchos compatriotas. Alberto fue la demostración tácita de que hay que temerle al boludo, tanto o más que al malaleche.

Pero, claro, la historia no termina allí y en nuestra peculiaridad existencial, no íbamos a quedarnos en paz. Por eso, se nos ocurrió entronizar a un muchacho, cuyo mayor problema no es venerar a su hermana o hablar con sus perros, sino babearse y tirarse encima cada vez que ve una bandera yanqui o israelí perdida en algún rincón del mundo. Un muchacho que, habiendo crecido en uno de nuestros barrios, un día se enamoró de un puñadito de teorías económicas y, desconociendo el ethos cultural de su pueblo, está dispuesto a sacrificar a quienes haya que sacrificar en el altar de sus ofrendas al dios Mammón.

Nuestro Evangelio Gaucho —el Martín Fierro— canta en una de sus estrofas:

Tiene el gaucho que aguantar
hasta que lo trague el hoyo
o hasta que venga algún criollo
en esta tierra a mandar.

A la luz de esta profecía-anhelo, muchos de nuestros compañeros de camino creen que la solución es el advenimiento de un nuevo caudillo. Ahora bien, el mismo Perón enseñó que la conducción es un arte, no un mero acto de voluntad: “el conductor hace por reflejo lo que el pueblo quiere, él recibe la inspiración del pueblo, él la ejecuta”. Me tildarán de hereje, pero yo creo que existe en el núcleo de la doctrina sobre el pueblo un tufo hegeliano, es decir, una especie de monismo dinámico cuyo sujeto histórico es el mismo pueblo. Ahora bien: ¿ese pueblo se mantiene siempre igual a sí mismo en el devenir temporal o también ha sufrido la desfiguración de su rostro y el arrebato de su alma? Nuestro pueblo, hic et nunc, ¿está en condiciones de inspirar a un conductor los caminos de su redención?

Existe una Argentina visible y audible, pero también existe otra Argentina silenciosa, una Argentina con su intrahistoria. Allí late un reservorio moral cuya médula operante es el trabajo y el sentido común. Claro, hace tiempo que los tentáculos de un poder anónimo machacan sin cesar la idea de que el deseo del individuo está por encima de los valores comunitarios. El pensamiento liberal, a izquierda y a derecha —categorías perimidas para nosotros, y que no tienen otro valor que la simplificación miope de la realidad política—, ha hecho muy bien su tarea: la abolición de los cuerpos intermedios, la postración de los ministros eclesiales, el vaciamiento doctrinal del ejército, la división intestina de los sindicatos y la colonización mental de las nuevas generaciones.

Frente a todo esto, querido lector, usted se preguntará: ¿Y entonces? Y yo le respondo: ¿Le puedo decir algo? Estoy cansado de cantarle serenatas a la novia que se ha ido, a esa ventana sellada con un candado lleno de herrumbre. El sentimiento es noble, la emoción sincera…, pero con eso no alcanza.

Otro poeta gaucho, José Larralde, se preguntaba: “¿De qué están hechas las lágrimas, que pesan tanto? Yo me pregunto lo mismo: lacrimæ Argentum.

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