Lo que pretende la literatura... No, digámoslo mejor: lo que pretende la palabra poética en su sentido más amplio —poesía, narrativa, dramaturgia, ensayo— no es en absoluto excitar las papilas gustativas de “lo bonito”. Ni de “lo exquisito”. Ni siquiera de “lo sublime”. Lo que pretende la palabra poética —y la pictórica, y la escultórica, y la arquitectónica, y la musical...—, lo que pretende la palabra del arte es otra cosa: ser esa conmoción a través de la cual el ser estalla en toda su multiplicidad: sensual, carnal, racional, emocional, intelectual, espiritual. Lo que pretende la palabra del arte es dar cauce y expresión a ese estremecimiento al que, no teniendo mejor nombre que darle, llamamos Belleza.
Sólo entendida así —como ontología, como palabra del ser, y no como palabra de lo estéticamente exquisito—, podrá la Belleza, marcando el aire del tiempo —como lo marcaba por ejemplo en Grecia, como lo marcaba por ejemplo en el Renacimiento— cumplir el reto de resacralizar un mundo casi caído hoy en el abismo vulgar de la Nada.
Pese a ello, pese a que tales ideas ya estaban en el trasfondo de nuestro texto fundacional (el Manifiesto contra la muerte del espíritu y de la tierra), nuestra publicación ha adolecido de una importante laguna a lo largo de sus dieciséis años de existencia: el arte —y la literatura en particular— no ha estado presente en nuestras páginas con el vigor que hubiera debido ser el suyo.
Vamos a remediarlo abriendo los fines de semana esta nueva Sección que hoy presentamos. No, no está destinada a “hacer bonito” o a dar bonitas cosas a leer a nuestros lectores. Está destinada a darles estremecidas, conmovedoras, maravillosas cosas: las de los textos de grandes clásicos, ya en poesía, ya en narrativa, que iremos seleccionando sucesivamente.
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