Nada es un capricho: todos los rasgos rituales de la Navidad poseen un hondo sentido espiritual y comunitario. Muchas de esas costumbres se hunden en la noche de los tiempos. La Navidad es una fiesta cristiana con un fuerte arraigo en eras anteriores. Ese precedente ha sobrevivido en numerosos ritos, adaptado al mensaje evangélico. Desde este punto de vista, la Navidad es un riquísimo testimonio identitario. Costumbres festivas como los banquetes, los villancicos, el aguinaldo o, por supuesto, el árbol, forman parte de ese gran legado cultural. Conocer su origen y evolución ayuda a mantener el sentido de la fiesta y superar la mísera mercantilización de nuestros días.
Alfredo Martorell
Tomemos, por ejemplo, una de las costumbres más típicamente navideñas: la del banquete. Para culminar la cristianización del solsticio, la Iglesia quiso hacer del periodo de Adviento (las cinco o seis semanas, según el rito, previas a la Navidad) un periodo de penitencia y ayuno. El papa Gregorio Magno, a principios del siglo VII, predicó una serie de homilías en ese sentido, pero su éxito fue muy limitado. El periodo de ayuno fue reduciéndose poco a poco hasta quedar limitado a unos pocos días. Su carácter obligatorio perdió fuerza y los propios papas se vieron obligados a tolerar su transgresión, antes de que fuera definitivamente abolido por el nuevo código de Derecho Canónico en 1918; en la Iglesia de Oriente, por el contrario, su práctica sigue siendo muy estricta. Y es que las semanas previas a la Navidad, en Europa, han sido siempre un periodo de alegría y alborozo, de gozosa preparación a la fiesta, sin carácter expiatorio.
Tradicionalmente, el pueblo ha celebrado el periodo de Adviento a partir del 11 de noviembre, San Martín, fecha (móvil, no obstante) que tanto en Alemania como en España permanece vinculada a la matanza del cerdo. El cerdo, de hecho, ha sido el manjar emblemático de la Navidad hasta que los españoles introdujeron en Europa el pavo, procedente de México. Y así el adviento popular es una verdadera escalada gastronómica que culmina con los banquetes de los días 24 y 25 de diciembre, y con el apogeo de los dulces de Navidad: todos los pueblos de Europa poseen sus propios dulces navideños, desde los mazapanes y turrones españoles hasta los cognés de la Lorena, pasando por las keniolles de Flandes y el plum pudding inglés. Es una costumbre antiquísima: existe constancia documental de que en la Edad Media los vasallos ofrecían a sus señores "panes de Navidad" en signo de fidelidad renovada.
¿Qué quiere decir “aguinaldo”?
Otro tanto cabe decir de una estampa tan vinculada al periodo navideño como la de los niños que piden el aguinaldo. El origen de esta palabra, aguinaldo, es un misterio. En castellano antiguo se decía aguilando, y la Real Academia Española lo hace derivar del latín hoc in anno. En francés se dice Au gui l’an neuf; en dialecto gascón, aguilloné. Pero en bretón recibe el nombre de aghinaneu, lo cual ha hecho pensar en un origen céltico del término. Su campo semántico es siempre el mismo: un coro —ya de niños, ya de pobres— que en los días de Navidad pide limosna de casa en casa. Hoy designa especialmente el regalo que se ofrece a los grupos de escolares que recorren los hogares durante el periodo navideño, tocando música y cantando. Desde el punto de vista antropológico se ha explicado numerosas veces su significado social y "mágico": en origen son un signo de buen augurio, porque los niños, al recibir los regalos de la comunidad, aseguran la suerte durante el año que entra; por eso existe también la superstición de que negarse a atender sus peticiones trae mala suerte.
Tan inseparable de la Navidad como el aguinaldo son los villancicos. Ésta es la denominación propiamente española, pero en todas partes existen cantos específicos para este periodo del año. También aquí la vieja costumbre pagana se impuso sobre las correcciones introducidas por los teólogos. Existen vestigios de que los villancicos oficiales, en el siglo V, eran cantados en latín y respondían a melodías profundas y solemnes. Éstos, empero, fueron rápidamente sustituidos por los cantos populares, que reforzados por su arraigo tradicional se reinstalaron en un universo religioso del que habían sido excluidos. Así florecieron los villancicos en España, las Weihnachtslieder alemanas, los carols ingleses, los chants de Noël franceses...
Todos vienen además caracterizados por el importante papel que en ellos juegan los niños. Vencido el tabú eclesial, los villancicos llegaron a cantarse y bailarse en las iglesias, hasta que tal costumbre fue proscrita en el siglo VII por uno de los concilios de Toledo, verosímilmente el XIV, en 684 (por cierto que el transformar las iglesias en escenario de los ritos populares tradicionales parece haber sido una costumbre muy arraigada: es sabido que en España se celebraron corridas de toros en el interior de aquéllas). Pero es el hecho que los villancicos siguieron en las calles y en los hogares de toda Europa, siempre con sus ritmos alegres y acompañados por instrumentos populares como la zambomba española, los caramillos ingleses o el Rummelpot alemán.
Y el Árbol eterno
¿Y el árbol de Navidad? Es una costumbre de origen alsaciano. Los primeros datos acerca de esta costumbre en la época moderna datan de los años 1521 y 1539, y siempre circunscritos a esa región de Europa. No se generalizará por todo el continente hasta el siglo XIX. Ahora bien, aunque el rito en su forma actual sea de origen próximo, el tema del árbol ligado a la fiesta del solsticio parece ser antiquísimo. J. Lefftz lo hace remontar al paganismo antiguo (Elsässischer Dorfbilder, Wörth, 1960).
Parece claro que no hay ningún rastro cristiano en él. En la simbólica cristiana, el único árbol conocido es el árbol del jardín del Edén, del que Adán comió el fruto prohibido, desobedeciendo a Yahvé. Por el contrario, algunos datos de la vieja Irlanda y sobre todo de Escandinavia permiten remontar esta costumbre a un viejo culto al árbol germánico. Hoy se admite, con M. Chabot, que "en los tiempos paganos, en las fiestas de Jul, celebradas a finales de diciembre en honor del retorno de la Tierra hacia el Sol, se plantaba ante la casa un abeto del que colgaban antorchas y cintas de colores" (La nuit de Noël dans tous les pays, Pithiviers, 1907). Pero el árbol no aparece sólo en la tradición germánica: gracias a Virgilio sabemos que en Roma, durante el periodo de las saturnales, se colgaba en plaza pública un árbol cargado de juguetes.
Nos hallamos aquí en presencia de otro elemento inseparable de la mentalidad mítica europea: el árbol como símbolo sagrado, como eje o pilar del mundo; un árbol que para los celtas era una encina o un roble, un fresno para los escandinavos (el famoso fresno Yggdrasill) y un tilo para los germanos. El árbol, con su impresionante estructura, sus hojas, su tronco y sus raíces, es una representación del cosmos y de su organización; pone en contacto los diferentes niveles del mundo (el cielo, la superficie y el reino subterráneo); une el presente, el pasado y el futuro, y liga al hombre con su linaje y su devenir. Vínculo de lo continuo y lo discontinuo, representa la vida que nunca acaba y por eso es símbolo de la regeneración perpetua de la vida. Exactamente del mismo modo que el solsticio de invierno da testimonio del renacimiento eterno del sol. Árbol y Navidad, por tanto, mantienen entre sí una comunión de significados. No es extraño que uno y otra comparezcan al mismo tiempo en presencia de los hombres. Y, por otro lado, no tiene demasiado sentido verlo como un enemigo de la fiesta cristiana: ¿Acaso la cruz no es un árbol?