Las notas de las famosas agencias de calificación le recuerdan a uno a las del colegio. En vez del PA o el NM de antaño, por ejemplo, ahora tenemos la A, o AA, o AA-, o AAA+ a modo de orgasmos en distintos niveles. Luego está la B de los borregos, también con sus distintas gradaciones, y por último la C, de los cerdos, o de los PIGS, como les llaman los más libidinosos al cuarteto de los frígidos (Portugal, Irlanda, Grecia y España, Spain, en inglés).
Los políticos matan y cosas peores por alcanzar el orgasmo, aunque sea uno rápido, en plan A. Porque para que les obliguen a la abstinencia y encima les llamen borregos, o incluso cerdos, pues no son ni están. Y además es un palo gordo catear, porque después viene otro más grueso: el de las elecciones, que llega sin caricias previas y entra a saco por donde más les duele, que son las urnas.
Pasa que esto de las notas suena a subjetivo, y más cuando hay un gracioso oligopolio de tres agencias que no se ponen de acuerdo, por supuesto, a la hora de dar sus veredictos, a pesar de constar el asunto de datos objetivos. Algo tan falso y frívolo como las listas de los más guapos de las revistas, donde el criterio principal es aquella subjetividad y una suerte desconocida, para la mayoría, de intereses del momento.
Recuérdese la gran fiesta islandesa, a cuyos bancos calificados por la omnipresente Standard & Poors con AAA+ se les cayó la erección en pleno apogeo como a John Bobbit, aquel marine estadounidense a quien su mujer, Lorena, se la cortó mientras dormía. Cosas turbias en fin, y también tan increíbles y parciales, e inútiles al cabo, como imaginar haber tenido a un maestro sobornado en la EGB, o que el tío más atractivo del mundo sea, año tras año, George Clooney.
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Malas notas
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