Sigue siendo difícil convencer a los ciudadanos de que las mayores amenazas para nuestras democracias vienen siempre, directa o indirectamente, de perversiones educativas. Este descuido se debe a que el tiempo de la educación es muy largo, en contraste con las atropelladas urgencias alarmantes que nos llegan diariamente por internet. Malo o bueno, el efecto de la educación sobre nuestra convivencia rara vez se nota antes de diez, quizá veinte años. ¿Quién va a plantearse problemas a tan diferido plazo, como no sean los ecologistas más empecinados, que hablan de hipotéticos males para dentro de un siglo como si estuviesen ya al alcance de la mano? Además, los peligros educativos se suponen siempre como ocultamiento o falsificación de datos históricos, por razones nacionalistas o de ideología sectaria, así como sustitución de lecciones científicas por visiones pseudoreligiosas (creacionismo, racismo, etc..). Es decir, lo habitual es imaginar que lo que pervierte la educación son las influencias supersticiosas y retrógradas del pasado, no las supersticiones y oscurantismos del presente que apuntan al futuro. Grave error, porque estos últimos son los más correosos y difíciles de combatir. Como bien señaló Chesterton, lo peliagudo y arriesgado es combatir las nuevas ideas, no las viejas, por lo mismo que hay que esforzarse más para vencer a un mocetón de veinte años que a su abuela.
Actualmente, tanto en los países de la Unión Europea como en Estados Unidos, una de las peores perversiones educativas (que cuenta con el apoyo contagioso de las redes sociales pero también de docentes y médicos sin escrúpulos) es la ideología queer o trans que ofrece a los niños desde los 4 años o antes la posibilidad de «elegir» su sexo y modular su género de acuerdo con una disponibilidad ilimitada que no veta nada y sólo sospecha de la normalidad. Para los niños así secuestrados ideológicamente, el sexo deja de ser un dato biológico inamovible que luego será desarrollado por cada cual de acuerdo con sus preferencias eróticas (como la nutrición es una necesidad humana vital que cada cual orienta después de acuerdo con caprichos gastronómicos) y se convierte en una coacción restrictiva surgida de la conspiración de los intolerantes. Lo explican breve y contundentemente dos psicoanalistas y pedopsiquiatras francesas, Caroline Eliacheff y Céline Masson, en su librito La fabricación del niño-transgénero (L’Observatoire; no traducido al castellano), que lleva un subtítulo revelador: «¿Cómo proteger a los menores de un escándalo sanitario?».
Según las autoras, los niños padecen actualmente a través de las redes sociales un bombardeo publicitario que convierte el cambio de sexo en una opción atrayente, un gesto de moda que confiere distinción a quien lo adopta y sobre todo atrae la atención de compañeros y adultos sobre el sujeto en un momento vital en que tal regalo es especialmente codiciado. Cuando hace público que «ha nacido con un cuerpo equivocado» y por tanto exige cambiar de nombre, de indumentaria, de alojamiento y de categorías deportivas, antes de pedir tratamiento hormonal y cirugía para completar de modo casi irreversible su transformación fisiológica (que desde luego siempre será ortopédica y nunca llegará a sus cromosomas), el neófito es acogido por un grupo de cofrades que le blindará contra los demás, empezando por sus padres, y le dictará la nueva jerga que debe utilizar pero también le aprisionará como cualquier secta y le afeará como una vergonzosa traición cualquier retroceso en el camino emprendido. Esas sectas, que no renuncian a utilizar las amenazas y hasta formas de violencia contra los «fascistas» que se oponen a su manipulación de menores, inspiran un santo pánico entre adultos (a veces los propios padres, otras endocrinólogos, psicólogos, ministros, etc…) que no quieren verse «cancelados» por esos activos nigromantes al servicio del espíritu de los tiempos.
Desde luego, hay que ayudar a quienes sufren problemas de adaptación a su cuerpo y la interacción social, aunque rara vez los trastornos de la pubertad se resuelven con intervenciones médicas. El profesor Paul R. McHugh, jefe de servicio en psiquiatría del hospital Johns Hopkins, explica: «¿En qué la creencia de un hombre de que es una mujer aprisionada en el cuerpo de un hombre difiere de los sentimientos de una paciente de anorexia que se ve obesa? Sin embargo, no se trata el trastorno de esa paciente con una liposucción. Entonces, ¿por qué amputar a los pacientes que sufren disforia de género de sus genitales?». Tampoco debe olvidarse que hay importantes intereses económicos en juego: cada persona que inicia los tratamientos de cambio de sexo (y cuanto antes mejor) se convierte en cliente obligado de las farmacéuticas para toda su vida. Entregar a quienes no tienen madurez afectiva ni física a estos procesos complejos que condicionarán su vida para siempre (tanto si siguen con ellos como si tratan de revertirlos, lo cual es más difícil y doloroso) es un auténtico crimen contra la infancia, que además aspira a revestirse del oropel de la emancipación contra la tiranía de los binarios…
Como dicen nuestras autoras, «esta campaña virtuosa en nombre del bien del niño es en realidad una negación de su derecho a ser protegido».»El transgenerismo – dicen Eliacheff y Masson en su libro ya citado- no es más que el síntoma de una coyuntura política marcada por derivas identitarias y caracterizada por una crisis profunda de la racionalidad». Educar es formar seres humanos capaces de potenciar su humanidad y reforzarla del modo más veraz, solidario y creativo. Pero «si no hay cuerpos, sexo, ni mujeres, ni niños… ¿qué queda de lo humano? Ser humano es someterse a las prohibiciones fundamentales y aceptar la renuncia a la omnipotencia interiorizando los límites». Nuestras sociedades padecen una auténtica disforia educativa, es decir, un rechazo ideológicamente inducido a cumplir la misión que ha correspondido a la paideia desde nuestros orígenes griegos y cristianos. Pero sin paideia humanista tampoco tendremos mucho tiempo democracia humanizadora…
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