La cuestión de la americanización no es totalmente nueva, puesto que el término, según el diccionario Petit Robert, nace en 1867, significando “acción de americanizar”, que conduce, por ejemplo, a los individuos a tener comportamientos, actitudes o mentalidades americanas”.
Baudelaire se inquietaba de que “la mecánica nos americaniza”.
Baudelaire se inquietaba de que “la mecánica nos americaniza”. André Siegfried hablaba de un “mundo que se americaniza”. ¿Cómo explicar la preeminencia de América? Por una parte, en el origen, los Estados Unidos era definidos en relación a una cierta Europa, y en total oposición a esa Europa, en ruptura con sus poderes monárquicos o aristocráticos. Por otra parte, y teniendo en cuenta la segunda revolución rusa de 1917, el escritor alemán de origen báltico Hermann von Keyserling, en su Psicoanálisis de América, publicado en 1931, precisaba: “América está predestinada a representar, en el nuevo mundo que se forma, el opuesto polar o el contrapunto del socialismo en el sentido europeo del término. A continuación, del fin de la Segunda guerra mundial a 1989, una parte de Europa no tuvo más elección que definirse por relación a los Estados Unidos”.
¿Americanización o sovietización?
Debilitados por la Segunda guerra mundial, algunos pueblos libres de Europa occidental no vieron otras posibilidades que las de alinearse con las políticas y los tratados americanos y, en consecuencia, de americanizarse para escapar a la extensión pretendida por Stalin del imperio soviético. Afectados por las dos guerras civiles europeas del siglo XX, estos países de Europa occidental dirigieron su mirada al “american way of life”, mientras que los Estados Unidos proponían el plan Marshall o realizaban el puente aéreo que permitía salvar el bloqueo de Berlín. Liberados de los fascismos y no dispuestos a sovietizarse, estos pueblos europeos no tuvieron más remedio que demandar a América que los defendiera del imperialismo soviético. La otra parte de Europa, con su “soviet way of life”, no tentaba para nada a los europeos occidentales, pese a los múltiples métodos de propaganda, presiones directas e indirectas, de los dirigentes soviéticos. Cuando, a finales de los años 70, el secretario general del Partido comunista francés, Georges Marchais, todavía hablaba de un “balance globalmente positivo de la URSS”, los distintos partidos comunistas de Europa occidental abandonaban el marxismo-leninismo.
Aunque debilitada, Europa no ha perdido totalmente su alma ni olvidado su identidad, jugando un papel central en la liberación de los pueblos de Europa oriental y en su separación de la tentación totalitaria.
La creencia en un “destino manifiesto”
Al mismo tiempo, una cierta construcción europea era perseguida en un sentido nada desfavorable a la americanización. Los Estados Unidos se comprometían, además, en esta construcción, toda vez que aquella representaba para ellos la apertura a sus inversiones de un gran mercado suplementario. Pero, desde que los proyectos comenzaron a mirar a Europa como una potencia independiente, su vigilancia se convirtió en extrema y ciertas presiones empezaron a ejercerse.
Recordemos a Hermann von Keyserling escribiendo: “Se puede comparar a América con China; se puede comparar a América con Rusia. Pero es un error y una injusticia absoluta comparar a América con Europa bajo ningún punto de vista”. Pero, precisamente, América piensa, con frecuencia, que Europa puede ser comparada a América y que, en consecuencia, la tentación hegemónica que ellos representan llegará igualmente sobre Europa. Así, al mismo tiempo, no sólo Europa no rechaza la americanización, sino que ignora las medidas esenciales que permitirían evitar sus excesos. La americanización de Europa resulta entonces de un doble proceso complementario, la posición dominante y la aceptación por Europa de los efectos de esta situación de primacía.
Ciertamente, los Estados Unidos disponen de un peso económico y geopolítico que es favorecido también por su potencia industrial. No sólo esta última es difícil de igualar, sino que sus permanentes avances imponen al mundo las normas, los procedimientos e, incluso, las reglamentaciones.
Pilotando la globalización a escalas mundial y regional (la Alena), los Estados Unidos han ocupado un lugar preeminente y creciente en la economía y el comercio internacional. No sin mérito, por otra parte, si consideramos las valientes e inteligentes decisiones de los años 70 y 80 y el cambio del comportamiento demográfico que derivaron, a continuación, en el motor del crecimiento ininterrumpido de los años 90, a un nivel anual medio superior a dos puntos sobre el de la Unión europea.
Pero, además, los Estados Unidos parecen considerarse siempre portadores de un “destino manifiesto” y piensan, en consecuencia, que son los mejores situados para distinguir el Bien del Mal, y así extender el primero y romper el segundo, sin jamás perder de vista sus propios intereses.
Haberse convertido en el único imperio que nadie pone en duda seriamente y en el primer imperio de la historia en extender su influencia sobre la tierra entera, dan la sensación de un éxito absoluto para que los demás se adhieran a sus propios comportamientos. Por ejemplo, los Estados Unidos piensan que la agricultura europea debe organizarse según las normas americanas, o que la especificidad de las reglas jurídicas europeas relativas a los bienes culturales deben ser abolidas.
Los riesgos de americanización de Europa provienen, de una parte, de la importancia de los medios americanos, que refuerzan el carácter preponderante de los Estados Unidos en el proceso de globalización, la importancia de las tecnologías americanas, frecuentemente dominantes, en el proceso de internacionalización y el sentimiento mesiánico de los americanos, producto de su historia particular.
Europa olvida su identidad
Si Europa es respetuosa con su identidad, sabríamos que su riqueza proviene de la diversidad de sus identidades nacionales y locales, expresadas ellas mismas en una gran variedad de lenguas y dialectos. La política prioritaria en Europa debería ser la de facilitar los intercambios culturales intraeuropeos y, por tanto, el plurilingüismo, rechazando, por ejemplo, instaurar el inglés (el English Basic americano) como segunda lengua obligatoria en la educación y como lengua diplomática bruselense.
Por otra parte, Europa se consume con su demografía, aceptando un envejecimiento de su población que contrasta con la dinámica americana. Además, Europa no se preocupa de una cuestión esencial, la marcha de sus jóvenes más activos, los más emprendedores, hacia los Estados Unidos y otros países de la influencia angloamericana. Situándonos en la perspectiva del siglo XXI, el auténtico privilegio americano está en el nivel de fecundidad que contrasta con la agonía demográfica europea y en su capacidad para extraer la materia gris nacida bajo otros cielos, incluida la materia gris europea.
He aquí, por tanto, las razones esenciales que conducen a americanizar el siglo XXI, en la medida en que una vieja Europa se transforma en un archipiélago urbano que pone en peligro las diversidades culturales de un territorio heredero de una enriquecedora variedad de rasgos identitarios.
Los dos procesos de la americanización
En un sentido general, la americanización puede definirse como una relación con América, con los Estados Unidos, considerados como la concretización de lo que fue el sueño americano antes mismo de la creación de los Estados Unidos. En un sentido más preciso y más operativo, la americanización se define no sólo como la adopción de formas de vivir, de pensar y de actuar conformes con las de los Estados Unidos en pueblos no americanos, sino que es también la sustitución de las culturas específicas y de las identidades particulares por esas formas de vivir, para contribuir a la supuesta riqueza humana y cultural del mundo entero. Esta americanización proviene de procesos comprometidos, al mismo tiempo, por los emisores americanos y por la actitud de los receptores.
Los primeros, los emisores americanos, están imbuidos de una creencia en su rol mundial que va justa hasta una tentación hegemónica, como lo atestigua, por ejemplo, el informe Kissinger de 1974, o más recientemente los informes Wolfovitz (elaborados por el Pentágono) y Jeremial (escrito por un grupo de expertos), citados en el New York Times en 1992. En estos últimos informes, se puede leer, por ejemplo, la preocupación de los Estados Unidos por impedir “el surgimiento de un sistema de seguridad exclusivamente europeo que podría desestabilizar la OTAN”.
Los segundos, los receptores, frecuentemente olvidadizos de las raíces de su identidad y de su cultura, frecuentemente se convierten en los propios actores de los aspectos nocivos de la americanización, por el hecho de adoptar numerosas decisiones, o de no-decisiones, políticas y de comportamientos que la facilitan, incluso de compromisos.
La americanización, incontestable en determinados aspectos, del siglo XXI, se efectúa en un contexto de globalización, fruto de decisiones políticas nacionales, regionales o internacionales, cuyo ritmo se encuentra favorecido por el éxito y el aumento de procedimientos que facilitan los intercambios entre los diferentes territorios del planeta, es decir, la internacionalización. En consecuencia, las firmas empresariales no tienen otra opción más que mundializar su estrategia considerando la evolución del contexto político y geográfico.
Estas considerables evoluciones no deben ocultar dos elementos fundamentales relativos al papel de los Estados Unidos en los territorios afectados en los que se constata la existencia afortunada de herencias que, al menos, mantienen especificidades e identidades nacionales y locales.
Ciertamente, con el aumento de la sociedad de la información, y las crecientes necesidades de la actividad económica, el papel de los Estados nacionales evoluciona y debe evolucionar, mientras que los conjuntos regionales en constitución, reagrupando a varios países, deberían tener en cuenta la nueva situación. Estos Estados y las organizaciones regionales continúan siendo necesarios porque las poblaciones y las empresas necesitan poderes públicos que velen por el respeto de las reglas, sin instaurar, sin embargo, reglas rígidas inadaptadas a un mundo en constante evolución.
Por otra parte, con no se puede deslocalizar a un territorio, ni a su historia, la globalización y la internacionalización de los mercados no hacen desaparecer, afortunadamente, las diferencias geográficas que imponen a las empresas pensar localmente, incluso cuando ellas no puedan evitar también pensar mundialmente. En definitiva, los comportamientos estratégicos de las empresas deben ser conformes con la “glocalización”, neologismo que permite sintetizar la necesidad, a la vez, de pensar globalmente y actuar localmente. Efectivamente, aun a riesgo de caer en el complejo de Procusto, el mundo necesita tanto de la “ecodiversidad” como de la biodiversidad. Y, por tanto, también de la “cultodiversidad”.
Hoy, la globalización y la internacionalización son procesos ya ampliamente recorridos, y en consecuencia, convertidos en parámetros, políticos para la primera, técnico-geográficos para la segunda. En la medida en que la potencia americana, por su peso geopolítico e industrial, continúa siendo dominante en la evolución de esos procesos, ciertos aspectos de la americanización de Europa son, sin duda, inevitables. Así, corresponde a Europa, tanto hoy como mañana, decidir qué medidas de la globalización son favorables a sus pueblos y decir cuáles de entre ellas son contrarias a su “cultodiversidad”. Porque el futuro de los pueblos de Europa se inscribe en su europeización, es decir, en su capacidad para renovar y promover los valores que han forjado su identidad.
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