Ávidas de belleza, literatura... y autógrafos de autores afamados, las masas se agolpan, como cada año, en la Feria del Libro de Madrid

Antonio Gala y los castillos de naipes

Como no podía ser de otro modo, también en lo literario EL MANIFIESTO se mantiene tan iconoclasta como siempre.

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Las modas literarias, la publicidad, las fuerzas sociales, elevan a un escritor a una categoría que, si para unos es merecida, para otros puede resultar caprichosa. Luego el tiempo se encarga de demoler el castillo de naipes. Lo cierto es que los escritores más mediáticos como Antonio Gala, parecen estar predestinados al olvido.

Desde Gonzalo de Berceo hasta Pérez Galdós la criba ya está hecha. Recordamos a los que han superado el desgaste del tiempo, a los otros no.

Entrados en el siglo XX, escritores que parecieron grandes creadores, que fueron recibidos con agasajos y galardones por la crítica, y no siempre con méritos evidentes, quedaron pronto eclipsados por los de la siguiente

generación, donde de nuevo surgió un escritor venerado que más tarde también sucumbió en el olvido.

Sabemos que la estética del arte no tiene normas. Se pueden dar explicaciones sobre por qué nos atrae tanto tal novela o por qué goza de tan amplia difusión, pero revelar por qué un escritor es mejor que otro, o a la inversa, permite una valoración indiscutible. El arte narrativo, en definitiva, es comunicación estética entre autor y lector, y sólo el lector tiene la facultad de dar fe de la apreciación.

Lo difícil es marcar los límites entre el interés y la estética de las obras que alcanzan la fama

Lo difícil es marcar los límites entre el interés y la estética de las obras que alcanzan la fama, y por qué realmente el lector encuentra razones para el entusiasmo literario. En cualquier caso, el reconocimiento de la crítica no es decisivo para entrar en la lista de los grandes autores.

La fama de nuestro premio Nobel José Echegaray fue inmensa. Aclamado en los teatros, aplaudido en ciudades como Londres, París, Berlín o Estocolmo, fue rebajado por Emilia Pardo Bazán o Clarín, si bien este último también hizo críticas laudatorias. Sorprenden mucho más los elogios de Bernard Shaw y Pirandello. Aun así, hoy la obra de Echegaray, dicho de manera expeditiva, es un ejemplo de lo que no se debe hacer.

El autor de Arroz y tartana, Vicente Blasco Ibáñez, alcanzó una extraordinaria popularidad con Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Se vendieron en Estados Unidos más de doscientos mil ejemplares sólo en 1919. Un best seller que desbordaba cualquier previsión. Por entonces los souvenirs norteamericanos se engalanaban con motivos alusivos a la novela. La gente quería conocer al autor. En 1921 se realizó la versión cinematográfica protagonizada por Rodolfo Valentino. Luego cayó el ídolo. Hoy es un novelista olvidado.

El autor de moda de la década de los 50 y 60 fue José María Gironella, ganador del premio Nadal, del Planeta, del Nacional de Literatura y del Ateneo de Sevilla, todos gracias a su trilogía sobre la Guerra Civil española: Los cipreses creen en Dios (1953), Un millón de muertos (1961) y Ha estallado la paz (1966).

El siguiente, también por aquella época, fue el autor de Las últimas banderas (1967) también éxito de ventas, al igual que en otras novelas de José María de Lera, que recibió los premios más importantes de su época y hoy se pierde en la indiferencia de todos los sectores culturales o populares. Su pedigrí es asombroso. Llegó a comandante en el ejército republicano y estuvo preso desde 1939 hasta 1947. Después fue albañil, basurero, agente de seguros, contable, periodista y por fin autor de unas veinte novelas, una de ellas, La boda, fue llevada al cine.

Lo que se leía en la España en los años noventa era El manuscrito carmesí, de Antonio Gala, una narración que envejeció tan rápido como La pasión turca después de haber acaparado los premios habituales y alguno más. Hasta 2015 escribió el laureado en el diario El Mundo. Lo extraordinario es que además de prestigiosísimo columnista tuvo éxito como dramaturgo y como poeta. Un fenómeno de admiración que desbordó los límites de los sectores habituales. En muy poco tiempo su fama se enfrió y se desinfló casi de repente su dimensión literaria.

Nadie puede negar que José Echegaray, Blasco Ibáñez, José María Gironella, José María de Lera y Antonio Gala han hecho felices a millones de lectores que se deleitaron con sus obras, pero no superarán la barrera del tiempo.

Ahora ya no se leen libros, los ha prohibido, perdón, los han suprimido los planes de estudio de los gobiernos socialistas (los otros no tuvieron fuerza ni ganas de modificarlos). Pero hasta hace pocos años eran obligatorias determinadas lecturas clásicas, y también modernas. Nunca los escritores citados, salvo raras excepciones, estuvieron entre los elegidos. Más empeño pusieron los profesores en recomendar novelas de Miguel Delibes, Carmen Martín Gaite o Eduardo Mendoza.

Nadie señala con autoridad indiscutible las buenas novelas, ni las mediocres y ni las malas porque cada lector tiene derecho a elegir sus preferencias.

Cuando redacté mi Enciclopedia de la novela española, que luego publicó Planeta, leí, con mayor o menor acierto, muchísimas obras, muchas más de las que reseñé en el libro con argumento y crítica, que fueron unas seiscientas. Por entonces supe que cada época necesita un ídolo literario para ser olvidado en la siguiente.


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