Al hilo del abrazo Pekín-Tokio

Los crímenes de guerra japoneses en China: ¿qué pasó en realidad?

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AgendadeReflexion.com
 
En 1937, tras dos años de constantes escaramuzas, estallaba la guerra total entre China y Japón. El 9 de julio, elementos del ejército japonés de guarnición en la concesión de Tien Tsin estaban de maniobras en las afueras de Pekín, cerca del puente de Marco Polo. Un soldado se apartó para orinar y se perdió. El mando de su compañía pensó que había sido capturado por tropas chinas acuarteladas en las cercanías y pretendió registrar los pabellones. Permiso denegado tajantemente, ante lo cual el oficial de mayor grado ordenó el bombardeo de la unidad china, dando principio a la guerra. Mucho antes de que se iniciara el bombardeo, el soldado “extraviado” se había reintegrado a su unidad. Aquello fue el último capítulo del plan-escalada nipón iniciado en 1931, que situó a Manchuria bajo su yugo según la forma del “Estado-reino” de Manchukuo, al que siguió la invasión a la provincia de Jehol en 1933 y a la de Mongolia interior en 1935. Pekín cayó en manos de los japoneses y al mes siguiente se apoderaron de Shanghai tras duros combates. Avanzando hacia el oeste por el curso del Yangtsé, las tropas de élite niponas pusieron sitio a Nankín. Allí ostentaba el mando personalmente Chiang Kai-shek y el avance se atascó.
 
Un testigo alemán
 
Lo que sucedió a continuación quedaría de algún modo eclipsado por los horrores de la Segunda Guerra Mundial, Hiroshima, Dresde, los campos de concentración y “la solución final”. En una época en que la transmisión de noticias distaba mucho de ser inmediata y no existía la televisión, los detalles de lo sucedido en Nankín tardaron en conocerse en Occidente. Sin embargo, por ironía del destino, el relato más completo de “la violación de Nankín” fue el nacido de la pluma de un alemán, el general Albert von Falkenhausen, un aristócrata prusiano que posteriormente se haría famoso por su participación en un atentado de oficiales del ejército alemán contra Hitler. Falkenhausen estaba en Nankín cuando los japoneses entraron en la ciudad un 10 de diciembre de 1937, y era el agregado militar acreditado ante Chiang Kai-shek, en realidad decano de sus asesores militares.
 
Cuando Chiang Kai-shek vio que su situación en Nankín era desesperada y que sus tropas iban a quedar envueltas y cercadas por el enemigo exterior, optó por huir, como siempre más preocupado en su guerra personal contra “los bandidos comunistas” y sus adversarios internos dentro de la coalición del Kuomintang. Falkenhausen permaneció en la ciudad y el relato que hizo de los acontecimientos se distingue por ser el más minucioso, ajustado a la realidad y condenatorio, precisamente por tratarse de la fría reseña elaborada por un militar a propósito de una serie de atrocidades tan espantosas que, como señala el propio alemán, resultan “casi inverosímiles en tropas regulares”.
 
El oficial japonés al mando de las operaciones en Nankín era el general Iwane Matsui, un acendrado budista que no tuvo en verdad nada que ver con los sucesos que se produjeron tras la caída de la ciudad. Sus órdenes fueron ejemplares. Sólo eran necesarios unos cuantos batallones para ocupar la ciudad después de la huida de Chiang Kai-shek. “Ninguna unidad entrará en Nankín desordenadamente”, decía el parte; la ocupación “tenía que resplandecer a los ojos de los chinos para que Japón se granjee su confianza”, y la tropa debía evitar todo tipo de pillaje. Sin embargo, durante las fases de la batalla de Nankín, el emperador Hiro-Hito envió a su tío, el príncipe Asaka, un militar profesional, para que supervisara las operaciones. Las órdenes que el príncipe Asaka dio a las tropas fueron muy distintas: “Matar a todos los prisioneros”.
 
Tres meses de matanzas
 
Durante casi tres meses, la VI y XVI divisiones, esta última al mando del teniente general Kesago Nakajima, ex-jefe de la policía secreta japonesa, desataron la desenfrenada y horripilante carnicería. La mayoría de los escasos soldados chinos que quedaron en la ciudad habían abandonado su uniforme, buscando refugio en el “barrio europeo”. Pero apenas los oficiales japoneses conminaron a los dirigentes de las colonias europea y norteamericana, éstos comenzaron a organizar la salida de prisioneros que inmediatamente recibían los nipones para irlos matando a bayoneta, quemándolos vivos o utilizándolos como diana del tiro de ametralladora.
 
En una orgía de violaciones de la que no se libraron abuelas, embarazadas ni menores, la tropa, animada por sus oficiales, acorraló a todas las mujeres que encontró y miles de ellas fueron atadas a una cama y usadas como forraje de burdel hasta que ya no servían o morían o eran asesinadas.
 
Los almacenes del ejército se llenaron de productos de botín, inventariados con minucioso detalle castrense. La operación final, coordinada a la perfección, consistió en el incendio de todos los barrios saqueados, destruyéndose en su totalidad más de un tercio de la ciudad. El príncipe Asaka regresó a Tokio y fue recibido por el emperador Hiro-Hito, al que le comentó largamente su brillante intervención en Nankín durante el desarrollo de una partida de golf.
 
En 1946 y 1947, en el Tribunal Militar Internacional de Tokio —el equivalente oriental de los Tribunales de Nuremberg—, se dijo que había habido unas trescientas bajas civiles en la batalla en sí de Nankín, pero que habían sido asesinados doscientos mil hombres y más de veinte mil mujeres habían sido violadas, en casi todos los casos repetidas veces, entre el 15 de diciembre de 1937 y el 12 de febrero de 1938, cuando se realiza el último estupro —sobre una niña de doce años— consignado por el infatigable general von Falkenhausen.
 
Apenas días después de iniciarse “la violación de Nankín” el general Matsui fue trasladado a Shanghai, pero terminó siendo el chivo expiatorio de los acontecimientos que él mismo deploraba y había intentado evitar. Iwane Matsui fue ahorcado como criminal de guerra en 1948. Su ejecución fue una de las tantas injusticias del Tribunal Militar Internacional. Pero para el general la sentencia fue casi un paliativo a su vergüenza. Medio senil, balbuceando incoherencias ante el Tribunal a propósito de la amistad chino-japonesa, pagó el último tributo como soldado a su divino emperador.
 
Los auténticos culpables, como en tantos casos, quedaron tranquilos e impunes. Nakajima se retiró en 1939 fabulosamente enriquecido con el botín de Nankín y el príncipe Asaka nunca fue citado a deponer: ambos murieron años después en su cama. El general Matsui pagó por todos ante el tribunal de crímenes de guerra. Por lo demás, oficialmente, en los archivos del ejército nipón figuran sólo desmanes menores: un oficial, cuyo nombre no se cita, habría sufrido castigo, aunque no se aclara ni por qué ni cuál fue la sanción; y un soldado japonés fue castigado “por robar la chinela de una señorita china”. Todavía hoy algunos manuales escolares japoneses minimizan este abominable crimen de guerra.

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