Los españoles que dieron su vida por Constantinopla

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J.J.E.

"No hubo ni habrá jamás suceso más terrible", anotaba un monje entre las cenizas de la derrota. Fue terrible, en efecto. Las murallas de Constantinopla asisten a la llegada de los turcos. Los turcos son un ejército imponente de 80.000 hombres. Dentro de la ciudad, el último basileus sólo dispone de 7.000 hombres para defender veintitrés kilómetros de recinto amurallado. La victoria era imposible. Sin embargo, se dio la batalla.

"De pronto se oyó un estruendo horripilante. A todo lo largo de las murallas los turcos se habían lanzado al asalto entre gritos de guerra, mientras tambores, trompetas y pífanos los animaban a la lucha". Lo cuenta así Sir Steven Runciman en su clásico La caída de Constantinopla, editado por Austral en 1965 y reeditado en 2006 por Reino de Redonda. Es fundamental leer ese libro de Runciman para palpar toda la tragedia de la caída. También para conocer a sus protagonistas: el emperador Constantino, que prefirió morir en una última carga antes que rendir la ciudad; el discutidísimo militar genovés Giustiniani, “experto en sitios”; el extraño sabio húngaro que vendió a los turcos un cañón letal que antes había ofrecido a los bizantinos, pero no pudieron pagarlo; el cardenal Isidoro, astuto como sólo puede serlo un cardenal. Y junto a ellos, un personaje fascinante: Francisco de Toledo, noble castellano que murió al lado del emperador.

Este Francisco de Toledo suele pasar por demente, pero en realidad es una figura a mitad de camino entre cruzado y quijote. Nadie sabe muy bien de dónde venía realmente. Había llegado a Constantinopla unos años antes, con la fantástica pretensión de ser primo del emperador. Como en aquella Bizancio todo era posible, tras ciertas querellas terminó siendo aceptado; entre otras cosas, por voluntad del propio basileus Constantino. Sirvió a su “primo” con devoción ibérica. Y en la última hora estaba allí, peleando con aquellos pocos miles de hombres frente a un enemigo infinitamente superior. Francisco de Toledo murió heroicamente en la penúltima cruzada (toda cruzada es siempre la penúltima), entregando la vida en aquella derrota crucial de la cristiandad.

¿Era el único español? No: también estaban los soldados de la Corona de Aragón, catalanes, aragoneses, valencianos, mallorquines, sicilianos. Desde la portentosa y sanguinolenta proeza de los almogávares, el Reino de Aragón tenía vara alta en las cosas del Mediterráneo oriental. No en vano pertenecían a la corona aragonesa los ducados de Atenas y Neopatria. Así que allí estaban también unos soldados catalanes al mando del capitán Pere Julià, y con ellos, el cónsul de la Corona en la ciudad, llamado Joan de la Via. La mayoría de los aragoneses murieron en la defensa de la muralla oriental de Constantinopla, sobre el Mármara. En cuanto al cónsul, Joan de la Via, él y sus hijos fueron asesinados por orden del sultán cuando la ciudad cayó en manos turcas.

Constantinopla cayó, entre otras cosas, porque las coronas europeas se desentendieron de la suerte de Bizancio. Reconforta saber que, al menos, hubo allí algunos españoles para salvar el honor.

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