La Cina è vicina

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Así se llamaba la película que el cineasta Marco Bellocchio rodó en 1967. Corrían los años de la revolución cultural y los galopines del Celeste Imperio, que del azul había virado al rojo, esgrimían en Tienmamen, como si fuese una cachiporra, el libro de preceptos sinsorgos escrito por el sátrapa. La guerra de Vietnam llegaba a su clímax tras la ofensiva desencadenada por el Vietcong durante los festejos del Tet. Pol Pot preparaba la reedición del Holocausto en Camboya. Los niñatos del mayo francés vareaban los colchones, en los que tanto follarían, de la segunda Revolución Francesa...

China, efectivamente, andaba cerca de todo eso, y lo está ahora, de nosotros y del resto del mundo, más que nunca. El título de la película era premonitorio, pero lo que su realizador no podía imaginar es que el país de sus amores, en el que tanta confianza habían depositado los tontos útiles de la época (renacidos hoy con tuta bianca, kufiya, capucha y puño americanoen el humus del bosque de Sherwood de la antiglobalización), volvería a virar de color pasando de la monocromía marxista a la policromía capitalista. Business is business y el dinero non olet. El fin del mundo occidental está servido, como anunciara Spengler, pero los parámetros del Nuevo Imperio reproducen, paradójicamente, los de Roma y Wall Street, trasplantados a otro humus: la doctrina de Confucio. De ella hablaré más adelante.
Sea como fuere, termina un ciclo, y lo hace en circunstancias parecidas a las que rodearon la extinción de los anteriores. Antiguo es el corazón del futuro. Nihil novum sub sole.
Caía sin prisa y sin pausa Roma mientras los progres del Imperio exigían en nombre de los derechos humanos –el ius gentium– que se aplicara el ius civilis a los extranjeros. Las ONG no son de ahora. Siempre hubo entreguismo en el seno del cristianismo, que ya entonces se avizoraba. Gajes del sentimiento de culpa en el que esa religión hunde sus raíces. La Europa de hoy y el exceso de corrección política  imperante en ella son un continuo y patético pésame, Señor.
Los sin papeles de las pateras magrebíes encontraban acomodo en lo que aún no era el Ándalus mientras el conde ceutí don Julián pasaba al rey Rodrigo la factura de la desfloración de su hija Florinda. Cherchez, siempre, la femme. Más tiran tetas y braguetas que puñetas. Tariq y Muza eran, con trece siglos de adelanto, agentes  de Al Qaeda y hashishin al servicio de Ben Laden. Lo del 711 fue un 11-S que derribó los campanarios de Toledo y levantó en sus cimientos minaretes.
Los teólogos de Bizancio se hacían pajas mentales fantaseando con la libido de los serafines y las querubinas mientras los otomanos trepaban por los muros de una metrópoli que estaba a punto de cambiar de nombre y daban cuerda al reloj de una Edad que duraría hasta la masacre de 1789.
María Antonieta, afligida por la fimosis de su marido, bailaba en Versalles el minué del adulterio y proponía al cocu magnifique que distribuyera bocaditos de Lyon en las favelas de París mientras los descamisados de Evita Saint-Just y Juan Domingo Robespierre afilaban sin culotes la segur de la guillotina y los representantes del Tercer Estado ensayaban bajo las augustas narices del sucesor de Carlomagno la trompetería de las vuvuzelas del Terror en el foso de la cancha del Juego de Pelota.
Chamberlain tomaba el té de las five o’clock con el meñique levantado en las pastelerías de la City mientras la Wehrmacht percutía sus tambores de guerra en el castillo de las SS y Hitler se vengaba de los agravios recibidos en Viena limpiándose las uñas de gavilán con la lanza de Longinos que sus tropas requisaron y se llevaron a Nüremberg. Allí estaba el portal de Belén del nazismo. Seguía el suma y sigue del Grial.
Obama, vestido con traje de camarero y corbatín de Chencho Arias, y su señora, disfrazada de sobrina del Tío Tom para cantar góspel en una iglesia de Harlem, se fotografían hoy, sonrientes e hipócritas, junto al padrino Corleone de la tercera generación de los herederos de Mao mientras un poderoso banco de astutos ojos rasgados abre sus ventanillas de todo a cien en el centro de Madrid y el chinito de la tienda de la esquina vende calimocho caducado a los haraganes del botellón.
Así ha sido siempre, repetían a Sinuhé entre regüeldos de alcohol de quemar los borrachuzos que trasegaban lingotazos de colas de cocodrilo (el cubata de la época) en las tabernas de Tebas, y siempre será así. Asunto zanjado. ¿Cómo va a cambiar la sociedad si nunca cambia el hombre?
Los poderosos duermen su siesta áulica, encebollados por la pesada digestión de los síndromes de la Moncloa, el Elíseo, Downing Street y la Casa Blanca, mientras las pezuñas del corcel de Atila zapatean al pie de su triclinio y tararean, trenzándose con los ronquidos, el gorigori heavy del Vae Victis! y, en son de burla, la lamentela lloricona del ¡Ay de mi Alhama!
Parejos corren, en el ínterin, el amodorrado dolce far niente de los políticos occidentales y la formidable ceguera de quienes tienen el deber de pensar lo que dicen y de decir lo que piensan.
De ninguno de los primeros cabe ya esperar nada. Están todos a punto de caer en el círculo del limbo reservado a quienes, por haber vivido en él y no ser ni chicha ni limoná, no merecen otra cosa que el desdén ni más futuro que el olvido.
En cuanto a los segundos… ¡Caramba! Eso es más grave, porque sin maîtres à penser –¡filósofos, coño!– los ciudadanos se volverán súbditos con orejas de jumento. Fue la paideia (lo contrario de la LOGSE, la LOE y la tele) lo que elevó el siglo de Pericles a la cota más alta  de la historia.
¿Cómo entender que nadie, aquí, se dé cuenta de que la Cina está ya tan vicina que pronto la tendremos hasta en la sopa de ajo, que lo será de wonton? Yo, quizá no, pero mis hijos verán a un pequinés en la Casa Blanca, a un mandarín en el rectorado de Harvard y a un espadón con alzacuellos de Mao en el Pentágono. Mr. Pesc desayunará arroz y utilizará palillos. Al tiempo.
¿Cómo entender que todos, aquí, intelectuales o gentes del común que sean, hagan suyo el discurso inane de los políticos de Bruselas y aseguren que el coloso chino tiene los pies de barro y que sus días están contados, porque la presión del pueblo los obligará a democratizarse, a respetar los derechos humanos, a suavizar las condiciones laborales, a reducir los beneficios de las empresas y a pasar bajo las horcas de todos los trágalas del estado de bienestar?
Si yo fuese ministro de Investigación y Desarrollo repartiría becas entre los egregios representantes de la intelectualidad europea para que pasaran unos meses en cualquier país (no sólo China) del Sudeste asiático y comprobasen con sus ojos  marisabidillos lo que allí sucede. Fue Blas de Otero, un comunista cristiano, un Marco Bellocchio, un buen poeta, un tonto útil, quien escribió aquello, tan facilón, de que iba a China (la de Mao) para orientarse un poco. ¡Qué vista la suya!
Así, quizá, se enterarán nuestros mudos, sordos y cegatos maîtres à penser de que la suerte está echada, de que el César del Nuevo Imperio ya ha cruzado el Yang Tse Kiang y el Huang Ho, y de que sus legiones panzer avanzan hacia todos y cada uno de los objetivos señalados con banderitas han en la rosa de los vientos. Las cuentas tornan. Al fin sabemos por qué fue en China donde se inventó la brújula, en el 2634 antes de Cristo, según la leyenda, y la pólvora, en el siglo I, para dar pábulo al pábilo de los fuegos artificiales.
¿Casualidad? ¡Venga, hombre! Eso, en lo que concierne a la Larga Marcha de la historia, no existe. Los polvos siempre traen lodos y no hay haba que no esté contada. Pequín tiene ahora satélites artificiales, no sólo fuegos, y un polvorín nuclear en cuyas colosales dimensiones no repararemos hasta que santa Bárbara truene.
Desengáñense, amigos. China no se democratizará nunca, porque, de igual modo que nuestro ADN es cristiano, el de ellos es confuciano. Esas constantes condicionan por los siglos de los siglos la marcha de las naciones. Cuando el gran jefe Hu Jintau invita a sus súbditos a “servir al pueblo” para crear una “sociedad armónica” –tales son los dos conceptos vertebradores de su Régimen– no añade nada a lo que Confucio dejó sentado hace veinticinco siglos.
Apéense, pues, de ese burro. No hay descontento en China, por más que los medios de información se empeñen en elevar las anécdotas a categorías convirtiendo el ronroneo de cuatro gatos vanidosos en clamor social y en atribuir el estatus de héroe al oscuro don nadie que este año, sin hacer nada por merecerlo, ha recibido (es un decir) el premio Nobel de la Paz.
Cierto, hay excepciones, ¡cómo no va a haberlas en semejante gentío!, pero los chinos de a pie están encantados con una clase política que les permitirá, o eso creen, ganar dinero, jugárselo, fundar una empresa, abrir una tienda, montar un negocio, tener concubinas, humillar a Japón, comprar un buen coche, comer a lo bestia, ir de Pequín a Bangkok por una autopista de veinte carriles, visitar las ruinas de Angkor, hollar la gravilla de los templos de Kioto y escupir donde les venga en gana.
¿Caricaturizo? Sí. ¿Exagero? También, pero no mucho. Lo descrito es, grosso modo, el sueño de todo chino, y de lo demás –democracia, derechos humanos, lectura, arte, solidaridad, ética– no se les da una higa. Hu Jintau, a sus ojos, es Kung Fu: un páter familias que gobierna, con pulso firme, la casa y permite, con benevolencia, que los hijos se dediquen a lo que les gusta sin implicarse en los enojosos asuntos de la república.
Autoritarismo político y libertad económica: ése es el happy world que se avecina. Leamos a Spengler.¿Decadencia de Occidente? Ya no. Rigor mortis. Rien ne va plus. Descansemos en paz.

© El Mundo

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