José Javier Esparza
Podemos comenzar nuestra historia a finales del siglo XVI, porque la quema de brujas no fue tanto cosa medieval como de los siglos posteriores. En toda Europa hay una auténtica fiebre contra las brujas. Las cifras son alucinantes: se calcula que entre los siglos XV y XVIII habrá 100.000 juicios por brujería, de los que la mitad, 50.000, terminaron con la quema del acusado. Pues bien: de esas muertes, la mitad ocurrieron en los estados alemanes; en Francia llegaron a 4.000; en países tan pequeños como Liechtenstein, las quemas alcanzarán al 10% de la población, nada menos.
Caza de brujas
España no quedará fuera de estos procesos por brujería, aunque nuestras cifras durante el siglo XVI son comparativamente escasas; algún autor extranjero de la época lo atribuye a que ni el Diablo se fiaba de los españoles. Sin embargo, a finales de ese siglo XVI se observa un aumento de la persecución. ¿Por qué? La ola viene de Francia, y más precisamente de un gran jurista y filósofo político, Juan Bodino, que en 1580 ha publicado su Demonomanía de los brujos. ¿Y qué hace un jurista hablando de estas cosas? No era sólo Bodino; en aquella época, los intelectuales concedían a la demonología gran atención y, de hecho, el ámbito donde se planteaban estas materias no era tanto el eclesiástico como el de la cultura civil. Esta preocupación era reflejo de la general creencia popular en brujos y hechicerías. Bodino añadió un argumento político: los brujos, al reconocer como único señor a Satanás, eran enemigos del Estado.
Por estas y otras razones, hacia 1600 hay un verdadero fenómeno de terror colectivo en torno a la brujería. La mecha prende en la región vascofrancesa de Lapurdi. Para atender las numerosas denuncias de brujería, el rey de Francia, a petición de los regidores locales, envía a un juez especial, Pierre de Lancre, un hombre absolutamente convencido de la necesidad de erradicar la brujería a sangre y fuego. Lancre entró a saco: acusó formalmente a 3.000 vecinos y mandó quemar a unos 600, entre ellos a tres curas. El juez francés lo mezclaba todo: veía brujería en el juego de pelota, en los bailes regionales, en las prácticas curativas rurales… El propio obispo de Bayona tuvo que exigir que Lancre se marchara de allí. Se marchó, pero no sin llevarse a varios cientos de presos. Muchos amenazados buscarán refugio en el lado español de los Pirineos.
Es entonces cuando se dispara el fenómeno en el norte de España, en las montañas vasconavarrras. Por todas partes aparecen denuncias. La gente de los pueblos levanta rumores, señala culpables, busca acusados… Muchos de los sospechosos confiesan. Pronto se extiende una atmósfera de terror comparable a la de otros lugares de Europa.
Como la violencia empieza a hacer estragos, el orden interviene. Lo hace depositando el problema en manos de la Santa Inquisición, que en España, como en Portugal y en Italia, se encargaba de asegurar la unidad religiosa del reino. La Inquisición, recordemos, sólo juzgaba a cristianos, no a creyentes de otras confesiones; pero la brujería entraba de lleno en sus competencias, pues se trataba de prácticas satánicas u ocultistas atribuidas a bautizados y, por tanto, sujetos a obediencia a la Iglesia. El Santo Oficio se hace cargo de la situación hacia 1609 e instala en Logroño la sede de los jueces de brujas. Los primeros inquisidores se dejan ganar por la presión popular y la atmósfera generalizada de venganza: se proponen interrogar bajo tortura a los encausados y mandar al fuego a quienes consideren culpables. Pero la Inquisición es una casa muy seria: hay que estudiar los sumarios, documentar las acusaciones, fundamentar la aplicación de la ley…
El material que reunieron los inquisidores era inquietante. Cientos de sospechosos habían confesado acudir a aquelarres donde se adoraba al Macho Cabrío. Otros muchos habían reconocido que elaboraban brebajes mágicos, generalmente a petición de algún vecino, para ayudarse en sus conjuros o realizar transformaciones prodigiosas. Un cierto número de mujeres decía haber mantenido relaciones carnales con el Diablo. Por último, numerosas madres habían denunciado a sus propias hijas porque, al anochecer, abandonaban su casa volando por los aires para acudir a los aquelarres. Realmente estremecedor. Por la cuantía y unanimidad de los testimonios, no cabía duda: allí había mucho brujo convicto y confeso.
El abogado
Pero entonces aparece en escena otro inquisidor, don Alonso de Salazar: religioso, jurista, 45 años. Y Salazar duda. No por razones de tipo jurídico –ya hemos visto lo que pensaban juristas como Bodino o Lancre-, sino por razones de carácter religioso combinadas con el sentido común. Salazar cree en Dios, cree en el Demonio y no ignora que hay prácticas brujeriles y satánicas, pero se niega a atribuir a Satanás los supuestos prodigios que el pueblo narra en las aldeas y que desafían a la inteligencia. En esa misma posición está un importante humanista de la época, el extremeño Pedro de Valencia, que ha estudiado los procesos por brujería y ha llegado a la conclusión de que, en la mayoría de los casos, son invenciones de los testigos, producto del miedo, manifestaciones de alguna enfermedad mental o, simplemente, una tapadera para encuentros indecentes. De modo que Salazar se planta ante sus colegas y reclama un poco de sensatez:
"Lo que yo os digo es que no hubo brujos ni embrujados en este lugar hasta que se comenzó a tratar y hablar de ellos. El problema es: ¿Hemos de creer que en tal o cual ocasión determinada hubo brujería, solamente porque los brujos así lo dicen? No, naturalmente, no debemos creer a los brujos, y los inquisidores creo que no deberán juzgar a nadie, a menos que los crímenes puedan ser documentados con pruebas concretas y objetivas, lo suficientemente evidentes como para convencer a los que las oyen. Pero ¿cómo poder documentar que una persona, en cualquier momento, vuele por el aire y recorra 700 km en una hora; que una mujer pueda salir por un agujero por el que no cabe una mosca; que otra persona pueda hacerse invisible a los ojos de los presentes o sumergirse en el río o en el mar y no mojarse; o que pueda a la vez estar durmiendo en la cama y asistiendo al aquelarre… o que una bruja sea capaz de metamorfosearse en tal o cual animal que se le antoje, ya sea cuervo o mosca? Estas cosas son tan contrarias a toda sana razón que, incluso, muchas de ellas sobrepasan los límites puestos al poder del demonio".
Salazar sabía de lo que hablaba. Había investigado el caso a fondo. Se había instalado en el norte de Navarra –en Sanesteban, Doneztebe en vasco- y había hablado con todo el mundo. A lo largo de dos años había comprobado los casos uno a uno, confrontado los testimonios, interrogado a los testigos… Y descubrió cosas asombrosas. Por ejemplo, que los acusados que habían confesado acudir a los aquelarres de brujos no coincidían nunca en señalar un mismo lugar, ni al describir los caminos de llegada y salida, ni lo que allí ocurría. Descubrió también que los brebajes mágicos atribuidos a los brujos, que Salazar experimentó con animales, eran inocuos. Examinó a las mujeres que decían haber tenido relaciones carnales con el Diablo y constató que eran vírgenes. Este investigador, digno de una novela policiaca, quiso saber también qué había de cierto en el caso de esas muchachas que, según sus propias madres, abandonaban la casa volando: hizo atar a la cama a las muchachas en presencia de sus madres y aguardar durante horas; ninguna salió volando. Así se deshizo en España la superstición: gracias al celo lógico del inquisidor Salazar.
Y si todo era una patraña, ¿por qué había tanta gente dispuesta a declarar lo contrario? Bueno… También hoy tenemos a nuestro alrededor millares de personas dispuestas a manifestar que creen en los extraterrestres. ¿Era todo una invención? Todo, no: la brujería existía y seguiría existiendo, así como las sectas satánicas. Pero los supuestos aquelarres, al parecer, no eran más que una mezcla de viejas e inofensivas pervivencias rurales de origen pagano (por ellas quemaron a aquellos tres curas en Lapurdi), o asambleas más o menos subrepticias de alcohólicos; los misteriosos brebajes mágicos eran recetas de aldeana –ungüentos, cataplasmas- contra enfermedades reales o supuestas; las amantes del demonio, solteras con problemas mentales, y las doncellas voladoras, muchachas que al anochecer salían de sus casas para cambiar confidencias o atender a algún pretendiente. No era un modelo de vida ideal, pero poco tenía que ver con la brujería.
Por eso, en fin, España, Portugal e Italia, los países donde funcionaba la Inquisición, fueron los que menos cazas de supuestas brujas conocieron. Gracias al sentido común de detectives como Alonso de Salazar.
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