Hace ya casi nueve años – en junio 2002 – el Manifiesto contra la muerte del espíritu y la tierra aparecía en el suplemento cultural del diario El Mundo. Esta iniciativa, antecedente directo del periódico digital que hoy acoge estas líneas, se planteaba como un grito de protesta frente a lo que se denominaba “pérdida de sentido que conmueve a la sociedad contemporánea”: una concepción de la sociedad como mero conjunto de átomos aglomerados por la soledad, un horizonte colectivo limitado a simples pautas de producción y de consumo. Aparte de la protesta, el Manifiesto se fijaba un objetivo: dar cauce a un amplio debate sobre estas cuestiones, fomentar una corriente de pensamiento crítico; debate de ideas pues, y no un “programa de acción y redención”.
Objetivos ambiciosos sobre cuestiones muy hondas y muy amplias. Los problemas empiezan cuando llega la hora de concretar…
Uno de los peores escollos al que se han enfrentado todos los movimientos de protesta que se han sucedido en las últimas décadas es derivar en lo que podríamos llamar “falsas rebeldías”: vivimos en un sistema que se retroalimenta de sus propias rebeldías, las genera, las integra y las digiere, de forma que todos terminan encontrando su sitio adecuado dentro de un pluralismo social tan sólo aparente. Esas “falsas rebeldías”, las más de las veces, no son sino callejones sin salida donde se estabulan las frustraciones de los más jóvenes…hasta que llega la madurez.
En “El Manifiesto” publicado en El Mundo en junio 2002, Javier Ruiz Portella (impulsor de esta iniciativa y director de este periódico) aludía de la siguiente forma a algunas de esas “falsas rebeldías”: “los restos de un comunismo igual de materialista y tan trasnochado que ni siquiera parece haber oído hablar de los crímenes que, cometidos bajo su bandera, sólo son equiparables a los realizados por el otro totalitarismo de signo aparentemente opuesto”.
Se trataba por tanto de un borrón y cuenta nueva. Para El Manifiesto toda búsqueda de posibles vías alternativas debería dejar bien atrás de sí las utopías sangrientas que fueron la ruina del siglo XX.
Sin embargo, y a pesar de un punto de arranque tan claro, no parece sino que algunos de los partidarios recalcitrantes de ese “totalitarismo de signo aparentemente opuesto” al que se refería Ruiz Portella se obstinan no sólo en permanecer como “compañeros de viaje” de El Manifiesto, sino en reclamar un cierto “derecho de propiedad” sobre estas mismas páginas. Viene esto a cuento por las reacciones provocadas, hace tan sólo unos días, por la publicación de mi artículo “Para acabar con el fascismo”: texto que provocó sofocos –por no decir indignación y desgarro de vestiduras– entre algunos de los lectores de este periódico.
Se nos acusaba de cosas como “sionismo” y “masonería”, también de una especie de fascismo “freudianamente” reprimido. Y lo que es quizá peor, de “sumarnos a la corriente” y de “conformismo”: algo imperdonable en un periódico que se quiere “políticamente incorrecto”. En efecto: ¿qué necesidad había de volver a insistir una vez más sobre las maldades del nazismo, después de décadas de machacona insistencia sobre este tema?
Una primera respuesta podría ser: porque a pesar de la ingente cantidad de información hoy disponible sobre este tema, todavía hay muchos que prefieren no darse por enterados. Pero esa no es la auténtica razón.
La auténtica razón puede sintetizarse con un simple ejemplo. Imagínense –es sólo una hipótesis– que a la hora de protestar contra el puritanismo y la represión sexual, los únicos que estuvieran dispuestos a hacerlo fueran... ¡los violadores de niños! En ese caso no habría más remedio que sumarse a los partidarios del puritanismo sexual; y si los partidarios del puritanismo sexual fueran “el sistema”…, ¡el sistema saldría fortalecido!
Y esa es precisamente la función de las falsas rebeldías: ser un instrumento de legitimación indirecta del sistema que dicen combatir. La idea es que cada cual ocupe su lugar: que los “rebeldes” sigan pensando que son muy rebeldes y muy tremendos, y que al final todo redunde en beneficio del status quo. ¿Cómo son de rebeldes los “fascistas” del siglo XXI?
Para el “sistema”, son tan rebeldes, dañinos y peligrosos como gatitos de bengala. Por una razón muy sencilla: no hay mejor forma de hacer el ridículo que equivocarse de época. Y si además lo que defendemos es la cuadratura del círculo, el ridículo es total. Pretender a estas alturas que la reivindicación del fascismo tiene algún sentido, que los “nazis” eran los buenos, los “aliados” los malos y que los judíos murieron acatarrados (y todo lo demás sería “propaganda”) es confinarse de forma voluntaria en eso que los anglosajones llaman la “franja de lunáticos” (lunatic fringe): un cómodo depositario para pintoresquismos, bufones de corte y tronados de variado pelaje. [1]
¿Qué es lo que conduce todavía a muchos hacia esa subespecie de falsa rebeldía llamada “neofascismo”? Dejando aparte los casos de buena fe (que de todo puede haber) no parece sino que, para muchos, ello satisface una necesidad psicológica de sentirse a la contra: el mundo contra nosotros y nosotros contra el mundo; somos los poseedores de la “clave” –de una verdad que a la mayoría se le escapa– y eso nos hace sentirnos especiales, sentirnos “fuertes”. Un mecanismo de autoayuda parecido al que ofrecen algunas sectas. Y por otra parte, las explicaciones sencillas y los enemigos fácilmente identificables nos ahorran el esfuerzo de intentar comprender y pensar una realidad compleja. Así, no es extraño que los adeptos a este tipo de planteamientos menosprecien como “palabrería de pseudo-intelectuales” cualquier intento de pensar la realidad que se salga fuera de la reiteración de sus cuatro verdades elementales. Porque, por supuesto, lo que importa es la agitación, la lucha, la acción: despotricar con los “camaradas”, intercambiarse cromos, insultarse por Internet…
Muchos podrán vivir en la ilusión de que así están haciendo algo serio o de que están “luchando contra el sistema”, cuando lo único que están haciendo es participar en un juego de rol que tiene lugar dentro de sus cabezas. Encerrarse mentalmente en un parque temático de los años treinta –en una problemática felizmente periclitada, en el universo conmemorativo de las batallitas del abuelo– sólo conduce a que los “fieles” se conviertan en la mejor caricatura de sí mismos y se descalifiquen para cualquier debate serio. Porque estos señores no se enteran de nada. Ciegos y sordos a todo lo que no corrobore sus verdades, no se enteran del mundo en el que vivimos; y si intentan hacerlo lo es para encajarlo a golpes de maza en sus dogmas, simplificaciones y análisis de medio pelo.
Acabamos de hablar de la política como “juego de rol”. Si ridículo es este neofascismo de guardarropía, igualmente ridículo lo es su opuesto contrario: el “antifascismo” de guardarropía. En realidad, ambos se necesitan y se justifican mutuamente. Este “antifascismo” anacrónico permite que cierta izquierda adolescente disimule su vacío de contenidos y el estrepitoso fracaso de sus ideales a través de una “lucha” imaginaria frente a una supuesta amenaza fascista, a la par que se viste de oropeles y se apunta cómodas victorias en una batalla ya ganada de antemano. La supervivencia del “fascismo” –aunque sea bajo la forma de un fantoche famélico y desdentado– cumple además otra función: suministrar figurantes a la particular “monster gallery” del sistema. Facilitar que la “izquierda caviar” que dirige el poder mediático instaure la tiranía de la corrección política y desvíe la atención de los problemas que de verdad importan.
La iniciativa de El Manifiesto –y por lo tanto este periódico digital– se adhiere a una cierta idea de la identidad europea, a nociones como comunidad y destino compartido, y apuesta por un “retorno fuerte” de la política y de los pueblos frente al desarraigo impuesto por la gobernanza tecnocrática. Se muestra por tanto extremadamente crítica frente a la globalización neoliberal, frente a la utopía de una hibridación universal por las fuerzas del dinero y del mercado. Pero ello no quiere decir que los que se dicen enemigos de nuestros enemigos sean necesariamente nuestros amigos. Y decir esto no significa hacer un “lavado de cara” (como algún celota criptonazi podría pensar), sino situar las cosas en su justo lugar. Precisamente porque somos europeístas, denunciamos en el nazismo y en el fascismo (especialmente en el primero) a dos funestos enterradores de Europa. Y si desde estas páginas tuviéramos que buscar algún referente europeísta en los años 1930, lo haríamos entre los intelectuales no-conformistas franceses (como Mounier o Dénis de Rougemont), entre los autores de la “revolución conservadora” alemana, en Ortega y Gasset o en la obra de escritores como Joseph Roth y Stefan Zweig –judíos ambos, y patriotas habsbúrguicosy europeos–, y no en los coros y danzas nazifascistas. A buen entendedor…
Con una precisión adicional: ser “política y socialmente incorrecto” (tal y como reza la cabecera de este periódico) no significa necesariamente atacar lo que a cierto tipo de lectores no les gusta, sino ser capaz de ponerse por montera las casillas en las que el discurso de valores dominante trata de estabularnos. O para utilizar una palabra del vocabulario de esos lectores: consiste en no encastillarse en “trincheras” (que cómodo es en el fondo eso de las “trincheras”, ¿verdad?, todos juntitos… con los “camaradas”). De lo que se trata es de intentar comprender e interpretar la realidad en toda su complejidad y contradicciones, dando sin duda pasos en falso y cometiendo muchos errores, pero al menos intentándolo, sin catecismos ni recetas salvadoras. Y sobre todo: sorteando las falsas rebeldías. Por supuesto, no por ello el discurso de valores dominante va a hacernos “respetables” ni a perdonarnos la vida: ni lo esperamos ni nos importa. Pero al menos sí habremos dicho lo que tenemos que decir.
Como siempre ocurre en la historia, vamos hacia cosas inéditas, y harán falta tanto esfuerzo como imaginación para anticiparlas. Lo que ocurre es que los parroquianos del facherío carecen de imaginación y no tienen muchas ganas de esforzarse. En su cortedad necesitan de algo concreto y tangible a lo que agarrarse: en este caso al palo podrido del fascismo. Y ahí seguirán, con las neuronas encalladas en su mitomanía absurda. Dentro de unas décadas ser “fascista” o “antifascista” tendrá tanto sentido como proclamarse “güelfo” o “gibelino”. Hace ya mucho tiempo que ése no es el debate, aunque a muchos les cueste enterarse. No perdamos más el tiempo.
Esperamos que todos aquellos que –a raíz de la publicación del artículo “Para acabar con el fascismo”– nos han informado de que dejarán de leer este periódico, cumplan efectivamente su promesa. Al fin y al cabo, un periódico se define no sólo por sus contenidos, sino también por sus lectores.
Contra las falsas rebeldías… en los orígenes de "El Manifiesto"
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