Creo recordar que Pablo Neruda apostilló en algún momento —¿acaso en su biografía Confieso que he vivido?— que ya no leía novelas que no empezasen con un disparo. Lo que sí es cierto, independientemente de lo anterior, es que Juan Carlos Onetti pasó la década final de su vida postrado en una cama sin más motivo que la abulia y sin más compañía —ni mejor posible— que una pila de novelas “negras”, una caja de cigarrillos rubios y una botella de whisky de etiqueta con un vaso limpio; todo ello, cabe añadir, se iba renovando, mediante la mano generosa de su mujer, con la debida frecuencia.
De vez en cuando, Onetti imponía lentitud a su estricta disciplina con el motivo de la insistente visita de algún joven escritor como el funcionario Antonio Muñoz Molina. El recientemente fallecido Caballero Bonald escribió al respecto: “Cuando yo lo conocí, se había pasado del vino tinto al whisky —por prescripción facultativa, según decía— y sólo leía novelas policiacas: Chandler, Simenon, Hammett, Jim Thompson, incluso algunas novelitas negras de frágil calidad y enredo curioso”. Algo que también habría firmado, gustoso, otro gran escritor hispanoamericano de “escenas interiores”, el llamado Mario Levrero, como atestigua su dietario sui géneris titulado La novela luminosa. Lo que Bonald veía desde su ironía intelectual de poeta snob —aunque maestro de la escritura, como atestigua en La novela de la memoria—, a mí me parece una oferta inmejorable para esperar el postrero momento en el que cruzar ese penúltimo umbral al que llamamos muerte. Al respecto ha quedado una foto para el recuerdo: Onetti, uno de los mejores novelistas del siglo, empuñando un revólver de juguete con una mueca asesina al tiempo que apuntaba a la cámara a semejanza de la célebre escena de Asalto y robo a un tren (1903) que Scorsese homenajearía al final de Goodfellas (1990).
Cada vez que un esforzado lector se encuentra frente a un autor de esos que la crítica tilda babosamente de “estilista”, “maestro de la prosa” o “candidato favorito a próximo Premio Nobel en todas las quinielas”; Netflix, HBO, Prime Video, teledeporte, la teletienda o todo lo anterior a un tiempo ganan un suscriptor a perpetuidad. Las lecturas cargantes favorecen el onanismo crítico y el trabajo académico en forma de artículos sin más lector que el propio autor a la busca de engrosar su currículum, es decir, la nadería intelectual bien remunerada en puntos positivos escolares. Estos dos nichos endogámicos de la pedantería literaria que son la crítica y la academia, al ser preguntados por sus argumentos para defender algún libro del perfil citado, suelen espetar, procrastinando ese final que consiste en no aclarar nada hablando mucho, para terminar eyaculando alguna memez del estilo: “La estética de la recepción nos muestra que en realidad el autor no es el escritor sino el lector. Porque es el lector el que, con su trabajo a la hora de desentrañar la novela, rellena el hueco dejado por el autor y crea la obra literaria”. En resumen: que quien se ha pasado siete horas al día delante de un ordenador —si no es nostálgico del papel— durante dos años para escribir una novela de trescientas páginas bien sudadas, en realidad solo ha hecho la mitad del trabajo a la espera de que lo termine un “hípster” de Malasaña mesándose las barbas con un gin-tonic en la otra mano.
El buen escritor no necesita que nadie le termine nada; y el buen lector se dejará guiar, gozoso y sin más vanidad que la de pasar algunas buenas horas, a través de una historia bien trabada y con personajes veraces. Quizás haya grandes lectores de verdad: aquellos que completan el libro descubriendo hallazgos insospechados en él, pero no suelen ser comunes. Tampoco se les espera ni, sobre todo, hacen falta si el libro es decente. El problema es cuando no es bueno, pero el crítico no quiere parecer idiota o el académico necesita unos añadidos más en el expediente para alcanzar el ansiado puesto. Entonces disparan al lector sin miramientos, a costa de que, nos guste o no, la literatura —no confundir con la industria editorial— pierda clientes a marchas forzadas. Ahí están los motivos: ausencia de calidad o escasez de entretenimiento.
En su Manual de Literatura para Caníbales en dos volúmenes —Señales de humo y La cadena trófica—, el escritor Rafael Reig narra una versión reciente de este mismo debate que titula “Guerra de las dos Marías”, aludiendo a una polémica sostenida en las páginas del suplemento renal “Bobolia”, del periódico “LoPaís”, entre Javier Marías y Fernando Marías donde el primero defendía la predominancia del estilo sobre la trama y el segundo la preponderancia de la trama sobre el estilo. Lo mismo había sucedido ya, décadas antes, entre otros dos escritores españoles de fama bien merecida: Juan Benet e Isaac Montero en las páginas de “Cuadernos para el diálogo”. En el plano internacional, dicha polémica tuvo lugar entre el sobrevalorado Jonathan Franzen y el vanguardista Ben Marcus. Lo cierto es que ni la novela realista ni la novela experimental están capacitadas para ignorar aquello que resulta más importante: la existencia del cada vez menos abundante lector.
En el fondo se trata de la vieja polémica entre “enseñar” o “deleitar” en literatura adaptada al signo de los tiempos. Y que nadie venga ahora con la tercera vía horaciana o le echamos escaleras abajo junto a todos los tibios de buen vivir, existentes en todo ámbito, que en el mundo han sido. La literatura, en cuanto arte, es, antes de nada, una técnica; un oficio y una escuela. Labor, por tanto, de artesanos. Habrá autores capaces de innovar, por supuesto, pero la primacía de este valor en la creación literaria no es sino una tendencia trasnochada del romanticismo: algo que, dicho en plata, me parece digno de eternos adolescentes pero no de escritores serios. Personalmente, me interesa ante todo la buena literatura. Del signo que sea y sin más etiqueta que aquella que corrobora su calidad. Y, después de eso, los autores curtidos en el arte de contar historias por escrito manteniendo unos criterios formales que justifiquen su trabajo como obra literaria. Punto. Si quieren más concreción les podría señalar cierta querencia particular por la literatura “de género” —nada que ver con Irene Montero, lo prometo—, donde uno se asegura que el autor no traiciona sus expectativas —en una novela negra: que haya asesinatos, personajes de dudosa moral, lo más descarnado de la condición humana, mujeres de buen ver y de mal vivir, el submundo económico del capitalismo y otro tipo de elementos encantadoramente convencionales pero tan eficaces como efectivos—, a riesgo de recibir una pedrada inmisericorde del lector experimentado.
Contaba Robertson Davies —por lo demás, un magnífico escritor canadiense que escribía en pleno siglo XX novelas que parecían extraídas del siglo XIX, también autor de una catedral literaria llamada Trilogía de Deptford y fabulador nato de numerosas historias por completo ajenas a toda innovación modernista—, cómo los antiguos narradores, antaño, iban de pueblo en pueblo contando historias en público y que, dependiendo de cuán interesante era lo que contaban, la gente les echaba más o menos dinero. Suponemos que los ínclitos estilistas de hoy cambiarían entonces de oficio —quizás para ingresar en la corte en calidad de bufones o de eunucos— para no morir ateridos por el frío. En palabras del propio Davies: “Un escritor de verdad desciende de los contadores de historias medievales que solían ir a la plaza de las ciudades, extender una alfombrilla en el suelo, sentarse sobre ella, golpear un cuenco y decir: 'Si me das una moneda de cobre, te daré un cuento de oro'. Si el narrador era bueno, reunía a un pequeño grupo de personas a quienes contaba una historia hasta que llegaba al punto más interesante; entonces, se detenía y pasaba de nuevo el cuenco. Así se ganaba la vida; si no conseguía retener a su público, debía dedicarse a otra cosa. Eso debe hacer un escritor”. Francisco García Pavón, en referencia a su propio trabajo, escribió que son “novelas con la suficiente suspensión para el lector superficial que sólo quiere excitar sus nervios y la necesaria altura para que al lector sensible no se le cayeran de las manos”. Ese equilibrio no es nada fácil de conseguir.
Quizás sea por eso por lo que que Davies explica con el encanto marca de la casa que la mayoría de “autores literarios”, de “obras de denuncia”, de “novelas de sentimientos” o de “ficciones filosóficas”, suelen editarse gracias a alguna cuantiosa subvención pública y acostumbran a ser promocionadas en medios culturales afines o en congresos universitarios a cargo del erario común. Es sabido que donde está la academia rara vez está el lector y casi nunca la literatura. Al menos, esa literatura de la que hablaba Davies y que escribía ese patriarca de todo plumilla llamado Cervantes para, ante todo, pasárselo bien él mismo y hacerle más leve la ardua existencia al prójimo. Que no es poco. Ya lo saben: si no empieza con un disparo, están legitimados a lanzar la novela lo más lejos posible —Francisco Umbral los arrojaba a su piscina; Sánchez Dragó, en su programa de televisión, a un ataúd— y a agarrar sin miramientos la merecida botella de whisky. Un trago, y a por el siguiente. Sin complejos. Sin más tiempo que perder: la literatura es larga y la vida muy corta. O breve, que habría dicho el maestro Juan Carlos Onetti antes de abrir fuego desde su cama madrileña.
Ficción o ensayo. De eso se trata. Historias que avanzan mostrando el desarrollo de sus personajes o ideas que se argumentan hasta demostrar su validez. Dos formas hermanadas de contar el mundo y el paso que por él realiza la condición humana. Esa es la cuestión.
La ficción posmoderna tiene una variedad de novela ensayística muy importante en nuestros días. Podemos rastrear su origen en obras como Moby Dick de Melville que incluye en su interior todo un ensayo desparramado sobre cetáceos y su caza. Ya Cervantes en el Quijote dedica un capítulo a cómo el narrador encuentra la parte del libro que le faltaba, dejando una historia a medias. Inicia, con ello, dos elementos de la novela que hoy en día tienen mucho éxito: la autoficción y la digresión. La autoficción es un género que consiste en mezclar elementos autobiográficos con fabulaciones y la practican en nuestros días autores tan prestigiosos como el Premio Princesa de Asturias, Emmanuel Carrère. La digresión es una técnica que consiste en suspender la acción mediante la inserción de un discurso y la practican en nuestros días autores tan prestigiosos como Michel Houellebecq. Sin embargo, ningún lector de Carrère o de Houellebecq se atrevería a decir que las novelas de alguno de estos dos autores resultan “aburridas”. Más bien lo contrario…
Más allá de un género o de una técnica representada en unos casos puntuales, se puede hablar de una auténtica hibridación en la ficción o una hibridación en el ensayo. Cada vez encontramos más ensayistas que incluyen elementos narrativos a la hora de contarnos ciertas partes de su tesis. Y, sobre todo, cada vez es más frecuente encontrar fragmentos ensayísticos disueltos a lo largo de una novela para tratar uno o varios temas puntuales. Algo que ha ocurrido al tiempo del desarrollo de Internet y las Nuevas Tecnologías en unos niveles insólitos, lo que ha llevado a incorporar en la literatura el lenguaje de la ciencia, de la informática y de la robótica de forma pionera. En otras palabras: muestran la impronta que la técnica está teniendo sobre lo humano. Thomas Pynchon, a través de novelas como El arcoiris de la gravedad (1973), Mason y Dixon (1997), Contraluz (2006), Vicio Propio (2008) o Al límite (2013), se ha destacado como el gran maestro narrativo de la tecnociencia y el azar.
Podemos hablar de que una novela moderna que aspira a hablar de nuestro tiempo en toda su profundidad no solo debe valerse de la trama y de los personajes, del argumento, para hacerlo. También ha de incorporar un auténtico discurso filosófico que en algunos puntos no sea explícito, pero en otros sí. Los ejemplos son innumerables: en Flicker (Parpadeo), por ejemplo, encontramos una trama de misterio y erotismo puesta en común con una auténtica teoría del cine que su autor, Theodore Roszack, introduce con más profundidad que el mejor libro sobre historia del cine que quien esto escribe haya leído.
Aunque mis admiraciones literarias suelen estar más del lado de los “apocalípticos” o antimodernos que de los “integrados”, la posmodernidad literaria ha sido el movimiento que mejor ha anticipado y ha narrado desde dentro los entresijos de esta nueva era que vivimos. Desde su fundación a finales de los años 40 del siglo XX con el argentino Jorge Luis Borges, en el que está contenido todo lo que vendrá después, hasta el grandioso último peldaño puesto por otro argentino, Rodrigo Fresán, a través de una trilogía deslumbrante —La parte inventada, La parte soñada, La parte recordada— que resume brillantemente todo lo que el movimiento ha sido y es, y que agota sus posibilidades en el límite histórico de la llegada del Coronavirus y de esta Tercera Guerra Mundial incoada en Ucrania. Entre medias, el movimiento ha sido eminentemente anglosajón —Gaddis, Barth, Pynchon, Coover, Vollmann, Dara—, aunque con algún brillante representante europeo también —Calvino, Sebald, Bernhard, Marías, Krasznahorkai, Cartarescu—.
Nuestro mundo ha evolucionado y nuestra cultura ha hecho lo propio. Hace décadas que los estudios cinematográficos —la industria del cine en su conjunto— derivaron en un cambio de la hegemonía cultural, producido especialmente en los 80 a raíz de películas como Tiburón (1975) o La guerra de las galaxias (1977), que ha acabado confluyendo en el cine de masas, la música negra y el estilo latino. Auténticos iconos como James Bond o el propio Batman se han acabado convirtiendo en distorsiones políticamente correctas: ahora el Joker es un héroe por ser un tarado traumatizado y no por ser un “agente del caos” que cuestiona nuestros valores morales; lo mismo sucede con un James Bond sobrio, padre de familia y sacrificado en nombre de la “nueva normalidad”. Con el paso de los años y por culpa del fracaso en taquilla de películas como La puerta del cielo (1980) o Érase una vez en América (1984), el mal llamado “cine de autor”, más creativo, ha ido quedando reducido a un formato de pequeños presupuestos y propuestas limitadas por sus escasos medios técnicos; igual destino ha padecido la “serie B”: huérfana de público y echada en manos de unos realizadores que desconocen su glorioso y enfermizo pasado.
Al tiempo, toda una cultura estadounidense de origen anglosajón se ha visto sustituida por la aparición de otras propuestas étnicas. A pesar del empuje de la cultura asiática —el manga, el anime o las series coreanas son un anticipo de algo cada vez más tangible— entre los jóvenes; podemos afirmar, incluso, que la cultura estadounidense del futuro, aquella que será hegemónica de la misma manera que lleva décadas siéndolo, será hispana o no será. El español ya es el idioma más hablado de los EEUU; y eso ya se percibe en sus premios literarios y elogios críticos: Junot Díaz (La maravillosa vida breve de Óscar Wao), Sergio de la Pava (Una singularidad desnuda), Gustavo Faverón (Vivir abajo), Carlos Fonseca (Museo Animal), Edmundo Paz Soldán (Norte); son sólo algunos ejemplos reseñables de algo que ya está en marcha. Gabriel García Márquez o Roberto Bolaño son, entre otros, pioneros de ese nuevo mundo narrativo de la ficción americana. Lo mismo ocurre en la música popular: del triunfo del jazz al de la música “latina”, pasando por el soul, el funky o la “música disco”… Que no han parado de evolucionar hasta hoy.
La experimentación formal y lingüística más allá del escollo en el que parecía haberse extraviado la modernidad literaria con la obra de Joyce; la paradoja del azar y la contingencia en una realidad en apariencia entrópica pero que esconde siempre un trasfondo conspiranoico perfectamente rastreable para el investigador sagaz; la ironía como respuesta existencial al absurdo kafkiano de la condición humana en el mundo moderno; o la preocupación por el paso del tiempo en un mundo donde el consumo y la producción en cadena han destruido la posibilidad del arte y de construir algo imperecedero que trascienda las vidas de los hombres, son algunos de los temas fundamentales de la posmodernidad literaria. Otras preocupaciones centrales son la incorporación de los descubrimientos científicos sobre espacio, tiempo y materia al lenguaje literario; la referencialidad, la intertextualidad y la metaliteratura; o la reconstrucción y la reformulación del pasado, no con el relato histórico, sino con el relato literario, contando el paso del hombre por la tierra desde la Naturaleza y hacia la Tecnología, en la que puede llegar a encontrar su inesperado exterminio.
Si algo ha destacado en la ficción posmoderna es su capacidad de anticipación sobre la realidad en un mundo que parece haberse vuelto del todo inaprensible para el resto de disciplinas, todas ellas escoradas hacia la especialización e incapacitadas, por ello, para ofrecer una respuesta global del presente. En ese sentido hay que destacar que Don DeLillo, quien, a diferencia de Pynchon, ha incorporado tardíamente las “nuevas tecnologías” a su obra, haya escrito casi coincidiendo en el tiempo con la pandemia, una obra que previene sobre el siguiente estadio de nuestra era. Me estoy refiriendo a El silencio (2020), una novela breve que especula con la posibilidad de un apagón mundial como el anunciado por Klaus Schwab. Qué cosa ocurrirá después nadie lo sabe, pero DeLillo se ha atrevido a imaginar cómo afectará ese “Apocalipsis tecnológico” a nuestras cada vez más informatizadas vidas. La capacidad de anticipación, aquello que Baudrillard llamaba Simulacro, es lo que eleva el arte de la narración en nuestro tiempo a la categoría relato impecable del siglo XXI para entendernos a nosotros mismos en cuanto que individuos y a nuestro tiempo en su conjunto en cuanto que multitud de fragmentos aparentemente irreconciliables entre sí.
Antes que en la mal llamada “batalla cultural”, deberíamos centrarnos en la “lucha por el imaginario”. Donde las ficciones resultan mucho más relevantes que los debates dialécticos. Ese será nuestro potencial en un futuro donde la cultura occidental que viene será hispana o no será. Quizás entre un ensayo mediocre y una novela mediocre algunos prefieran el ensayo por aquello de perder menos tiempo en fruslerías. Sin embargo, dudo que nadie prefiera una obra maestra del ensayo a una obra maestra de la novela: ni el más racional de los androides que el futuro proveerá. El escritor Juan Francisco Ferré, uno de los mejores autores posmodernos en nuestra lengua, lo tiene claro: “prefiero la novela, cualquier novela, a la filosofía, cualquier filosofía, cuando se trata de hablar de la condición humana y la vida, cualquier vida”. También yo lo prefiero así.
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