No es verdad que nuestro sistema público de pensiones encierre en su seno una estafa piramidal. Ese aserto tan lapidario y tantas veces repetido, simplemente no es cierto. A fin de cuentas, también Alemania y Francia, países que comparten con España idéntico sistema estatal de reparto, sufren ambos un acelerado proceso de decadencia demográfica, con caídas de la natalidad parejas a las que desde hace ya décadas se vienen observando en España. Y, sin embargo, no se le oye a nadie decir que las pensiones futuras de los trabajadores alemanes y franceses corran serio peligro por dicha razón. Y si nadie lo dice es porque ese eventual riesgo de impago no se da ni en Francia ni en Alemania. Tal amenaza solo se constata en España (amén de en Portugal y en Grecia). Circunstancia que por sí misma desmiente el lugar común aquí tan extendido entre la opinión pública y la publicada. Tampoco es verdad que, tal como ahora predican PSOE y Podemos, el creciente desequilibrio entre ingresos y gastos que sufre la caja de la Seguridad Social pueda corregirse apelando a los impuestos. Esa quimera tributaria también es simplemente falsa.
Repárese si no en las siguientes cifras. Para el año 2030, instante en el que todas las proyecciones actuariales sitúan al sistema español de pensiones en una situación de quiebra técnica, faltará un 25% del dinero necesario para pagar a los pensionistas. En valores absolutos, unos 30.000 millones de euros anuales. Una cantidad que equivale a la mitad de cuanto recauda Hacienda durante un año en concepto de IRPF. La mitad. ¿En qué cabeza cabe que nada menos que el 50% de la recaudación del IRPF pudiera ser desviada en su integridad únicamente a pagar pensiones? Quizá en la de Pedro Sánchez y en la de Iglesias Turrión, pero sospecho que en ninguna otra. Por lo demás, fantasear con cambiar el sistema de reparto por el de capitalización también sería eso mismo: una fantasía. Aquí y ahora, es imposible cambiar de sistema. Completamente imposible. Repárese en otro dato: Chile, el ejemplo al que siempre apelan los partidarios de la capitalización, necesitó destinar el 8% del PIB para financiar la transición entre los dos modelos (si todos los trabajadores activos dejan de golpe de cotizar al sistema de reparto, sus aportaciones las tiene que realizar el Estado). Un 8% del PIB español serían unos 80.000 millones de euros. ¿De dónde iba a sacar hoy el Estado 80.000 millones de euros para hacer eso? Pues de ningún lado porque no los podría conseguir. Ni en broma los podría conseguir.
Mas volvamos a la cuestión inicial. ¿Por qué no quiebra el sistema de reparto en Francia o en Alemania, pero sí amenaza con hacerlo el español? Pues por una razón simple, a saber: en España, a diferencia de lo que sucede en Francia y Alemania, hay demasiados mileuristas en relación a la población total. Un mileurista es un trabajador que, en el caso improbable de que consiga trabajar sin interrupción durante la totalidad de su vida adulta, esto es entre los 18 y los 67 años, aporta al sistema en concepto de cotizaciones unos 136.000 euros. Después, una vez jubilado y antes de morir, obtendrá de él en concepto de pensión aproximadamente unos 220.000 euros. ¿Es sostenible un sistema así? Bueno, sí, es sostenible, pero siempre y cuando los mileuristas no constituyan la mayoría de los trabajadores acogidos a él. He ahí la almendra del problema. En Francia y el Alemania los mileuristas son uno de cada seis cotizantes. En España, en cambio, ya suponen uno de cada tres. Y su porcentaje no para de subir. Sueldos bajos es sinónimo de cotizaciones bajas. Y cotizaciones bajas combinadas con incrementos constantes de la esperanza de vida es sinónimo de miserabilización progresiva de la Seguridad Social. Y esos cráneos privilegiados del FMI nos vienen a decir que el asunto se resuelve importando a otros ocho o nueve millones de inmigrantes extranjeros poco cualificados para que trabajen en empleos de ínfima retribución salarial. Claro, y así aplazar el problema otros 20 años, hasta que les tocase jubilarse a esos otros ocho millones de cotizantes paupérrimos. Y vuelta a empezar. ¡No es la demografía! ¡Es la productividad, estúpidos!
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