París era una fiesta

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Primero fue una “I”, la del irlandés Cowen, seguido de la “P” del portugués Sócrates en un otoño raro como una falsa primavera. Ahora, en el que toca, se caen los otros tres haciendo piruetas en el aire como las hojas secas que no se pudrirán de lluvia por los suelos, al contrario de lo que decía Hemingway de las de los árboles de la plaza Contrescarpe. Papandreu, la “G” de Grecia, el penúltimo de la dinastía, se ha mecido con temeridad para soltarse de la rama antes de que se lo lleve el Gregos y después de sobrevivir a metelmis y sirocos. La otra “I” se la lleva el italiano Berlusconi, que  se despide sobrepasado y empapelado de circo y de putas, con la cara y el pelo nuevos y la sonrisa intacta; el mismo plan en el que está Rodríguez, dueño de la “S” de Spain, hoja que dicen se caerá en León, muy lejos de los madriles donde creció feliz durante siete primaveras que pesarán dicen también que otras siete.
 
Les dan o se dan el bote, que en realidad es como ponerles a navegar por el Mediterráneo, los presidentes PIGS, ese grupito, pesado, eso sí, como cinco países, que arrastra a los fondos marinos, agitados como en El Hierro, a una Europa en plan Titanic, partida por la mitad y sin botes para todos. Es el regalo de despedida de los salientes a los propietarios y nuevos arrendatarios, como si fueran enemigos ancestrales y no compatriotas, dejando los pisos no para entrar a vivir sino a morir, o al menos a asustarse como la pareja del KH7 que regresa a casa y se la encuentra llena de cerdos que se revuelcan como en su cochiquera. Y es curioso que nadie les va a retener ni siquiera una fianza, cuando incluso lo suyo sería enviarles de vuelta a la granja, como a Siberia, de donde más de uno salió ciego para vivir esta fiesta que se acaba. Al contrario que París.

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