Europa en su encrucijada. África en la suya

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JOHANNESBURGO.- Es bastante común entre arrogantes/ignorantes de la anquilosada Europa aseverar, sin más conocimiento de causa que el que proporciona la horda de prejuicios que conforman su razón, que todos los problemas que padece África se deben a la menor inteligencia de sus moradores primigenios, a una cuestión genética, o a que son más simio que homo. Escudados en la progresiva historia, en esa línea temporal que avanza sin tregua desde que la visión cosmogónica judeocristiana tomó las riendas intelectuales de Europa, y que habrá de terminar en el Día del Juicio Final (o en el Mundo Feliz de Huxley), se vive atrapado en la mentira prometeica que creará, un día, la imposibilidad de sostener el mundo sobre los resbaladizos y poco titánicos hombros de nuestra fe o creencia ciega en lo tecnológico por lo tecnológico, en lo imperecedero del contexto que habitamos, en lo inmortal del sistema que alimentamos.

El africano anda despacio, consciente de que el tiempo no existe, y tras el debido almuerzo, o sin él, su cuerpo yace inerte y confiado sobre la abundante hierba de una ciudad como Johannesburgo, los brazos sobre el rostro, resguardándolo de la luz del mediodía. La paz se respira por doquier y tan sólo el pasar mecánico de algún automóvil rompe la armonía creada.
Por estos lares, caminar deprisa implica deshonor, no soportar ni aceptar las dificultades propias de nuestra existencia, sucumbir a la mentira del paso del tiempo, converger en la vida de autómata propuesta por el modelo cristalizado tras la II Guerra Mundial. El mito del progreso que nos abate sugiere en las evangelizadas mentes del desarrollo tecnológico y social que aquellos que no se subieron al tren suicida que arrancó su paso de alta velocidad tras las revoluciones dieciochescas –la tecnológica de Inglaterra y la sociopolítica de Francia, asumidas las dos íntegramente por el mancebo y poderoso Cíclope llamado Estados Unidos– fue porque no supieron ni pudieron hacerlo, intelectualmente menores, niños a los que hay que tomar de la mano. No consideran que, simplemente, no les fuera necesario ni relevante de acuerdo con su visión cosmogónica, y por eso no se produjera.
La arrogancia del europeo de a pie, dichoso y feliz dentro de su burbuja del bienestar, sin apenas saber, cegado y lobotomizado por los mecanismos oficiales desarrollados para tal propósito –los Medios de Comunicación, que los anglosajones denominan más certeramente como los Medios de Masas–, le lleva a considerarse superior a sus congéneres africanos, él, perro fiel del sistema que lo exprime, zombi del siglo XXI. Que Miguel Ángel, Goya o Wagner deslumbraran con su genio al mundo no quiere decir que aquellos otros que nacieron en el mismo continente tengan la desfachatez de pensarse intelectualmente superiores a cualquier africano, sin más mérito o desmérito, según se mire, que el de su tez rosa pálido.
Si se ha viajado algo como viajero por el África Negra, no como turista Livingston cinco estrellas, con su réflex y su ropita toda caqui y llena de bolsillitos, se sabrá que un grupo de júligans cerveceros o la chusma que escucha a los 40 subnormales de turno de camino al ¿trabajo? no son intelectualmente, ni por asomo, más brillantes que la matrona que fuma su pipa de hierba y cuenta historias ancestrales alrededor del fuego. Pero los zombis del sistema zombis serán, a no ser que un cortocircuito oportuno en sus dogmas obre el milagro: el entendimiento.
Una prioridad del sistema es que sus reses se sientan cómodas y seguras dentro del cercado que las aísla, y que todo lo demás se vea como grotesco y menor –en el caso de grupos humanos que siguen patrones de conducta muy distintos a los establecidos por la Sociedad del Bienestar–, o como paradoja, rareza,... si no peligro –en el caso de la cabra que repudia el cercado y tira al monte, valga la metáfora, mejor explicada por Platón y su caverna.
En España, la inteligencia, el genio y la brillantez intelectual son proscritas, y artistas y pensadores son para el vulgo meros excéntricos ante los que se menea la cabeza, condescendientemente, como perdonando, en el mejor de los casos. En el peor se les denigra mediante burlas zafias y ramplonas, como a Paco Umbral, una de las más portentosas plumas de las dos Españas machadianas que nos ha de helar el corazón, el cual hablaba de la generación que ríe la caca del perro, en referencia a la horda que se suspende, la boca abierta, ante las interminables ráfagas de seriales y programas estúpidos que pueblan la televisión, y que ha olvidado el verbo profundo.
La exclusividad intelectual no existe, y lo mismo que otras civilizaciones sucumbieron a la barbarie, Europa morirá, y otras semillas brotarán, pues, como en estas mismas páginas decía Vitali, citando a un buen amigo suyo, tan lejano, tan cercano, “la semilla no entiende de suelo. Donde caiga brotará si las condiciones así se lo permiten”.
El mito del progreso y la idea del desarrollo –en boga más que nunca con la expresión eufemística del desarrollo sostenible, séase, explotación y violación del planeta, sus recursos y sus personas al servicio del interés general– han durado demasiado, amparándose en el año cero, en esa línea histórica que avanza imparable hacia el fin de los tiempos, en términos bíblicos, con su juicio final, sus justos y sus pecadores; o hacia el fin de la historia, en términos marxistas, con su sociedad perfecta, su igualitarismo lobotomizante, sus hombres sin alma: su Sociedad del Bienestar.
El concepto de Tiempo no existe para el africano, y el idioma europeo se tercia imprescindible cuando, en medio de una conversación en la lengua materna de turno, es menester decir la hora. Aplicando este concepto del no-tiempo al alfa y omega de una civilización dada, la cual creciera intelectualmente bajo la batuta de los mejores, y luego sucumbiera, dejando sólo sus vestigios, y a veces su legado, se podría decir que la presunción del avance, en términos temporales, que no espirituales o intelectuales, carece de sentido alguno, si bien, cuando el destino nos alcance, desapareceremos sin más, dejando mucho, poco o nada a la posteridad, y otros vendrán, y recogerán el testigo de Prometeo... Así, ad infinitum.  

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