Una mirada al Camino jacobeo

Santiago: mucho más que el Matamoros

Santiago, patrón de España, es mucho más que el Matamoros. En torno a la figura de Santiago, al culto jacobeo, se construyó una de las grandes rutas espirituales de Europa. De tal modo que Santiago, además de santo patrón de España, es en cierto modo patrón de la Europa peregrina. Ninguna ocasión mejor que ahora, alrededor de la festividad del santo, para contar someramente qué significa el Camino y cómo apareció la advocación del apóstol. Contra lo que pueda parecer, nada más europeo que el santo español por antonomasia.

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JJE 

Hubo un momento, hace mil años, en que España construyó una de las columnas vertebrales de Europa. “Europa nace de la peregrinación”, decía Goethe. Esa columna vertebral fue el Camino de Santiago. La peregrinación a la tumba del Apóstol que, según la tradición, evangelizó España, es una de nuestras grandes aportaciones a la cultura europea y de la cristiandad en general. ¿Es realmente Santiago quien está enterrado en Compostela? Sabemos a ciencia cierta que se trata de restos humanos inhumados en una necrópolis romana, y que pertenecen a alguien que vivió en los primeros siglos de nuestra era, entre el I y el III. También sabemos a ciencia cierta que la tradición cristiana sostiene desde muy temprano –desde el siglo VII, con Beda el Venerable- que Santiago está enterrado en Galicia. A partir de aquí, no podemos saber más. Es verdad que habría algo milagroso en que el cadáver de aquel apóstol, decapitado en Palestina en el año 44, pudiera ser trasladado a Galicia en aquellos tiempos. Pero aún más milagroso sería que un remoto rincón de España se convirtiera en centro espiritual de toda Europa. Y este milagro fue el que aconteció.

Un misterio en el bosque 

La historia nos lleva a principios del siglo IX, tal vez al año 814, cuando reinaban, como dicen las crónicas, Alfonso II en Asturias y Carlomagno en Francia. Vamos a internarnos en un bosque gallego: el paraje de Libredón, en la primitiva diócesis de Iria Flavia. Allí habita, aislado del mudo, un ermitaño llamado Pelayo. Una noche, el solitario Pelayo ve sobre el cielo algo prodigioso: un intenso resplandor se ha posado en un punto concreto del bosque; luces cegadoras brillan en los árboles y canciones de ángeles surgen de la espesura. Pelayo cree estar loco, pero no: todos los vecinos, feligreses de la antigua iglesia de San Félix de Solobio, al pie del bosque, han visto lo mismo. Impresionado, Pelayo acude al obispo de Iria, Teodomiro, y le cuenta el prodigio. Teodomiro, intrigado, va al bosque de Libredón, investiga entre la maleza, descubre un viejo cementerio y, en él, un sepulcro, un túmulo funerario. Con la tradición en la mano, Teodomiro no duda: aquellos misteriosos fenómenos obedecen a que en este lugar se halla el Arca Marmárea, el lugar donde fue enterrado el Apóstol Santiago junto a sus discípulos Teodoro y Anastasio. El Papa León III avalará el hallazgo. Así lo contará después la Concordia de Antealtares:

“No hay duda alguna y para algunos es claro, como el testimonio del Papa León, que el bienaventurado Apóstol Santiago, degollado en Jerusalén y llevado por sus discípulos a Jaffa, y después de algún tiempo, fue trasladado por el mar al extremo de Hispania, guiado por la mano de Dios, y fue sepultado en el extremo de Gallecia permaneciendo oculto mucho tiempo. Pero como la luz en las tinieblas, o una candela bajo el celemín no pueden permanecer mucho tiempo ocultas, con la ayuda de la divina providencia, en tiempo del serenísimo rey don Alfonso, llamado el Casto, un anacoreta de nombre Pelayo, que vivía cercano del sepulcro del Apóstol, tuvo en principio una revelación por medio de ángeles. Después se manifiesta como muchas lucecitas a los fieles que estaban en las iglesias de San Felix de Lovio; los que buscando consejo, visitaron al obispo de Iria, Teodomiro, y le contaron la visión. El cual, después de un ayuno de tres días, con gran cantidad de fieles, encontró el sepulcro del bienaventurado Apóstol, cubierto con piedras de mármol. Y lleno de enorme alegría llamó enseguida al citado religiosísimo rey; el cual, como era guardador de la castidad y amador de la santidad, se apresuró a construir de momento una iglesia en honor del mismo Apóstol.”

Y así fue. Teodomiro corre a ver a Alfonso II el Casto, rey de Asturias y amigo de Carlomagno. Alfonso II fue uno de los grandes gobernantes de la primera etapa de la Reconquista: había liberado grandes extensiones en Galicia, León y Castilla, y había llevado sus victorias hasta Lisboa. Alfonso percibe inmediatamente la importancia del hallazgo y acude en persona a comprobarlo. De hecho, él es el primer peregrino. Y sobre el mismo campo donde se han encontrado los restos, ordena que se eleve una iglesia. Será el primer templo de Santiago: una iglesia de estilo asturiano, típica del siglo IX, pequeña y un tanto rústica, pero que enseguida alcanzará enorme importancia como centro de peregrinación. El obispo Teodomiro abandona Iria Flavia, instala en Compostela su sede episcopal y aquí residirá hasta su muerte, en 847; su tumba se ha hallado en las excavaciones de la catedral. 

Esta es la época en la que aparece la figura de Santiago como refuerzo legendario de las tropas cristianas. En 844, Ramiro II de Asturias hace frente a los moros en Clavijo, La Rioja. La aparición del Apóstol, a caballo, decide la batalla. Los historiadores científicos han llegado a la conclusión de que esa batalla no se libró jamás, pero a esa fecha se remonta la invocación de Santiago como auxilio de los españoles en la batalla, invocación que perdura hasta hoy.  

Antes decíamos que Alfonso II era amigo de Carlomagno, y este es un dato muy importante para entender el enorme eco del hallazgo jacobeo en toda Europa. Asturias mantenía relaciones muy fluidas con la corte carolingia; consta que Alfonso II envió al menos tres embajadas. Y Carlomagno, por su parte, era el faro de la cristiandad occidental: el heredero del Imperio de Occidente. En torno a Carlomagno, la corte de Aquisgrán estaba alentando una auténtica reconstrucción del imperio, también en el terreno religioso y cultural. Tanto impacto causó allí la noticia del hallazgo de Compostela, que en muchas representaciones francesas de la época –incluida la propia tumba del monarca- se atribuye a Carlomagno el descubrimiento. El hecho es que gracias a la corte carolingia toda Europa se entera: en el extremo occidente, en el lugar que marcan las estrellas de la Vía Láctea –el Camino de Santiago-, ha aparecido milagrosamente la tumba del Apóstol. Las peregrinaciones comenzaron casi inmediatamente. 

Santiago se convierte así en el epicentro de la cristiandad. En el año 899, otro rey asturiano, Alfonso III el Magno, consagra a Santiago una nueva catedral, en el mismo emplazamiento que la anterior, pero más grande y rica. Comienzan a llegar peregrinos ilustres: el obispo de Puy, Gotescalco, en 950, con imponente comitiva; el marqués de Gothia, Raimundo II, que morirá asesinado en el trayecto; ya en el siglo XI, el arzobispo de Lyon. Estas personalidades llegaban entre un incesante goteo de gentes de todos los lugares de Europa. El Islam no ignora la gran importancia religiosa y cultural de Santiago, y así el sanguinario caudillo moro Almanzor, en el año 977, organiza una expedición para arrasar la capital jacobea. Destruyó la catedral y se llevó las campanas (las devolverá dos siglos después Fernando III el Santo), pero dejó la tumba, de modo que el culto al apóstol siguió adelante. Y un siglo después, en 1073, con el obispo Peláez, comienza la construcción del tercer templo, que es el que hoy conocemos: un auténtica joya monumental.

Un museo de 800 kilómetros de largo 

En medio de todas estas tribulaciones, el culto jacobeo se afianza muy rápidamente. Desde el corazón de Europa, la orden de Cluny promueve las peregrinaciones. Por su parte, los monarcas, tanto en España como en Francia, se implican en el apoyo logístico: señalizan rutas, abren caminos, construyen puentes, levantan hospitales y albergues. El célebre Camino Francés queda plenamente consolidado en esta etapa, en el siglo XI. Por Roncesvalles o por Somport y Jaca, llegan peregrinos de Italia, Suiza, Francia, Alemania, Holanda. Los ingleses llegan por mar al Finisterre. A lo largo del camino van levantándose iglesias de todo tamaño y condición. Muy pronto el Camino de Santiago se convierte en una especie de museo de 800 kilómetros de largo con centenares de tesoros. Sólo en el tramo español del Camino Francés se construirán ocho catedrales, innumerables iglesias, además de espléndidos edificios civiles y obras de ingeniería, y hasta ciudades enteras, porque muchas villas nacen precisamente como hitos en el Camino.

Un hecho fundamental será la peregrinación del Papa Calixto II –Guido de Borgoña- en 1109. Vivamente impresionado por lo que ha visto allí, Calixto concede a Santiago el privilegio del Año Jubilar –cuando la fiesta del apóstol, 25 de julio, caiga en domingo-, que otorga indulgencia plenaria a los peregrinos que en tal situación acudan a Compostela. A lo largo del siglo XII habrá una verdadera riada humana. El número de peregrinos se calcula en 200.000; para la época, una cifra excepcional. Las crónicas dirán que la “calzada de occidente” estaba tan atestada por el gentío que en ciertos lugares era imposible ordenar el tráfico de ida y de vuelta: no se cabía. Es también la época en la que se establece el atuendo del peregrino: el bordón o bastón, la calabaza-cantimplora y la concha de vieira, que se entregaba en Santiago, a modo de acreditación, al final del viaje. 

Por cierto que con este Papa Calixto viajaba un sujeto singular, un monje cluniacense, francés, sumamente cascarrabias: Aymerich de Picaud, a quien debemos el mérito de haber redactado la primera guía para peregrinos. Esa obra se conoce bajo el nombre de Codex Calixtinus y es una enumeración detalladísima que incluye desde textos religiosos sobre el Apóstol hasta una práctica guía de viaje, pasando por descripciones pormenorizadas de la catedral. También incorpora, todo hay que decirlo, juicios de lo más hostil hacia gascones, navarros, vascos, castellanos y hasta gallegos. Parece ser que a Aymerich, al verlo en comitiva pudiente, quisieron cobrarle ciertos portazgos como derecho de paso por distintos puntos del Camino, y el buen monje se vengó dejando como hoja de perejil a los naturales del lugar. En todo caso, el texto vale como testimonio vivísimo de lo que representaba el Camino para las gentes del siglo XII. El propio monje Picaud, fascinado ante el Pórtico de la Gloria del Maestro Mateo, lo explica así:

“Desde el comienzo de la obra hasta nuestros días, este templo florece con el resplandor de los milagros de Santiago, pues en él se concede la salud a los enfermos, se restablece la vista a los ciegos, se suelta la lengua de los mudos, se franquea el oído a los sordos, se da movimiento libre a los cojos, se concede liberación a los endemoniados y, lo que es todavía más, se atienden las preces del pueblo fiel, se acogen sus ruegos, se desatan las ligaduras de los pecados, se abre el cielo a los que llaman a sus puertas, se consuela a los afligidos, y las gentes de todos los países del mundo allí acuden en tropel a presentar sus ofrendas (…) Todo el mundo debe recibir con caridad y respeto a los peregrinos, ricos o pobres, que vuelven o se dirigen al solar de Santiago, pues quien los reciba y hospede con esmero, tendrá como huésped no sólo a Santiago, sino también al mismo Señor.”

Decadencia y resurrección del Camino

El Camino de Santiago, que había hecho de esta vía española un centro de la cristiandad durante siglos, comenzó a languidecer a partir de la Reforma protestante. Ya antes, en el siglo XIV, las epidemias de peste habían afectado muy gravemente al Camino, porque la circulación de gentes se vio seriamente restringida. Pero el prestigio de Santiago seguía intacto, y así Dante escribió que sólo merecían el nombre de “peregrinos”, con su esclavina y su bordón, los que viajaban a Compostela; los que viajaban a Roma serían romeros, y si a Jerusalén, palmeros. No fue la peste, sino las hostiles prédicas de Lutero, a partir del siglo XVI, las que difundieron una imagen muy negativa de la peregrinación jacobea. Para colmo de males, a finales de ese mismo siglo el pirata Francis Drake, corsario al servicio de la hereje corona británica, que estaba saqueando La Coruña, amenazó con arrasar Santiago y destruir el relicario del Apóstol. Ante la amenaza, el arzobispo de Santiago, Juan de Sanclemente, cogió los restos del Apóstol y los escondió. ¿Dónde? El Arzobispo guardó siempre el secreto. Pero lo guardó tanto que murió sin contárselo a nadie, de manera que nos quedamos sin Apóstol por mucho tiempo. Así languideció la ruta jacobea. 

El extravío de los restos de Santiago no fue definitivo. En 1877 era arzobispo de Santiago el cardenal Payá Rico. También está allí el canónigo López Ferreiro, acreditado arqueólogo. Cardenal y canónigo, casi a escondidas, se entregan a una frenética tarea: remueven piedra sobre piedra buscando la reliquia. Abren docenas de túneles y pozos en el subsuelo de la catedral; sin éxito. Pero entonces deciden hacer caso a un viejo rumor popular y abren un nuevo pozo en el trasaltar mayor. ¡Allí estaba todo! Gente seria, los eclesiásticos deciden someter los restos hallados a un examen conforme a la ciencia de su tiempo. Era la misma ciencia que estaba excavando Troya y las pirámides de Egipto. Se abre un proceso, el llamado Proceso Compostelano, en el que participa la Real Academia de la Historia. Finalmente, se verifica que los restos son los originales. Y para rubricarlo, se somete la conclusión a la autoridad del papa León XIII, que ratifica la decisión en su bula Deus Omnipotens. Es curioso: el primer papa que acreditó a Santiago fue, mil años antes, León III.

Ya teníamos, pues, al santo. Pero el Camino, ese vestigio de una columna vertebral de Europa, seguía casi vacío, sus hospitales arruinados, sus huellas borradas. Y aquí la Historia se hace intensamente contemporánea, porque la resurrección de la Ruta Jacobea es cosa muy reciente. Y del mismo modo que en el redescubrimiento de los restos del Apóstol tenemos a un cardenal obstinado y un canónigo erudito, así en la reconstrucción del Camino tenemos a un cura tenaz: el padre Elías Valiña, sacerdote de la parroquia de Cebreiro, en Lugo, que dedicó su vida a este asunto. Empezó restaurando el Hospital y Santuario de Santa María del Cebreiro, para renovar la tradicional acogida al peregrino, y terminó señalizando él mismo el Camino desde los Pirineos, tramo a tramo, con flechas amarillas. El cura Valiña publicó una Guía del Camino que se ha convertido en la referencia fundamental de los peregrinos. Gracias a su trabajo fue posible celebrar el Año Santo Jacobeo de 1993. Con él comenzó el regreso a nuestras raíces, no sólo de los españoles, sino de todos los europeos. Y seguiremos regresando.

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