Corrían los últimos años de la década de los 30 cuando Jünger se dio cuenta, después de haber sido condecorado por su participación en la Gran Guerra y tras haberse alistado con dieciocho años en la Legión Extranjera, de que la libertad no consistía en actuar sin rendir cuentas. Se encontraba inmerso en la redacción de una obra maestra en la que latía el mismo talento literario presente en toda su obra previa, pero con un importante añadido filosófico: había logrado reconciliar su paganismo con el cristianismo.
Los dos protagonistas de su novela Sobre los acantilados de mármol (1939) pueden entenderse como las dos personalidades coexistentes en el interior de Jünger, o como una representación del propio autor y de su hermano, Friedrich Georg; en cualquier caso, ellos habían encontrado el camino que Jünger tardaría décadas en terminar de recorrer y que la propia Modernidad —aún enfangada en lo “pos” de lo posmoderno— todavía no ha conseguido culminar: la vuelta hacia el tradicionalismo espiritual a través de un renacer espiritual que religue al hombre moderno con lo trascendente.
Sobre los acantilados de mármol de Ernst Jünger es una de las grandes novelas simbólicas del siglo XX. Se la suele encuadrar en el género alegórico de, por ejemplo, Rebelión en la granja de Orwell; pero a diferencia de los cerdos comunistas orwellianos, en la novela de Jünger no todo tiene una correlación tan evidente. Novela escrita en 1939, cuando el desengaño de Jünger con el nazismo era irreconciliable, la obra hace alusiones obvias al nazismo, pero trasciende dicha circunstancia histórica para establecer un diagnóstico de la modernidad escrito en el corazón de la misma por alguien que ha recorrido el camino del nihilismo hasta el final y ha vuelto tras comprobar su esterilidad en carne propia.
Jünger presenta un territorio mítico, Marina, a cuya Ermita en ruinas se mudan los dos protagonistas: el narrador en primera persona, trasunto “adaptado” a la ficción del propio Jünger, y su Hermano Othón. Ambos viven entregados de lleno al saber libresco, al estudio de la botánica y a la exploración cazadora de la entomología. Todo ello está trufado —como ocurre en casi toda la narrativa de Jünger— de una fuerte carga sentimental y autobiográfica por parte del autor. Aunque sólo sea porque esos intereses de sus protagonistas eran compartidos por el propio Jünger, o por la similitud entre Otto, hermano del narrador-protagonista, y su hermano, el poeta Friedrich Georg.
En buena medida parece innegable que en esta obra temprana se encuentra ya el embrión del propio viaje filosófico y personal que realizaría Jünger en lo que le restaba de existencia. Ese espacio idílico al que se trasladan los protagonistas, decíamos, se ve interrumpido con la intromisión de una civilización vecina, Mauretania, comandada por mano de hierro por una figura tiránica: el Gran Guardabosques. Anillos mágicos, conocimientos ancestrales, un entorno natural fantástico, personajes secundarios deslumbrantes y otras localidades míticas como Burgundia sobrevuelan la novela constantemente. Pero no es sólo una alegoría: es una demostración de cómo esa variante literaria que conocemos con el distintivo de “novela” también puede dar una respuesta convincente a los grandes problemas de la condición humana inmarcesible y del tiempo concreto en que está escrita.
Todo el trayecto intelectual de Jünger e incluso el propio itinerario filosófico de la modernidad se pueden resumir en una frase del autor: “El orden humano se parece al cosmos en lo siguiente: para renacer es preciso que se sumerja de vez en cuando en el fuego”. Si la modernidad nihilista representa el “fuego”, la tradición sapiencial representa el “renacer”; Jünger, en definitiva, era un romántico, un reaccionario y, por supuesto, un tradicionalista convencido. Los arquetipos que quiso reconciliar e imitar fueron los del soldado y el monje. Los propios protagonistas de una novela vienen de una guerra y marchan, inevitablemente, hacia otra: igual que ocurría con Europa en 1939. Porque las guerras no se evitan, como piensan ingenuamente los antibelicistas de todo signo al estilo de Chamberlain; las guerras sólo se ganan o se pierden. Para Ernst Jünger, en calidad de ganador de la Cruz de Hierro durante la I Guerra Mundial, el enfrentamiento bélico es un evento cósmico sujeto a realidades superiores: “La guerra es un acontecimiento espiritual, un encuentro de fuerzas físicas”.
La filosofía de Jünger es el reflejo de un empeño intelectual por superar el pensamiento moderno nihilista, por evitar el dominio de la técnica sobre lo humano, por salvar el conocimiento profundo de nuestros antepasados, y por revertir la “movilización total” o cambio cultural de nuestro tiempo. La vía que Jünger propone es una religiosidad interior, una resistencia íntima que consiste en “emboscarse”. Eso es lo que hacen los protagonistas de Sobre los acantilados de mármol:
Vivir emboscados, en calidad de “anarcas”
vivir emboscados, en calidad de “anarcas”. Los protagonistas de la novela proponen la liturgia como una vía de regresión hacia un tiempo previo a la caída de la modernidad. Ante una comunidad atomizada y descompuesta, en el marco de un mundo individualista que favorece el egotismo y que aniquila las almas por medio del comercio y del mercado liberal inevitablemente desbocado, Jünger propone volver hacia esos elementos de cohesión comunitarios que sirven de argamasa social precisamente porque trascienden a los hombres y los sobreviven alimentando un saber perenne: lo sacro, la familia tradicional, la religión, los ritos, la esperanza y la oración, los vínculos humanos naturales, el conocimiento de lo circundante, etcétera. En ese sentido, del monje como mitema se propone heredar el retiro de lo mundano y la meditación constante; mientras que del soldado, entendido como mitema, se debe imitar su férrea disciplina y su lealtad a una jerarquía cósmica inquebrantable. Se trata de arrojar luz en la tiniebla; de poner orden en el caos, lo cual es, para Jordan Peterson, la función definitoria de todo héroe.
A pesar de ser un patriota e incluso un nacionalista alemán, Jünger fue un duro crítico contra el luteranismo y el protestantismo. Es cierto que en su adolescencia se alejó del cristianismo, a causa de la lectura de Darwin y de un nihilismo inicial que después combatiría con dureza. Jamás perdió, sin embargo, la fe en lo trascendente: “En algún lugar del universo tiene que imperar el orden, aunque sea tan sólo en la contemplación solitaria”. Por eso, algunos apocalípticos y antimodernos, como Julius Evola, le admiraron por ser un crítico de la modernidad integrado dentro de ella. Otros, como René Guénon, coincidieron en el diagnóstico de los males de la modernidad: la hegemonía de la técnica, el “reino de la cantidad”, el hecho de que vivimos en una Edad Oscura o Kali Yuga abocado a la colisión; pero no compartieron la solución: Guénon apostó por el islam como última religión “fuerte”; y Jünger, tras estudiar con profundidad todas las religiones, se decantó por el simbolismo de lo católico: por su liturgia, por su oración y por el simbolismo de la Cruz que precisamente Guénon estudió, pero que no se atrevió a seguir, a diferencia de Jünger.
Publicado en 1972, Eumeswil amplía lo planteado décadas atrás por el autor alemán: “Soy un anarca no porque desdeñe la autoridad, sino porque la necesito. Aunque soy un anarca, no soy antiautoritario. Todo lo contrario: necesito la autoridad, aunque no creo en ella”. Se trata de una novela alegórica que sigue representando la realidad de la fase final de la modernidad a través de la distopía y el relato postapocalíptico. Algunos de los más importantes tradicionalistas y antimodernos del siglo XX coincidieron con Jünger en su crítica a la técnica, por un lado, como nuevo dominio exterior del mundo; y al nihilismo, por otro lado, como subyugación interior de los hombres. Lo místico, lo mítico y lo simbólico, aquello que se deriva de la voluntad, es para ellos “la casa del ser”: un lugar donde “emboscarse” para mejor ofrecer una resistencia espiritual. Indagando acerca del origen: vital, metafísica, y poéticamente. Hay que dejar de “ser vivido” para comenzar a vivir auténticamente: renunciar al flujo para tomar las riendas de la existencia. Sólo hay una forma de resistencia posible en el mundo moderno, según Jünger, la detentada por “la persona singular soberana”. La acción como impulso vital ingobernable e imposible de aniquilar. Una errancia “anarca” sin más patria que el lenguaje y sin más compromiso que la resistencia: incluso cuando la batalla está del todo perdida.
Jünger y Evola coinciden en el tiempo con la publicación de Eumeswil (1977) y de Cabalgar el tigre (1961), respectivamente, al trazar un agudo y atrevido diagnóstico sobre la imposibilidad de vencer al Sistema, pero la oportunidad para sobrevivir a dicho Sistema sin acabar por ello pervertido: se trata de estar “emboscado” o de “cabalgar al tigre”. La lucha con el dragón es externa, pero sobre todo interna; la guerra es con el infiel, pero sobre todo con uno mismo en ese “nosce te ipsum” que otorga sentido a nuestra existencia. Dicho combate es al tiempo temporal y espiritual; horizontal y vertical. Una vez más: la verdadera vía ascética hace confluir en ella acción y contemplación; convierte el castillo en Templo y el interior del hombre en fortaleza. Escribe Jünger, realizando una apología del “anarca” entendido como aquel que sólo busca el autogobierno sin interesarse por el devenir del mundo: “El rebelde se ha comprometido a la resistencia y tiene una intención de participar en la lucha, aunque sin esperanza. Rebelde es aquel que se pone por su naturaleza al servicio de la libertad, relación que le conduce con el tiempo a una revuelta contra el automatismo y a un rechazo a admitir la consecuencia ética, el fatalismo. Al tomarlo así, seremos pronto sorprendidos por el lugar que tiene el recurso a los bosques, en el pensamiento y en la realidad de nuestros años”.
En Sobre los acantilados de mármol, Jünger escribe: “Nos vamos acercando al misterio escondido en el polvo. Cualquiera que sea el lugar donde nos encontremos, allí está el anillo puro que nos desposa con la Eternidad”. Antes de dar el paso hacia lo trascendente en lo personal, Jünger encontró en lo intelectual la respuesta al enigma de la modernidad: el camino que devuelve la comunión escindida al hombre con su propio ser; con la comunidad a la que pertenece; con la deidad que le ha engendrado; con el amor marital hacia el que está destinado; con la guerra en la que ha sido llamado para pelear; con la oración que le ha sido dada para entonar en momentos de desasosiego. La lectura de los Diarios de León Bloy —ese autodenominado “peregrino del absoluto”— le convenció intelectualmente al descubrir cómo ambos compartían una dura crítica de la burguesía. Desde una óptica tradicional, el liberalismo es, como el comunismo y como el fascismo, una ideología surgida del capitalismo; y, por lo tanto, un mal de la modernidad e incluso una forma de totalitarismo “blando” o “líquido” que pretende destruir al hombre tradicional, aniquilar su alma, para sustituirlo por “un hombre nuevo” que viva inmerso en la técnica. La apuesta por la oración de Jünger, por el abandono del yo y la renuncia al ego, por el silencio y la meditación en la línea de sus admirados eremitas, le indicaron el camino a seguir: “La oración confirma, más allá del destino individual, el orden del mundo, de ahí que proporcione una seguridad absoluta. En la oración no ha de predominar el ruego, sino la alabanza”. En los Diarios de Jünger publicados en español por la editorial Tusquets bajo dos series: Radiaciones y Pasados los setenta, se puede seguir de forma discontinua y velada como su conversión al catolicismo se va cimentando. Encontró el Orden que anhelaba en la Palabra de Jesús.
Al final de su vida, Jünger fue investido Doctor Honoris Causa en varias universidades españolas. La Universidad Complutense lo hizo el 19 de octubre de 1989. Después del acto, Jünger se marchó junto a Andrés Sánchez Pascual, su amigo y mejor traductor al español, a Ávila, donde Jünger quedó postrado ante el sepulcro de santa Teresa de Jesús. Según relató posteriormente Sánchez Pascual, creyó percibir en su reacción, en su mirada rebosante de emoción, en su silencio meditabundo, que Jünger acababa de convertirse espiritualmente. Si Jünger albergaba dudas, entonces se disiparon. Sobre la muerte escribió: “la muerte no es una estación final, es más bien un transbordo; se deja el cuerpo atrás como una maleta, tal vez como un equipaje molesto”. Y cuando le preguntaron si creía en la existencia de una vida después de la muerte, contestó sin titubear: “No lo creo; lo sé”. Su experiencia en la guerra le había otorgado una perspectiva íntima con el misterio de la muerte.
Jünger nació en 1895 y murió en 1998, a la edad de 103 años. Al final de su vida se trasladó a Wilflingen, una ciudad eminentemente católica situada en Alemania. Allí entabló amistad con dos figuras fundamentales en su conversión final: el padre Kubovec, un sacerdote; y el barón Von Stauffenberg, un hombre culto y de buena fe. Apenas tres años antes de su muerte, ingresó al catolicismo de la mano del párroco Roland Niebel. Lo hizo en la iglesia de Sankt Nepomuk, un 26 de septiembre de 1996. Escribe el autor de La emboscadura (1951) que “Las catedrales se derrumban, pero en los corazones subsiste un saber, un patrimonio heredado, el cual va socavando los palacios de la tiranía, igual que hicieron las catacumbas”. Ese hombre libre que siempre fue Jünger encontró en la entrada al catolicismo su mayor acto de coherencia intelectual y de afirmación de la voluntad de trascender un tiempo decadente. Al fin halló la libertad del anarca.
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