"¡Gallardón: las strippers te las pagas tú!"

¿Noche en blanco? El cerebro en blanco

El pasado sábado se celebró en Madrid la segunda edición de La Noche en Blanco. Al parecer, más de un millón de personas se sumaron a la fiesta de Gallardón, para alborozo de la inmensa mayoría de los medios de comunicación. Pero el programa de la noche en cuestión ha sido una intensísima apología de la banalidad. Incómodo papel, éste de denunciar que el rey está desnudo. Muy duro, esto de poner un pero a la multitud. Difícil, bien difícil, resulta argumentar cuando lo que se denuncia, en este caso el ocaso del sentido común, es o evidente o invisible.

Compartir en:

ANTONIO ARCONES
 
He aquí parte del programa de semejante fasto, que hizo posible que la cultura invadiera –eso ha llegado a escribir alguno– las calles de la capital. Las descripciones están tomadas de la información que El Mundo ofreció a sus lectores esa misma noche.
 
– Exposición Cada hombre y cada mujer es una estrella (Teatro Valle-Inclán). Son varios fluorescentes que forman una estrella.
 
 – Espectáculo ¡Quiero ser artista! (Plaza de Callao). La gente se inscribe para un concurso. Los participantes tendrán que grabarse en su casa cantando y mandar el vídeo a una página web.
 
 – Actividad Be a Star (Cine Capitol). El público forma parte del espectáculo. Sale de una limusina y los demás espectadores chillan como si estuvieran viendo a personas famosas. El público pasa por la alfombra roja y proyectan su imagen en una pantalla gigante.
 
 – Actividad Matrimonio entre Cibeles y Neptuno. En Cibeles hay una cabina rosa, donde las chicas pueden acudir a fotografiarse la parte de su cuerpo que quieran. A su vez, en Neptuno está colocada una cabina de color azul, donde los chicos pueden ir a hacer lo propio. Después, deben acudir a la fuente de Apolo, donde deben buscar a la persona del otro género que se ha hecho la misma foto que ellos. El reencuentro se celebra con una copa de champán y firmando en un libro una bella dedicatoria sobre la otra persona.
 
 – Actividad Laberinto fluido (Jardín Botánico). Una iluminación especial en el jardín con luces de colores y altavoces de los que salen palabras inconexas. El espectador escribe mensajes en lacitos para colgar en las ramas de los olivos.
 
 – Espectáculo I Will Never Stop Dancing (Paseo de Recoletos). Performance en la que una joven rubia que da tumbos por la calle acaba haciendo de stripper y se sube a un potro de gimnasia a ritmo de música dance.
 
Incómodo papel, éste de denunciar que el rey está desnudo. Muy duro, esto de poner un pero a la multitud. Difícil, bien difícil, resulta argumentar cuando lo que se denuncia, en este caso el ocaso del sentido común, es o evidente o invisible.
 
 Tuve un amigo en la universidad que siempre trataba de convencernos de que se compraba el Playboy por los artículos, que eran muy interesantes. Pues algo parecido han dicho los políticos de turno a la hora de vendernos La Noche en Blanco, una noche de bullicio y bares abiertos.
 
No encuentro reparos a que los museos abran hasta las tantas: para eso tenemos en Madrid unas fantásticas noches de verano, primavera y otoño. La idea, incluso, puede tener cierta gracia. Tampoco pondré peros a una noche de bares abiertos: de hecho, podría hacerme recordar esos tiempos en que esta sociedad estaba reprimida pero los bares jamás cerraban. (Y es que, cuando el orden está en el propio cuerpo social, no necesita imponerse por medio de coerciones externas de gran calibre. Sólo cuando ya nada tiene mesura acaba el Estado marcándonos el prado en que podremos, de ahí en adelante, pastar). Pero es que nada de eso es importante en La Noche en Blanco. Lo importante, ahí, es el despliegue de demagogia estatalista –disfrazada para la ocasión de política cultural–, de dirigismo socialdemócrata para los "ilustrados de todos los partidos". La invocación a la cultura sirve ahora para justificar casi cualquier gasto público, da igual si se trata de una exposición en que se representa a un Papa sodomizado o una retrospectiva pop sobre el legado de Rodríguez Ibarra.
 
Es posible que el hombre medio de hace un siglo no tuviera una cultura superior a la del de hoy en día (hablamos aquí de cultura como agregación inconexa de conocimientos y consumo industrial de arte). Pero es muy difícil creer que no se indignaría si alguien metiera la mano en su bolsillo y lo utilizara para reírsele en la cara. Hace un siglo serían menos cosmopolitas, tal vez, menos cultos, según qué entendamos por cultura, pero gilipolleces pasaban las justas.
 
La cultura entendida como producto de consumo servido graciosamente por el Estado providente es un instrumento más de control político. Sirve para visualizar el gasto público, para que veamos adónde van nuestros impuestos y nos convenzamos de que somos cultos, libres, adultos…; de modo que, absortos en nuestra miserable autocomplacencia, nos olvidemos de lacras tan perniciosas como la ausencia de libertad política real o la corrupción generalizada de la vida política.
 
Nos quieren como a los niños esos del cuento que se atiborraban de chocolate y caramelos, no tenían que estudiar y nadie les pedía cuentas por nada. Así estaban de felices, y de animalizados. Y es que, no lo olvidemos, al final los nenes se convertían en burros que trabajaban como bestias de carga sin emitir un quejido.
 
 Una humanidad libre y consciente no vende su dignidad a cambio de ocio organizado; al contrario, se rebela ante la estupidez. Tiene un sentido básico, primario, de lo bueno y de lo bello, y cada vez que oye la palabra performance sabe íntima e intuitivamente que está ante un imbécil pretencioso.
 
Por lo demás, hay otra cuestión no opinable, con independencia de los criterios estéticos o las interpretaciones sobre la cultura que se manejen. Y es que fastos como los de La Noche en Blanco se pagan con dinero que previamente se ha arrebatado al contribuyente. Bajo la excusa talismán de los hospitales y las carreteras, el Estado nos obliga a darle nuestro dinero para pagar unas gigantescas estructuras de poder que en no pocas ocasiones se visten con los ropajes de la cultura.
 
¿Que hay mucha gente a la que le gusta salir de una limusina y andar por una alfombra roja mientras el personal aplaude? Pues muy bien, me parece estupendo. Pero ¿es justo que se nos obligue a todos y cada uno de los madrileños a pagarles el capricho?
 
A los madrileños se nos ha bombardeado durante un par de semanas con cientos de anuncios que proclamaban: "Somos arte". Y los anuncios en cuestión, ¿qué eran? Pues publicidad encubierta de nuestro ayuntamiento... y una nueva ración de alpiste para los medios de comunicación. ¿Cómo se van a quejar los medios, si sacan tajada? ¿Libertad de prensa? ¿Libertad de opinión? ¿En un sistema en el que todos los medios viven con la espada de Damocles de la publicidad institucional y las concesiones administrativas pendiendo de sus cabezas? El gasto público, por definición, nos hace menos libres. Afianza un sistema perverso de control político, un sistema que permanentemente se blinda a sí mismo, pues todo lo compra. A cambio, nos brinda "adulación y circo" a una escala desconocida por el peor tirano de cualquier tiempo y lugar.
 
Mientras, nuestra expoliada clase media, que disfruta (es un decir) de un nivel de vida muy inferior del que podría llevar, asiente. Anestesiada. Inmovilizada por la venenosa adulación. Contenta como el burro que duerme en un establo bien caldeado. Incapaz ya de reclamar su libertad y de gritar, de una vez por todas: "¡Gallardón: las strippers te las pagas tú!".
 

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar