El tratado FACE fue firmado en París, en noviembre de 1990, por los veintidós Estados entonces pertenecientes a la OTAN y al Pacto de Varsovia, y entró en vigor en 1992. Es un Tratado entre Estados –no entre Alianzas militares– que limita los despliegues de tanques, artillería, aviación y helicópteros de combate dentro de su área de aplicación, que cubre el territorio de los Estados signatarios comprendido entre el Océano Atlántico y los Urales. El cambio del entorno estratégico y de seguridad provocado por el fin de la guerra fría y la disolución del Pacto de Varsovia hizo necesaria una readaptación del Tratado a la nueva realidad, que se sustanció en un nuevo texto –el tratado FACE Adaptado– acordado en la Cumbre de Estambul en 1999. Sin embargo, esta nueva versión del Tratado nunca ha entrado en vigor, ya que los Estados pertenecientes a la OTAN exigen que previamente los rusos retiren los efectivos militares que mantienen desplegados en las Repúblicas de Georgia y Moldavia, tal y como se comprometieron a hacerlo en la mencionada cumbre de Estambul. El Tratado todavía vigente es, por tanto, el original de 1990.
¿Cuáles son los motivos de Rusia para suspender la aplicación del Tratado? El Kremlim ha alegado una serie de “circunstancias extraordinarias”, circunstancias que – según las autoridades rusas– en la práctica desvirtúan los objetivos originales del Tratado y operan en contra de sus intereses de seguridad. Se trata de las siguientes: el Tratado no recoge la realidad del “cambio de bando” e ingreso en la OTAN de los antiguos aliados de la Unión Soviética –Bulgaria, Hungría, Polonia, Rumanía, Chequia y Eslovaquia–, con lo que Rusia se encuentra ahora “aislada”; los Estados Unidos han anunciado un despliegue de fuerzas convencionales en Bulgaria y Rumanía que viola –según Rusia– los límites establecidos en el Tratado. Finalmente, los rusos denuncian la no ratificación por parte de los Aliados del Tratado FACE-Adaptado, y no aceptan la vinculación establecida por éstos entre dicha ratificación y el cumplimiento de los llamados “compromisos de Estambul”, esto es, la retirada rusa de Georgia y Moldavia.
Hasta aquí las alegaciones formales presentadas por Rusia para justificar su decisión. Pero lo cierto es que, para entender la misma, hay que situarla en el contexto más amplio del juego de poder entre las grandes potencias, marcado por la estrategia de los Estados Unidos de reforzar tanto su dispositivo de seguridad en Europa como su capacidad de liderazgo entre sus antiguos y nuevos aliados en el Este del continente, así como por la voluntad del Kremlin de no verse relegado frente a esta ofensiva, recuperando así toda su capacidad de interlocución como gran potencia tras superar la época de postración de los años Yeltsin.
El proyecto de los Estados Unidos de instalar un escudo antimisiles en Europa (en la práctica, varios interceptores en Polonia y un radar en la República Checa), con el objetivo de prevenir un posible ataque nuclear desde Irán, ha suscitado la oposición frontal de Rusia, que alega que este proyecto supone una alteración del equilibrio estratégico en el viejo continente, a la vez que atenta directamente contra sus intereses de seguridad, siendo susceptible por tanto de desencadenar una nueva carrera de armamentos.
En la misma línea, el ya mencionado proyecto de despliegues militares norteamericanos en Bulgaria y Rumanía inquieta a Rusia, y acentúa la sensación de aislamiento y “cerco” de éste país por los Aliados de la OTAN, que ya se encuentran en sus mismas fronteras, en el caso de los Países Bálticos.
Políticamente, la situación coincide además con la fase final del proceso para resolver el estatuto final de Kosovo, en el que los Estados Unidos están decididos a apoyar la independencia de este territorio y ganar así un nuevo aliado fiel en la zona, en contra de los intereses de Serbia y de su tradicional aliado, Rusia. Y ello en un contexto en el que los Estados Unidos extienden progresivamente su ascendiente entre los países de la zona de influencia tradicional de Rusia, mediante una ofensiva política y diplomática y a través del apoyo brindado a revoluciones y movimientos democratizadores, tal y como fue el caso en Ucrania y en Georgia.
Finalmente, es preciso reconocer que el Tratado FACE actualmente operativo, firmado en 1990, es un tratado de la “guerra fría” y como tal responde a una realidad de división entre bloques actualmente inexistente. Disuelto el pacto de Varsovia, los antiguos aliados de Rusia están ahora en la OTAN, y lo cierto es que el funcionamiento actual del Tratado, si bien beneficioso desde el punto de vista de la seguridad colectiva, ya no responde al “espíritu” con el que fue en su día negociado y firmado.
En pleno proceso de recuperación, y sostenida por los réditos de sus recursos energéticos, la Rusia de Putin ya no es la Rusia de Yeltsin, y así parece decidida a dejarlo bien claro. El anuncio ruso de suspensión de la aplicación del Tratado FACE (una posibilidad, esta de la suspensión, no contemplada en el propio Tratado y que en realidad equivale a una violación del mismo) es entre otras cosas una llamada de atención sobre la exigencia de Rusia de ser tenida en cuenta y ser tratada con un lenguaje diferente.
¿Cuál es la posición de Europa en este escenario? Lo cierto es que los países europeos serían los primeros perjudicados por el posible desmantelamiento de un Tratado que ha sido la base del sistema de seguridad europeo desde el final de la guerra fría. Esta crisis coincide además con un momento de parálisis en el proceso de construcción europea, con el naufragio del proyecto constitucional de la Unión Europea y la indefinición respecto al modelo a seguir, lo que se une a las dificultades para asimilar la última ampliación y a la polémica sobre las futuras ampliaciones, especialmente la referente a Turquía. Una vez más, Europa se muestra incapaz de tener una voz propia, y se ve reducida a teatro de operaciones del juego geopolítico de las grandes potencias. Incapaz de articular un discurso propio entre los Estados Unidos y Rusia, Europa se encuentra además políticamente dividida entre los países de la vieja Unión Europea y los nuevos socios de Europa Central y Oriental, caracterizados por una política seguidista de los Estados Unidos, motivada por su desconfianza ante los vecinos europeos –fundamentalmente Alemania– y su temor frente a Rusia.
Sería exagerado hablar por el momento de un “retorno de la guerra fría”, dado que no existe un escenario de división ideológica entre bloques y que, en realidad, nadie tiene interés, por el momento, en lanzarse a una nueva carrera de armamentos en el teatro europeo. Pero sí puede hablarse de una nueva era de incertidumbre en la que no pocos escenarios hasta ahora impensables se hacen posibles, una nueva era que cierra el período de dulce seguridad en el que los países europeos se han venido meciendo desde el final de la guerra fría y sus ilusiones de “fin de la Historia.”
Durante todos estos años la Unión Europea ha perdido la oportunidad de poner en pie una auténtica política exterior y de defensa común: la insignificancia de la PESC (Política Exterior y de Seguridad Común) y de la PESD (Política Exterior y de Defensa Común) es en este sentido clamorosa. Llega el momento de empezar a pagar las consecuencias. Como señalaba hace años el analista “neocon” norteamericano Robert Kagan “Europa es de Venus”. El problema es que la realidad internacional es de Marte.