Más arriba mencionábamos la presión de la auto-censura. Pero por mucho que dicha presión surja en una sociedad, siempre habrá un contingente joven y rebelde que sienta una traviesa picazón por blasfemar, romper las reglas, decir lo indecible. ¿Por qué? ¡Pues porque es divertido!
Como explica Curtis Yarvin en un correo: “si te pasas 75 años construyendo una pseudo-religión alrededor de algo –un grupo étnico, un santo de cartón-piedra, la castidad sexual o el pastafarismo–, no te sorprendas cuando unos chicos listos de 19 años descubren que insultarla es la cosa más jodidamente divertida del mundo. Porque lo es.
Estos jóvenes rebeldes, un subgrupo dentro de la alt-right, no están atraídos por ella en virtud de una iluminación intelectual, o porque sean instintivamente conservadores. Irónicamente, están atraídos por la alt-right por la misma razón que los jóvenes baby boomers fueron atraídos por la Nueva Izquierda en los sesenta: porque era divertido, transgresor y suponía un desafío a unas normas sociales que simplemente no entendían.
De la misma forma que los chicos de los sesenta escandalizaron a sus padres con promiscuidad, pelo largo y rock’n’roll, los jóvenes de las brigadas meme de la alt-right chocan a las generaciones mayores con indignantes caricaturas, desde el judío “Schlomo Shekelburg” al “Remove Kebab”, una broma en internet acerca del genocidio bosnio. Estas caricaturas están a menudo mezcladas con referencias de la cultura pop de los millennials.
¿Son en realidad unos retrógrados? No más de lo que los devotos del death metal en los ochenta eran satanistas. Para ellos simplemente significa cabrear a sus abuelos. Actualmente, el Abuelo en Jefe es el consultor Republicano Rick Wilson, quien atrajo la atención del grupo en Twitter al atacarlos llamándolos “solterones sin hijos que se masturban con dibujos animados”.
Respondiendo como tales, procedieron a desplegar todas las armas de troleo masivo por las que son conocidas las subculturas anónimas –y en las que son brillantes. Desde escarbar en las partes más vergonzantes de su historia familiar en internet, hasta pedir pizzas a su casa y bombardear su feed con dibujos y propaganda nazi, el equipo meme de la alt-right, de una forma típicamente juvenil pero innegablemente histérica, reveló su verdadera motivación: no se trata del racismo, ni de la restauración de monarquía o de los tradicionales roles de género, sino simplemente de echarse unas risas.
Resulta difícil saberlo con exactitud, pero sospechamos que, al contrario que el núcleo de la alt-right, estos jóvenes renegados no son necesariamente conservadores instintivos. De hecho, su irreverencia, su falta de respeto a las normas sociales, y su disposición a pisotear los sentimientos de otros indican más bien que son libertarios instintivos.
Con toda seguridad, tal es el caso de un alegre contingente de defensores de Trump que se pasa horas creando memes para celebrar al “Emperador de Dios” y atormentar a sus adversarios –como el aliado de Yiannopoulos @PizzaPartyBenn, que ha amasado ya 40.000 seguidores en Twitter con sus estridentes payasadas. Si estuviésemos en los sesenta, probablemente el equipo meme se hubiese contado entre los más provocadores miembros de la Nueva Izquierda: soltando groserías en televisión, burlándose del cristianismo, y alabando las virtudes de las drogas y el amor libre. Resulta difícil imaginarlos leyendo a Evola, meditando en la Basílica de San Pedro, o sentando la cabeza en una unidad familiar tradicional. Pueden sentirse inclinados a simpatizar con estas causas, pero lo hacen principalmente porque cabrea a la gente adecuada.
Quizá la gente joven no haya sido seducida por la alt-right debido a una atracción por esa ideología: quizá hayan sido atraídos simplemente porque es fresca, osada y divertida, mientras que las doctrinas de sus padres y abuelos parece aburrida, excesivamente controladora y seria. Por supuesto, habrá muchos solapamientos: a algunos verdaderos creyentes también les gusta hacer memes.
Si eres un escritor en Buzzfeed o un editor en Commentary leyendo esto y pensando… qué infantil, pues bueno… Simplemente es tu culpa por haber atropellado pomposamente la libertad de expresión, y haber sucumbido a los peores y más autoritarios instintos de la izquierda progresista. Esta nueva explosión de creatividad e iconoclastia es el resultado.
Por supuesto, tal y como sucede en la historia, los padres y los abuelos simplemente no lo pillan, tío. Es una mera cuestión de diferencia generalcional. Los millenials no tienen edad para recordad la IIGM o los horrores del Holocausto. Apenas la tienen para recordar Ruanda o el 11-s. Para ellos el racismo es un monstruo debajo de la cama, una historieta contada por sus padres para asustarles y que sean buenos niños. Pero, como ocurre con Papa Noel, los millenials tienen problemas para creérselo. No lo han visto nunca por ellos mismos –y tampoco creen que los memes que cuelgan sean racistas. De hecho, saben que no lo son –lo hacen porque provoca una reacción. No pasa un mes sin un largo artículo en un nuevo medio de comunicación acerca del rampante sexismo, racismo u homofobia en ciertas páginas. Para quienes postean regularmente en ellas, eso es misión cumplida.
Otra interpretación más apetitosa de estos memes es que son claramente racistas, pero que en realidad hay poca sinceridad en ellos.
Lo divertido es que, al ser Millenials, son verdaderamente muy diversos. Simplemente visite una de esas páginas /pol/ en las que aparece la nacionalidad de quien postea con banderitas al lado del nombre. Verá banderas de Occidente, los Balcanes, Turquía, Oriente Medio, Sudamérica, e incluso a veces África. En esos foros anónimos, todo el mundo se arroja las peores infamias y estereotipos, pero lo hacen como deportistas burlándose entre sí en el bar de la universidad, es obvio que hay poco de odio real en el asunto.
Así fue hasta que aparecieron los “1488ers”.
Los “1488ers”
Cualquier cosa asociada con el racismo y el fanatismo de manera tan próxima como lo está siendo la derecha alternativa, inevitablemente atraerá a verdaderos racistas y fanáticos. Miembros más tranquilos de la derecha alternativa se refieren sombríamente a ellos como los “1488ers”, y a pesar de su discurso de “ningún enemigo a la derecha”, está claro que, por las muchas conversaciones que hemos tenido con alt-righters, la mayoría preferirían que los 1488ers no existieran.
Esa es precisamente la clase de gente que los oponentes de la alt-right desearían constituyese el conjunto del movimiento. Están menos preocupados por el bienestar de su propia tribu que por las fantasías de destruir otras. Los 1488ers probablemente denunciarán este artículo como el producto de un degenerado homosexual y de un mestizo.
¿Por qué “1488”? Se trata de dos conocidas referencias a eslóganes neonazis. El primero son las famosas catorce palabras: “debemos asegurar la existencia de nuestro pueblo y un futuro para nuestros hijos blancos.” La segunda parte del número, 88, es una referencia a la octava letra del alfabeto –la h. Así, “88” se convierte en “HH”, que se convierte a su vez en “Heil Hitler”. Nada muy edificante, la verdad. Pero si se quiere usar a los 1488ers para manchar a toda la alt-right, entonces se debe hacer lo mismo con los asesinos islamistas y el Islam, y con las piradas de la tercera ola del feminismo y la historia y el fin del feminismo en su totalidad –con respecto a los cuales puede no tenerse nada en contra, pero seamos, en cualquier caso, coherentes.
El blogger de la alt-right Paul “RamZPaul” Ramsey los describe como “LARPers” o Live-Action Role Players (jugadores de rol en vivo): una despectiva comparación con los frikis nostálgicos que se disfrazan de guerreros medievales. Paul llega a sugerir que parte de los que forman esta “tóxica mezcla de chiflados y ex-convictos” pueden estar ahí simplemente para desacreditar a los más razonables identitarios blancos.
Todas las ideologías los tienen. Ideólogos sin humor ni vidas más allá de sus cruzadas políticas, que viven para destruir todo lo grande. Los pueden encontrar en Stormfront (Frente de la Tormenta) y otras páginas, no solamente bromeando acerca de la guerra racial, sino planeándola con entusiasmo. Son conocidos como “Stormfags” (Los maricas de la tormenta) por el resto de internautas. Como bien hemos podido comprobar, estos contrastan completamente con el resto de la alt-right, más centrada en construir comunidades y estilos de vida basados en sus valores, que en conspirar violentas revoluciones.
Los 1488ers son el equivalente de los seguidores de Black Lives Matter que llaman a matar policías, o a las feministas que sin ironía alguna quieren matar a todos los hombres (#KillAllMen). Por supuesto, la diferencia estriba en que mientras que los medios pretender que estos últimos no existen, o son acaso una pequeñísima minoría extremista, consideran que los 1488ers constituyen el conjunto de la alt-right.
Aquellos que buscan nazis debajo de la cama pueden quedarse tranquilos porque realmente existen. Pero tampoco son muchos, nadie les tiene ninguna estima, y es completamente improbable que consigan nada significativo dentro de la alt-right.
Lo poco que queda del supremacismo blanco de vieja escuela y del KKK en EE. UU. constituye un pequeño e irrelevante contingente sin tirón en la vida pública y sin apoyos –incluso en aquello que los medios llaman la “extrema-derecha”. (Aunque es cierto que hoy día eso incluye a cualquier votante de los Republicanos.)
El Frankenstein del establishment
No todos los alt-righters estarán de acuerdo con nuestra taxonomía del movimiento. El hacker nacionalista blanco Andrew Auernheimer, más conocido como weev, responde a nuestras indagaciones con la típica voluntad de epatar: “los incansables intentos de vosotros, judíos, de mancharnos a nosotros, los nazis decentes, son vergonzosas.”
Escarbando en las profundidades de la derecha alternativa, pronto resulta evidente que el movimiento es más fácilmente definible ateniéndonos a lo que se opone, que a lo que defiende. Hay una infinidad de desacuerdos entre sus miembros sobre de lo que debe construirse, pero una cierta unidad virtual acerca de lo que debe destruirse.
Durante décadas –desde los sesenta, de hecho–, los medios y el establishment han mantenido un consenso acerca de lo que es aceptable e inaceptable discutir en una sociedad educada. Las políticas de la identidad, cuando se trata de mujeres, población LGBT, negros u otros no-blancos, no-heterosexuales o no-varones, han sido vistas como aceptables –incluso cuando desembocaban en un odio abierto. Cualquier discusión acerca de la identidad blanca, o de los intereses blancos, es considerada una herética ofensa. Se trata de un hecho corroborado por Yarvin ya en 2008:
“El orgullo étnico es una cosa. La hostilidad es otra. Pero, como los progresistas repiten a menudo, ambos suelen venir asociados. Me resulta bastante claro que, si un antropólogo alienígena visitara la Tierra y recogiera todas las expresiones de hostilidad hacia subpoblaciones humanas en la cultura occidental de hoy, la aplastante mayoría de ellas sería anti-Europea. El anti-europeísmo es comúnmente enseñado en escuelas y universidades en la actualidad. A su opuesto, en cambio, no le pasa en absoluto lo mismo. Así pues, aquí está mi desafío a progresistas, multiculturalistas y demás: si vuestro antirracismo es lo que dice ser, si de verdad no es más que un Voltaire 3.0, entonces: ¿por qué no parecen molestaros lo más mínimo el etnocentrismo no europeo o la hostilidad antieuropea? ¿No será que quizá os gustan un poquito?”
El consenso actual ofrece, como mucho, una leve condena a la política identitaria de la izquierda, y tolerancia cero hacia la política identitaria de la derecha. Incluso nosotros –un gay de origen judío y un medio pakistaní– nos enfrentamos a grandes problemas por escribir sobre el tema. Aunque no nos identificamos con la alt-right, hasta escribir un artículo sobre ella supone brincar por entre un campo minado. La presión de la auto-censura debe de ser apabullante para hombres blancos y heterosexuales –lo cual explica por qué gran parte de la alt-right opera anónimamente.
Aunque movimientos como la tercera ola del feminismo y Black Live Matter a menudo suscitan críticas de conservadores y libertarios, la defensa de dichas causas no es una ofensa que acabe con la carrera de nadie. Más bien al contrario. Es posibles construir carreras exitosas y lucrativas subiéndose a las espaldas de estos movimientos. Solo echen un vistazo a Al Sharpton, Anita Sarkeesian y Deray Mckesson.
En los últimos cinco años, la identidad política de izquierdas ha experimentado un renacimiento, al tiempo que la crisis de los hombres blancos en Occidente –especialmente de jóvenes hombres blancos– se ha hecho patente. Mientras el feminismo entraba en su “cuarta hola”, obsesionado con chorradas como el troleo en internet o las camisetas sexistas, las tasas de suicidios masculinos alcanzaban niveles críticos.
Mientras los abogados de las minorías en los campus universitarios han montado la de Dios es Cristo con los disfraces ofensivos de Halloween y han pedido espacios protegidos en los que pudieran ser aislados de los diferentes puntos de vista, los hombres blancos de clase trabajadora han sido el grupo que más complicado ha tenido el acceso a la universidad en el Reino Unido. Para los millenials políticamente despiertos, el contraste entre los verdaderamente marginados y aquellos que simplemente claman su estatus de víctima es escandaloso.
El establishment tiene gran parte de culpa. Si hubiesen sido serios defendiendo el humanismo, el liberalismo y el universalismo, se podría haber frenado el surgimiento de una derecha alternativa. Todo lo que tenían que hacer es defender la humanidad común ante la política identitaria de negros y feministas, defender la libertad de expresión ante la barra libre de censura de la izquierda retrógrada, y defender los valores universales ante el relativismo moral de la izquierda.
En su lugar, miraron hacia otro lado ante el crecimiento de los movimientos tribales e identitarios de izquierdas, mientras que suprimían sin piedad cualquier traza de ellos en la derecha. Fue esa doble vara de medir, más que ninguna otra cosa, lo que dio alas a la derecha alternativa, y lo que también produjo, al menos en parte, el éxito de Donald Trump.
Mientras que la alt-right es demasiado sofisticada para ser confundida con una reacción estúpida y mecánica, la oposición al consenso existente es el pegamento que la mantiene unida. Algunos disfrutan violando las normas sociales solo para causar revuelo, mientras que otros adoptan una actitud más intelectual. Todos se enfrentan, no obstante, a las piedades e hipocresías del consenso actual –de ambos, de derecha e izquierda– de alguna u otra forma.
En eso, la alt-right tiene mucho en común con el movimiento cultural libertario del que hablamos más arriba. Y, de hecho, existe mucha gente que se identificaría con ambas etiquetas.
La máscara del racismo
Para la gente joven y despolitizada, el debate en la esfera pública hoy resulta un vodevil. La izquierda retrógrada insiste machaconamente en que defiende la igualdad y la justicia racial, al tiempo que elogia actos de violencia racial y fuerza a la gente blanca a sentarse al final del autobús (o más exactamente, al final del campus). Defiende unas posiciones feministas absurdas sin conexión alguna con la realidad, y ridiculiza y menosprecia a la gente en función de su color de piel, orientación sexual y género.
Mientras tanto, la alt-right, que va soltando abiertamente chistes sobre el Holocausto, que –aunque de una manera casi enteramente satírica– muestra su horror ante el mestizaje racial, que denuncia la “degeneración” de homosexuales… invita a judíos homosexuales y a mestizos, reporteros de Breitbart, a sus saraos más secretos. ¿Y qué? Si has llegado hasta este punto del artículo, ya sabrás parte de la respuesta. Para la brigada meme, la cosa va de divertirse. No tienen un problema real con el mestizaje racial, la homosexualidad, o incluso con las sociedad diversas: simplemente es gracioso observar el caos y la indignación que estalla cuando esos tabúes seculares son abiertamente ridiculizados. Estos jóvenes revoltosos entienden instintivamente quiénes son los autoritarios, y cómo burlarse de ellos.
A los intelectuales les mueve una excitación parecida: después de haber sido dados por supuestos durante siglos, se encargan de desmontar algunos de los dogmas muertos de la Ilustración. Los 1488ers simplemente odian a todo el mundo, pero, afortunadamente, están por lo general muy solos.
Sin embargo, los miembros realmente interesantes de la alt-right, y los más numerosos, son los conservadores naturales. Quizá estos sí estén inclinados psicológicamente a inquietarse por las amenazas a la cultura occidental que supone la inmigración masiva, o por las relaciones no heterosexuales. Pero, al contrario que los 1488ers, la presencia de tales cosas no les lleva a experimentar ataques de rabia. Quieren construir sus comunidades homogéneas, por supuesto –pero no quieren hacer ningún pogromo por el camino. De hecho, prefieren las soluciones no violentas.
También son conscientes de que hay millones de personas que no comparten sus inclinaciones. Tal es el caso de los liberales instintivos, la segunda mitad del mapa psicológico de la política occidental de Haidt, a saber: la gente que está cómoda con la diversidad, la promiscuidad, la homosexualidad, y todos los demás rasgos del consenso cultural.
Los conservadores naturales saben que una batalla de suma cero con este grupo terminaría en un callejón sin salida o en una derrota. Su objetivo es un nuevo consenso en el que los liberales transijan, o al menos permitan a las partes más conservadoras de sus países rechazar el status quo en lo relativo a raza, inmigración o género. Otros, especialmente los neorreaccionarios, buscan simplemente la salida: una separación pacífica de las culturas liberales.
¿Debería la tribu liberal (y no lo neguemos más –se trata, hoy día, del establishment de demócratas y republicanos) negociar con ellos? El riesgo es que, en caso contrario, los 1488ers empiecen a persuadir a la gente de que su solución a los problemas de los conservadores naturales es la única viable. El grueso de sus demandas, después de todo, no son tan atrevidas: quieren sus propias comunidades, pobladas por su propia gente, y gobernadas por sus propios valores. En una palabra, quieren lo que toda la gente que ha luchado por la auto-determinación a lo largo de la historia, y lo que los progresistas siempre dicen que deberíamos tener –a no ser que seamos blancos. Esta hipocresía es lo que ha llevado a tantos votantes de Trump –grupos que en muchos casos no habían votado desde los setenta u ochenta– a salir de debajo de las piedras y plantarse a favor de sus valores y de su cultura.
El establishment tiene que leer a Haidt y darse cuenta de que ese grupo no va a desaparecer. No habrá ningún “progreso” que borre las afinidades naturales de los conservadores. No podemos seguir pretendiendo que las divisiones acerca del libre comercio y las pequeñeces de la reforma de la seguridad social representen realmente ambos lados del espectro político de América. La alt-right está aquí, y está aquí para quedarse.
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