Las lenguas libres son las que cubren todas las necesidades de comunicación de sus hablantes, y por tanto éstos no necesitan conocer otra. Son muy pocas dichas lenguas. En Europa, seis. El italiano, que despertó en el Renacimiento para ponerse al servicio de las formas y el contenido artístico del mundo clásico; el español, armado de espíritu explorador y solidez, lengua que adoptó el Nuevo Mundo; el portugués, que se extendió a bordo de sus expediciones marítimas por la mitad sur del planeta; y el francés, cargado de sabiduría y elegancia en sus viajes por la colonización en los cuatro continentes. La quinta, el ruso, se ganó, con guerras y batallas, el primer puesto en Europa oriental. Los ejércitos de Iván IV el terrible, Pedro el Grande y Catalina II llevaron la lengua nacida en Rus de Kiev desde la frontera con Finlandia hasta Vladivostok, desde las orillas del Dniéper y el Cáucaso hasta el Ártico. Hoy la lengua rusa cubre tanto la comunicación familiar como social, artística, militar, científica y literaria.
La sexta lengua, que viene a ser la primera, es el inglés, precisamente el complemento de las otras, aunque en diversos grados. El hablante anglófono no suele inquietarse por aprender idiomas porque el suyo cubre todo. El hablante hispanófono, francófono, lusófono, italianófono y rusófono tiene a su alcance un amplísimo mundo que habla y escribe sus lenguas, pero todos ellos se ven necesitados, aunque no en gran medida, del inglés. Necesitan cierto nivel, a veces no mucho. No viene mal para convivir con ese montón de palabras anglosajonas que circulan por el mundo. Como no es absolutamente necesaria para estos hablantes monolingües, rara vez llegan a conocerla profundamente.
Casi todas las lenguas centroeuropeas son insuficientes para cubrir las necesidades de comunicación de sus hablantes. Y aunque cuentan con un importante contingente de monolingües, la cultura, el comercio, el ocio y algunas profesiones necesitan un conocimiento bastante amplio de la lengua inglesa. Son el polaco, checo, eslovaco, esloveno, rumano, húngaro, las lenguas de los Balcanes y también el griego.
Una dependencia absoluta de la lengua inglesa muestran el danés, sueco, noruego e islandés, lenguas escandinavas encasilladas en los ambientes familiares, ciudadanos y sociales, y mucho menos en los culturales, que es donde está presente por absoluta necesidad la lengua de las islas Británicas. Los universitarios de estos países son ambilingües, es decir, hábiles en el uso de dos lenguas propias, la nacional y el inglés. Se añade a este grupo, por las mismas razones, el finés y en gran medida el holandés y el alemán, lengua que vive un especial retroceso como complemento de otras desde la segunda guerra mundial.
Otro grupo de lenguas de países de la órbita de la antigua Unión Soviética como el bielorruso y el ucraniano se sirven del ruso. El estonio, letón y lituano intentan deshacerse de él no sin dificultades, y servirse del inglés. Un tercio de los hablantes de búlgaro son ambilingües con el ruso, pero el inglés se instala en busca de sus espacios también como lengua de apoyo cultural. Lo que resulta igual de evidente es que, si bien los rusófonos añaden también el inglés en distintas dosis a su caudal cultural, porque lo consideran necesario, los anglófonos se interesan muy poco o nada por el ruso.
La dependencia más marcada la muestran lenguas como el vascuence, catalán, bretón, galés, siciliano, sorabo, casubio o tártaro, idiomas tan dependientes que sus hablantes utilizan el español, francés, inglés, italiano, alemán, polaco o ruso respectivamente tanto o más que su primera lengua materna. Europa está salpicada de unas cuarenta lenguas de este tipo que sólo viven en boca de hablantes ambilingües que dependen de otra para completar la comunicación. Y, además, todos ellos necesitan una proporción de inglés tan importante como las necesidades de la otra lengua de la pareja ambilingüe.
Este es el estado de coordinación en que viven las lenguas. Las estadísticas actuales corroboran la distribución.
En la Europa del siglo XXI el inglés domina el continente como lengua vehicular. Tuvo su época de moda el italiano, el castellano y el francés, y sobre todo el latín, que a su vez desplazó a las lenguas celtas, y también a otras como el aquitano o el íbero. Europa cobija unas sesenta lenguas, más o menos, pues depende de la precisión con que se cuenten. Podríamos decir sin equivocarnos que la mayoría de éstas no cuentan con hablantes monolingües. Se libran de la exigencia quienes tienen como materna a una de las cuatro lenguas neolatinas, el ruso o al rey de reyes de las lenguas, el inglés. Y lo que también queda claro es que, si nada lo tuerce, Europa camina hacia la unificación con la lengua del país que ha abandonado la unidad político-económica.
Una clara muestra de que una cosa son las lenguas y otra los nacionalismos.
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