Este lunes se cumplen 68 años del ataque japonés

El impacto de Pearl Harbor (I)

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El bombardeo de Pearl Harbor marca la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Hasta entonces, este país había ayudado a Gran Bretaña, incluso violando las leyes de la neutralidad, pues sus barcos de guerra escoltaban convoyes de mercantes británicos. Los japoneses obtuvieron una victoria el 7 de diciembre de 1941, pero también empezaron andar el camino que les llevaría a ellos y a sus aliados del Eje a la derrota. Ofrecemos hoy la primera parte de un interesante trabajo del historiador Fernando Paz sobre las consecuencias de la participación de Estados Unidos en la guerra.

 
En la Wolfschanze, en Rastenburg, Adolf Hitler estaba de un humor lúgubre. Hacía tres días que una inmensa marea humana de ochenta y ocho divisiones, surgida de las oscuras profundidades invernales de Rusia, se había lanzado contra la vanguardia de sus tropas en las afueras de Moscú. Aún presentando dura batalla, los ateridos soldados de la Wehrmacht retrocedían, arrollados por las tropas de refresco que Stalin había ordenado que fueran transportadas a toda prisa desde sus guarniciones en el extremo oriente, donde hasta entonces habían permanecido acuarteladas en previsión de un ataque japonés.
 
Stalin venía siendo informado desde hacía tiempo de que Tokio no estaba pensando en atacar su costa oriental, sino más bien en emprender una fulgurante aventura en la zona del Pacífico. Para Japón, dado el estado de su economía, no era una posibilidad real la de lanzarse contra un poderoso adversario terrestre como, pese a todo, era la Unión Soviética. Así que consideraba que su “destino manifiesto” había que ir a buscarlo a latitudes más tropicales.
  
De modo que aquel 7 de diciembre una poderosa flota nipona se deslizaba inadvertida por el Pacífico central en dirección a las islas Hawai. Su objetivo era el de caer sobre los desprevenidos estadounidenses y hundir su flota para dejarlos inermes frente a las fuerzas armadas imperiales. Una vez conseguida la eliminación de los Estados Unidos como potencia operativa en la zona, todo el Asia oriental y el Pacífico quedaría a los pies del tenno.  
  
El día anterior, 6 de diciembre de 1941, en su oficina del Departamento Criptográfico de la Marina en Washington, la señora Edgers tradujo un mensaje diplomático secreto enviado desde Tokio a Honolulu que indicaba al cónsul nipón en Hawai la obligación de notificar cualquier movimiento de buques de guerra norteamericanos que tuviera lugar en Pearl Harbor. Alarmada, miss Edgers echó mano de otros mensajes que se amontonaban en su mesa, también procedentes de Tokio, y comprobó con verdadero espanto que todos eran del mismo tenor. Sin embargo, su jefe, el capitán de corbeta Alvin Kramer, lejos de intranquilizarse, le había dado largas, dado que era sábado, emplazándola para revisar los mensajes secretos el lunes 8.
 
Al amanecer del día siguiente, domingo 7 de diciembre de 1941, 366 aviones de distinto tipo procedentes de los portaviones japoneses se lanzaron sobre la flota anclada en Pearl Harbor: cuatro acorazados norteamericanos habían sido hundidos y otros quince buques habían sido dañados parcial o totalmente, más unos 188 aviones y unos 2.500 hombres entre militares y civiles. Los atacantes apenas habían sufrido la pérdida de veintinueve de sus unidades, más cinco submarinos enanos de la marina. En todo el Pacífico, sólo había dos acorazados estadounidenses habilitados para hacer frente a Japón. Eso sí, los norteamericanos no lamentarían la pérdida de un solo portaviones, y eso fue decisivo para que pudieran continuar la guerra en vez de pedir negociaciones de paz.
 
Además, Japón no se había limitado a atacar las islas Hawai, sino que se había prodigado por otras zonas como Wake, Midway y Guam, a las que había infligido graves pérdidas. También había bombardeado Singapur y Hong Kong. Y sus fuerzas navales se dirigían a Malasia. Bombardearon Filipinas y tomaron las guarniciones norteamericanas en China (Shangai y Tianjin). En las horas inmediatamente posteriores ocuparían Tailandia y las islas Gilbert.  
 
La alegría de Hitler
 
 Aquella noche, en Prusia oriental, Hitler y sus acompañantes (las secretarias, el médico personal, un ayudante de Bormann y Hewel) se dirigieron al bunker para charlar tras despachar la frugal cena, como cada madrugada. Frisando la medianoche, un funcionario de prensa, Heinz Lorenz, irrumpió en el salón con la noticia de que una emisora estadounidense había anunciado el ataque japonés. Característicamente, Hitler se palmeó alegre los muslos y confesó a Hewel, triunfante: “Ahora tenemos un aliado que no ha sido derrotado en tres mil años…”.
  
Ardiendo en deseos de devolver a Roosevelt las afrentas recibidas en el último año, Hitler declararía la guerra a los Estados Unidos cuatro días después. Pero, desdiciendo el entusiasmo que había manifestado aquella noche del 7 de diciembre, el locuaz Hitler guardó silencio cuando su ministro de exteriores, Ribbentrop, le advirtió no sin cierta diplomacia: “Tenemos un año; (…) si (...) el potencial de municiones norteamericano se aúna al potencial humano ruso, la guerra entrará en una fase que sólo nos permitirá ganarla con grandes dificultades”.

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