La celebración de los Juegos Olímpicos en Pekín ha servido, según algunos, para demostrar al mundo el camino recorrido por China desde los inicios de la reforma de Deng Xiaoping, hace exactamente treinta años, y su homologación con respecto a los países que lideran el mundo. Sin embargo, la crisis financiera mundial que se ha desatado en este año olímpico, con epicentro en los Estados Unidos, quizás pueda cambiar la percepción que en el futuro se tenga de la celebración de estos juegos: muy probablemente serán vistos, en realidad, como la presentación de la candidatura china al liderazgo del mundo globalizado.
PEKIN. 15 de octubre
La celebración de los Juegos Olímpicos en Pekín ha servido, según algunos, para demostrar al mundo el camino recorrido por China desde los inicios de la reforma de Deng Xiaoping, hace exactamente treinta años, y su homologación con respecto a los países que lideran el mundo. Sin embargo, la crisis financiera mundial que se ha desatado en este año olímpico, con epicentro en los Estados Unidos, quizás pueda cambiar la percepción que en el futuro se tenga de la celebración de estos juegos: muy probablemente serán vistos, en realidad, como la presentación de la candidatura china al liderazgo del mundo globalizado.
La crisis ha hecho evidente que el centro de las fuerzas económicas mundiales está gravitando ya en torno a Asia Oriental. En estos momentos, India, Brasil, los países del Sudeste Asiático, pero sobre todo el Antiguo Imperio del Centro –China– son los que mantienen a flote la economía mundial, y están impidiendo, de momento, que la terrible crisis financiera se convierta en una nueva Gran Depresión de consecuencias imprevisibles. China surge de la llama olímpica como un silencioso poder estabilizador que se erige en garantía de la supervivencia del sistema, aunque no sin contrapartidas para los países del primer mundo, haciéndose evidente la ya imparable decadencia de Occidente
China posee, en uno de sus fondos soberanos, 400.000 millones de dólares en deuda pública estadounidense. El FMI calculaba en 2006 que China financiaba el 44% del déficit de los países industriales, previendo que, para 2013, el superávit chino sobrepase el déficit total de estos países. En este contexto, en el que la credibilidad de los Estados Unidos como garante y proveedor de los ahorros del resto del mundo ha sido gravísimamente dañada, la tabla de salvación parece encontrarse al otro lado del Pacífico. China, como señalaba la semana pasada su primer ministro Wen Jiabao en una entrevista concedida a la prestigiosa revista Newsweek, quiere ser una garantía de estabilidad y está dispuesta a sacrificarlo todo a esta baza, que no es sólo la base de su impresionante crecimiento económico, sino de un sistema de pensamiento con tres mil años de antigüedad.
Dudas y problemas
Con las llaves de la economía mundial en manos de los mandarines rojos de Pekín, se acrecientan las dudas, planteadas antes y durante los Juegos Olímpicos, acerca de los problemas que aún tiene que afrontar el país, y si éstos serán solventados con suficiente eficacia para no afectar a la vaca sagrada de la estabilidad. En este sentido, parte del crédito ganado durante las Olimpiadas ha sido casi tirado por la borda con el escándalo de la leche para bebés contaminada con melamina, y que se ha extendido a otros productos, como el chocolate, algunas marcas de galletas, al tiempo que la sombra de la duda pesa sobre todos los derivados lácteos. No obstante, el escándalo de la leche no ha impedido que la economía china siga creciendo a un ritmo inaudito. Mientras tanto, el Comité Central del Partido Comunista Chino, reunido desde el pasado día 9, se propone tomar medidas de gran calado junto a otras de carácter más coyuntural, como una previsible rebaja de los tipos de interés, para hacer frente a los apuros financieros mundiales.
La decisión más importante que tomará el Comité Central será una nueva reforma agraria que sustituya gradualmente el sistema implantado por Deng Xiaoping en 1978. Se permitirá a los campesinos la libre venta, alquiler o hipoteca de los derechos de uso de la tierra, cuya propiedad es de las colectividades rurales. Esto permitirá una mayor libertad de movimiento de la población rural, que acelerará más, si cabe, la emigración a las ciudades. También favorecerá la creación de grandes propiedades modernas en el campo. Sin embargo, los críticos con esta medida aseguran que mientras no se reforme el registro de residencia (hukou), los problemas de chabolismo y pobreza en las ciudades se agudizarán, al no poder los nuevos inmigrantes acceder a los derechos a sanidad, educación y vivienda. El objetivo del gobierno es disminuir las enormes diferencias económicas entre el campo y la ciudad, reducir el número de pobres (en torno a los 300 millones) y estimular el mercado interno, con objeto de no depender tanto de las exportaciones en un clima económico mundial que no invita precisamente al optimismo. Esta medida es también importante a la hora de reducir la tensión política puertas adentro, pues las mencionadas diferencias económicas y la corrupción descontrolada –crecida al calor del rápido enriquecimiento– generaban la mayor parte de la animadversión contra el liderazgo del Partido Comunista.
La apertura al exterior iniciada treinta años atrás entreabrió las puertas a la crítica y al deseo de mayor protagonismo político para el pueblo. Hoy ya es imparable la emergencia de una sociedad civil concienciada y ansiosa de libertad política. La China de dos velocidades, la económica y la política, es cada vez más insostenible, y las tradicionales llamadas al patriotismo o a la singularidad cultural por parte de las autoridades del Partido Comunista no parece que puedan parar lo que parece ya inevitable: la futura democratización de China. No obstante, la élite política del país seguirá, hasta donde se lo permita el pueblo, supervisando escrupulosamente una posible transición democrática.
Los próximos e inmediatos años serán decisivos tanto para el mundo como para China, cuyo éxito puede ser el de todos: como ya hemos visto, es cada vez más evidente que, tras la crisis económica, se esconde en realidad un traspaso de poderes. Las sinergias del mundo están trasladando poco a poco los centros del poder hacia las costas de Asia. Si el primer milenio fue del Mediterráneo y el segundo del Atlántico, no parece arriesgado aventurar que el tercero será del Pacífico. Mientras Occidente acumula deudas, Oriente trabaja para crear riqueza y mantener el sistema, aun en momentos tan duros como éste, haciendo alehop en el alambre.
La nueva situación que se vislumbra en el mundo no parece muy halagüeña para los países occidentales, pues aunque Estados Unidos mantenga el poder militar durante todavía bastante tiempo, la situación en Irak y en Afganistán está poniendo en duda la capacidad de los norteamericanos para mantener su posición de policía mundial. La Unión Europea, lastrada por la fragilidad de su edificio político y económico, que se ha hecho patente en esta crisis, no está en condiciones de presentar una alternativa a la supremacía norteamericana, pues son demasiadas las contradicciones que tiene que superar antes de poder aspirar a tal pretensión. Dentro de Europa, España es sin duda una de las peores preparadas para la nueva situación que se avecina. El desconocimiento de Asia Oriental y, peor aún, la despreocupación, producto de la relajación y de la fe inquebrantable en el liderazgo y crecimiento de Occidente, así como el no menos tradicional desdén de los españoles por cuanto ocurre fuera de nuestras fronteras: todo ello nos hace especialmente vulnerables ante el futuro contexto internacional.
Shanghai Pudong, la villa olímpica pekinesa, las torres Petronas de Kuala Lumpur, el aeropuerto Subharnavumi de Bangkok, el merlion de Singapur o los casinos de Macao son sólo unos pocos ejemplos del poderío asiático. Los que aún no lo tengan claro pueden seguir haciendo cábalas (o sudokus), y discutiendo, como los conejos, si son galgos o podencos mientras la realidad viene a comernos.