La historia de Afganistán, contada por Buda

¿Cómo analizaría Buda la caída de Afganistán en manos de los talibanes y su historial de invasiones, colonizaciones y particiones impuestas por Occidente?

Compartir en:

Yo he visto surgir a los talibanes en 1994. Los vi tomar el país en 1996. Los vi ser derrocados en 2001. Los vi luchar durante 20 años. Y ahora veo cómo controlan todo de nuevo. Digo más: vi llegar a esta tierra al primer musulmán hace 14 siglos.

Aunque mi conciencia reside fuera de vuestro mundo, en el Nirvana, aún puedo observar la Tierra a través de los ojos de mis fieles, de mis imágenes y de mis estatuas. Y en Afganistán han existido, durante casi dos milenios, dos grandes estatuas a mí consagradas que los talibanes dinamitaron hace sólo unos pocos años.

Es por ello por lo que mi testimonio, dictado a un miserable columnista, quizás pueda aprovechar a la insaciable curiosidad de los occidentales.

Hoy queréis saberlo todo sobre los afganos, un mes antes sobre los cubanos, un mes antes sobre los birmanos. Un mes después, ya os habéis olvidado de todos ellos. Y en todo ese tiempo, ni os habéis acordado de la aldea de vuestra abuela.

Sí, también a vosotros puedo veros, a través de esas figurillas de un gordo feliz que compráis en los chinos. Ese gordito no soy yo, por cierto, sino mi discípulo Hotei. Yo fui un atlético príncipe guerrero y después un flaco monje mendicante.

Pues bien, tan engañados que estáis con lo del Buda gordo, igualmente lo estáis sobre los talibanes y Afganistán.

Presentáis a los talibanes como unos tradicionalistas religiosos porque partís de la tesis de que toda religión es un extremismo, siempre irracional, siempre peligroso, esperando su momento para radicalizarse y someter a todos. Y sin embargo, ¡cuántas veces he visto a los talibanes actuar contra la religión, desobedeciendo lo que mi amigo Mahoma les dictó!

Dos décadas atrás, a los pies de mi estatua, tirotearon a varios campesinos y los dejaron pudrirse al sol por seis días en lugar de darles la sepultura que manda el islam. Los talibanes no han nacido del amor que nutre la Tradición, no. Han nacido del odio que sembró la Modernidad.

Primero vinieron los británicos, bien los recuerdo. Eran el ruido, el hierro, el carbón, el vapor y la velocidad. Trajeron la propiedad privada, la recogida del algodón y el asentamiento de los nómadas en suburbios. Por obra de su modernización, muchos pueblerinos pudieron ver mundo por primera vez: los llevaron como mano de obra al Caribe y Sudáfrica.

Cuando los británicos abandonaron por fin la zona, dejaron tras de sí el mapa fracturado de una región que mauryas y mogules habían unido: la línea Durand, la India, Pakistán, Bangladesh. Y entre el descontento general, creció una rama islámica nueva, radicalizada: los deobandi, abuelos de los talibanes. Este fue el primer paso.

Después de los británicos vinieron los comunistas. ¡Qué magníficas ideas (no muy lejanas a las mías), pero qué pésima ejecución! Su modernización confiscó la tierra a los pastores y atacó sus costumbres familiares y locales.

Los soviéticos trajeron todo tipo de nuevas tecnologías. Sembraron los campos de minas antipersona y los vientos de armas químicas. La mujer llegó más alto que nunca: eran secuestradas y violadas en helicóptero. Las elites tradicionales fueron exterminadas. Se ejecutó a miles de jefes locales, clérigos, sabios, ancianos, consejeros jirga y maestros sufíes.

Como consecuencia, el país quedó en manos de los peores. De los señores de la guerra y de la droga. Entre ellos aparecieron los talibanes. Este fue el segundo paso.

Por último, vinieron los estadounidenses, que trajeron el rap y las ONG como estandartes de la Modernidad. Los yanquis querían vengarse de unos terroristas saudíes con formación pakistaní, así que bombardearon a los afganos.

La modernización yanqui era un plan sin fisuras: traer democracia liberal a un país tribal, vender cientos de Black Hawk a una sociedad sin pilotos ni mecánicos, e invertir en sectores estratégicos ubicados en el bolsillo del presidente Ghani.

También nos trajeron el libre mercadoO lo que es lo mismo: volvió a circular el opio que los talibanes habían prohibido. Tal era el caos que muchos afganos preferían cualquier orden, aunque fuese el orden talibán. Este fue el tercer paso.

¿Veis ahora cómo los talibanes son hijos de las modernizaciones occidentalizadoras más que de la tradición islámica?

En cuanto los yanquis se han ido, el país ha tardado diez días en pasarse al talibán. ¡La cuarta parte de lo que yo tardé en alcanzar la iluminación bajo el árbol Bodhi! La OTAN formó a 300.000 militares afganos (henchidos de cachivaches, armas y cursos de formación) y en un día se han rendido todos.

Ahora, Occidente no entiende qué ha ocurrido. “¿Cómo han podido unos patéticos pastores pashtún ganar un país?” os preguntáis. Olvidáis vuestra propia historia. Olvidáis que una señal de Júpiter llevó a los pastores del Lacio a crear el vasto Imperio romano.

Vuestros mejores servicios de inteligencia, que no han previsto el éxito talibán, siguen encargando informe tras informe para averiguar qué técnicas, qué herramientas y qué logística lo han hecho posible. ¡La verdadera respuesta es la única que no buscáis!

El arma secreta de los talibanes es... tener una fe. Una fe bárbara, una fe herida, una fe deformada, sí. Pero ya es más de lo que tenéis vosotros. No os entra en la cabeza porque vosotros sois los talibanes de Occidente. De la tecnología, del racionalismo, del liberalismo y del progresismo. Pero la fe ganará, tarde o temprano, todas las batallas. Ganará, porque sólo ella permite despreciar la comodidad y abrazar el martirio. 

El arma secreta de los talibanes es... tener una fe

¿No habéis visto a mis monjes biku? ¿Cómo se prenden fuego y, en la posición del loto, arden inmóviles? Se saben polvo que vuelve al polvo. Su único anhelo es que un joven pase por allí, hunda la punta de los dedos en la ceniza y se pinte con ella una cruz en la frente para iniciar el camino que también le lleve al fuego a él. Viven y mueren sin un gemido.

Ahora, Occidente no entiende qué ha ocurrido. “¿Cómo han podido unos patéticos pastores pashtún ganar un país?” os preguntáis. Olvidáis vuestra propia historia. Olvidáis que una señal de Júpiter llevó a los pastores del Lacio a crear el vasto Imperio romano.

Vuestros mejores servicios de inteligencia, que no han previsto el éxito talibán, siguen encargando informe tras informe para averiguar qué técnicas, qué herramientas y qué logística lo han hecho posible. ¡La verdadera respuesta es la única que no buscáis!

El arma secreta de los talibanes es... tener una fe. Una fe bárbara, una fe herida, una fe deformada, sí. Pero ya es más de lo que tenéis vosotros. De la tecnología, del racionalismo, del liberalismo y del progresismo. Pero la fe ganará, tarde o temprano, todas las batallas. Ganará, porque sólo ella permite despreciar la comodidad y abrazar el martirio.

¿No habéis visto a mis monjes biku? ¿Cómo se prenden fuego y, en la posición del loto, arden inmóviles? Se saben polvo que vuelve al polvo. Su único anhelo es que un joven pase por allí, hunda la punta de los dedos en la ceniza y se pinte con ella una cruz en la frente para iniciar el camino que también le lleve al fuego a él. Viven y mueren sin un gemido.

© El Español

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

Comentarios

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar