Aristocracia de espíritu es un concepto integral, de raíz vitalista y concepción jerárquica. La atribución de espiritualidad a lo aristocrático no pretende dar pompa a un término maldito, empachado y prostituido, ni justificar el uso de un clasismo fácil, sino significar un estado afamado de nuestras almas. Lo aristocrático remite a la sangre, a la herencia y a la perpetuación de la nobleza por los lazos de parentesco.
Aristocracia puede sugerir un elitismo impuesto e impostado, un rango fingido, un artificio del poderoso en su codicia de potestad; estirpes megalómanas que adquieren el ejercicio de control por un pasado vaporoso, linajes con la autoridad fáctica y espiritual cedida por designios inasibles e irracionales. Aristocracia hiede a mentira, a sistema de castas herméticas que reciben su ser de la común aceptación de la tradición.
Con todo, la importancia de la tradición y de las estructuras aristocráticas es palmaria; la función de preservación y de significación cultural que conllevan es un hecho incuestionable. Uno de los principales problemas de la posmodernidad es la desidentificación con el pasado y la dislocación de un sistema de valores que a modo de preceptos constituyan un marco cohesionado. Desamparo, individualismo, orfandad, vacuidad, relativismo, rémoras que integran una actualidad desubicada donde impera la ansiedad y la depresión, porque, al fin y al cabo, el pueblo necesita su soma, su religión, su dios genérico, su guarida, su cobijo, unos ideales colectivos que lo sitúen. Giordano Bruno ponderó la importancia capital de una religión común como guía de la muchedumbre que no puede darse a sí misma una ley, que no puede guiar su espíritu hacia la virtud y la excelencia. En la separación entre el hombre que puede marcar su propio camino y el hombre-becerro que necesita ser guiado, reside la Aristocracia de Espíritu, la capacidad individual de generar la propia nomon. La voluntad de sacrificarse y enfocarse a lo trascendente marca una jerarquía que discierne entre el ardor de unos y la apatía de otros. Así será menester del hombre fuerte sostener la vida del vulgo bajo unos códigos elementales, sea como ejemplo a seguir, modelo de virtud, o como legislador que dictamina.
El aristócrata de espíritu es aquel que abandona la ociosidad del plebeyo, la holgazanería del sumiso, la pereza del mediocre, la desidia del vulgar, la indiferencia del bienestar, la calma de quien no quiere sufrir y para ello evita la gloria. El aristócrata de espíritu es trágico y ve en el sacrificio la auténtica religión, el movimiento de renuncia que lo encumbrará. En La Decadencia de Occidente, Oswald Spengler musitaba un puñado de palabras que podrían ser el resumen de los empeños y pretensiones, de la perspectiva vital de este arquetipo de hombre: “Quien bienestar sólo quiere, no merece vivir el presente”. La Aristocracia de Espíritu será el arrojo con el que se desafía a una época apopléjica, la violencia con la que nos distanciamos del presente para recaer en él con más ímpetu, el atrevimiento a rotular la insignificancia del conjunto y separarnos de éste, el deseo de arraigar en el ostracismo y la incomprensión. La Aristocracia de Espíritu traza una línea entre aquellos que viven en su tiempo y lo acatan, pasan de puntillas, dóciles, mansos, callados, timoratos, deseando morir tumbados en un mundo que no les ha herido, y entre aquellos que después de una batalla fiera y cruenta, en la que subes y bajas, pereces y resucitas, anhelan un solo relámpago en el que exonerarse y poder yacer, redimiendo su espíritu y el ser del hombre.
El aristócrata será elitista, no se siente igual y no lo quiere ser, desea el enfrentamiento, ansía la reyerta, se regocija en la lucha, porque la confrontación con la realidad le sostiene, es la única forma digna de habitar en ella. Y allí podrá ser hipérbol y exageración, trasunto inverso del sillón de un ciudadano de bien, fantasmagoría de un chalet adosado, la intransigencia de ideas majaderas, un jirón en el devenir lineal, el fanatismo que quiebra una apacible velada ante el televisor, la intolerancia hacia los derechos dictados por la lógica, el esputo de la irracionalidad, el vómito de un mundo empachado de tibieza. El aristócrata ultraja la medianía, abrasa lo comedido, ruge bajo el fango. Quiere descender hasta lo insondable y ascender hasta lo exquisito, caer en el pecado y blandir la rectitud. Un aristócrata de espíritu debe estar dispuesto a ser degradado por el pueblo ajibarado, cuyas sentencias son fruto de la sensata indolencia; debe aspirar a ser depuesto del seno de la igualdad democrática; maldecido por el sentido común del eunuco; repudiado por la débil voz de la mayoría, ronca de aclamar proclamas humeantes. Debe regodearse en las marismas del desenfreno para conocer la virtud, es parte del vaivén que sacude su alma; un Don Juan que se sitúa en otro ámbito de la existencia que le permite errar, sangrar y herir, eximir el pecado de quien no desea vivir una vida plena para no temer y temblar. Y así llegará al Ser, sacrificando la comodidad y la tentación de un mundo de latón, enfrentándose a su tiempo para ser su tiempo.