Rebeldes y elitistas

Una nueva juventud, una nueva esperanza

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 Reinventarse o morir. Máxima perseguida por cualquier innovador que crea que su sociedad merece algo más de lo que tiene. Esa misma máxima es la que propugnan algunos de los países europeos para salir de la crisis, los cuales optan por invertir en la educación y el desarrollo de sus jóvenes, cosa que en España no es precisamente el caso.

 El Ministerio de Educación acaba de anuncia, en efecto el recorte del 7,3% de las inversiones respecto al presupuesto del año pasado. Resulta paradigmático que frente a esta noticia nos encontremos con la petición de la señora Merkel de ingenieros y médicos españoles para que trabajen en Alemania a cambio de excelentes condiciones laborales.
 
¿Cómo es posible que nuestro propio Gobierno deje de invertir en el futuro de su país, mientras contempla cómo el de otras potencias observa con gula las posibilidades que les pueden aportar los españoles?
 
La educación está en decadencia y es culpa de todos. Los mayores no confían en que las siguientes generaciones tengan potencial para sustentar lo que ellos “han creado”. Vislumbran a los jóvenes como unos niños ignorantes y caprichosos que no saben lo que es el esfuerzo. Quizás tienen razón. Pero quizás estos señores también deban preguntarse de qué modo han contribuido ellos a fomentar estas actitudes e incapacidad en sus propios hijos. Los jóvenes del siglo XXI son, en su mayoría, una masa adormecida en el dulce letargo de la monotonía. Parte de este inmovilismo e insustancialidad es culpa suya, y otra parte es el resultado del mundo en el que han crecido. Quien tiene todo no puede pensar en nuevas maneras de mejorar, de crear, de renovarse. Y si nadie les motiva para que lo hagan, ellos mismos darán la causa por perdida, abandonándose a la comodidad del sofá de papá y mamá para ver el último programa basura de la televisión.
 
Existe, no obstante, una élite entre esta masa, que como en toda sociedad pasada, no se conforma y lucha por diferenciarse del resto. Esta élite reivindica un futuro mejor para ellos y las siguientes generaciones. Esta élite es, en sí misma, el futuro.
 
Es trágico ver cómo estas voces que piden a gritos confianza y apoyo, se vean ahogadas en el silencio, relegadas para invertir en causas superfluas como la creación de un Ministerio de Igualdad que destina 26.000 euros a la creación de un “mapa de la excitación sexual” como “compromiso de los derechos humanos”, entre otras formas deficientes de tirar el dinero por la ventana.
 
Mientras tanto, estudiantes universitarios que tienen vocación de serlo, se conforman con mediocres ingresos en proyectos educativos, y observan con indignación e impotencia cómo algunos de sus compañeros, todos ya mayores de edad, se dedican a “adornar” las fachadas y pupitres de sus facultades con pintadas y otros actos de vandalismo. Lo que no hace sino confirmar la duda de cuáles son las razones que les han impulsado a solicitar una plaza en la universidad.
 
Desde la más tierna infancia, en su primera experiencia escolar, a los niños se le enseña a memorizar, que no a comprender. “¿Para qué me sirve esto?” preguntan curiosos y holgazanes, sin obtener una respuesta satisfactoria. Probablemente, al año que viene se les haya olvidado la mitad de las lecciones que “aprendieron” el curso anterior. ¿Es así cómo pretendemos formar una base sólida en la que educar?
 
Al llegar a la escuela secundaria, las cosas no mejoran, y muchos estudiantes se rinden ante el bachillerato. La universidad es un camino obligatorio marcado por padres, educadores y sociedad, en general, en la que la mitad de los alumnos se matriculan “al azar”, porque saben que no serán nadie sin un título que así lo acredite.
 
Pero cuando lo obtienen, nadie les asegura que vayan a obtener un puesto de trabajo. “¿Por qué?”, se quejan, “si he hecho una carrera”. Como ellos, hay miles de licenciados que tienen en común no sólo tienen en común un diploma, sino algo más: la falta de experiencia. Esta no se adquiere al acabar los estudios. La experiencia se adquiere empleándote día a día por obtenerla. Queriendo diferenciarte del resto de los compañeros de clase. Siendo competitivo y esforzándote, no para sacar un aprobado, sino para ser el mejor.
 
El talento no reside en la inteligencia con la que cada uno ha nacido: el talento nace de la capacidad de las personas para querer mejorar y aprovechar las posibilidades que la vida te ofrece. El talento requiere esfuerzo y constancia, no es algo intrínseco en nosotros, sino algo que hay que cultivar. Indudablemente algunos afortunados nacen con un espíritu que les hace más propensos a alcanzar el éxito. Pero no debemos olvidar que, a menudo, estos “elegidos” pueden verse abocados a la mediocridad por la falta de perseverancia y convicción. No llega el que más tiene, sino el que con más ganas lo intenta  y confía en su posibilidad de lograrlo. Dijo Ortega en La Rebelión de las masas que “el hombre selecto o excelente está constituido por una íntima necesidad de apelar de sí mismo a una norma más allá de él, superior a él, a cuyo servicio libremente se pone”.Que lo que distingue al “hombre excelente del hombre vulgar” es que el primero es “el que se exige mucho a sí mismo. Por eso no estima la necesidad de servir como una opresión. Cuando ésta, por azar, le falta, siente desasosiego e inventa nuevas normas más difíciles, más exigentes, que le opriman. Esto es la vida como disciplina –la vida noble–.” Es este espíritu inconformista, es este incesante deseo de trascender el que debe guiar la búsqueda del talento.
 
Necesitamos un nuevo modelo educativo. No necesitamos profesores. Necesitamos educadores que nos enseñen a comprender por qué aprendemos lo que nos dictan los libros, que nos hagan analizarlo, que nos ayuden a formarnos una opinión sobre lo que estudiamos. Necesitamos que nos motiven a querer aprender, sin que eso signifique dárnoslo todo hecho, sin que ello conlleve dejar de exigirnos.
 
Necesitamos enseñar a los jóvenes a recuperar el valor de la disciplina, del respeto hacia los demás, de lo que conlleva obtener lo que poseen. Necesitamos jóvenes que no se frustren ante el fracaso, que no se rindan ante el desaliento. Necesitamos jóvenes que quieran cambiar, continuar lo empezado, o reinventarlo de nuevo. Necesitamos creer en ello, y necesitamos que crean en nosotros.

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