"¿Por qué poetas en tiempos de desamparo?"

Por qué necesitamos hoy a Hölderlin

"Decimos lo divino, que no lo religioso, o lo espiritual, o lo cristiano. ¿Quién habla hoy, en 2020, de lo divino?".

Compartir en:

Se cumple este año el 250.º aniversario del nacimiento de Friedrich Hölderlin, el “poeta de los poetas”. Y por desgracia tal cosa transcurre un tanto desapercibida por nuestros lares. Parte de la culpa la tienen, sin duda, otros dos alemanes enormes, Beethoven y Hegel, que también celebran este 2020 tal efeméride. A veces son tus quintos los que te ponen las cosas más difíciles.

Uno de los versos mejor conocidos de Hölderlin agarra, con todo, esta dificultad por los cuernos y nos pregunta, directo: “¿Para qué poetas en tiempos de penuria?”. ¿Para qué queremos a Hölderlin hoy, por ejemplo, los españoles, tan liados como andamos con nuestras cosas? Un huérfano de padre y de padrastro, que estudió sin mucho éxito para pastor protestante (aunque en el seminario conociera a Hegel y Schelling, dignos conmilitones); un tutor de clases particulares que iría dando tumbos de casa de ricachón en casa de ricachón; el amante clandestino de la esposa de uno de ellos, el banquero Gontard, y que hubo de sufrir además la juvenil muerte de tal amada; un temprano enfermo depresivo y esquizofrénico, al que pillaban charlando con las estatuas del jardín; un bibliotecario tan poco eficaz que su amigo Sinclair, en secreto, era quien debía pagarle el sueldo; un poeta cuyo cuerpo vagó de una ciudad a otra los primeros 36 años de su vida, mientras que los 36 siguientes los pasaría apartado en la torre cedida por un admirador (también divagaba entonces, y ya para siempre, su razón); un hombre así, ¿qué tiene que ver con nosotros? 

Y sin embargo hay dos pasiones que embargaron a nuestro autor y que acaso hoy nos resulten bien apreciables: el entusiasmo por la libertad, la nostalgia de lo divino. Si a usted también, amigo lector, le resuena cualquiera de estas dos emociones; si se siente extraño en un mundo que cada vez abjura más de la una y de la otra, entonces tenga por seguro que algún alivio hallará por entre las páginas hölderlinianas.

El entusiasmo por la libertad

Cuentan, no se sabe si las malas o las buenas lenguas, que en el cuarto del seminario que compartían Hegel, Schelling y Hölderlin nunca se apagaba la luz. Y que de él salieron jubilosos a celebrar la Revolución francesa apenas supieron de ella. No tenían aún ni veinte años. Plantaron un árbol en nombre de la libertad y bailaron a su alrededor. A Schelling le denunciarían poco después por traducir La Marsellesa.

Esa fe en revoluciones libertadoras iba a atemperársele pronto, empero, al más poeta de los tres amigos (los otros dos, filósofos a la postre, tardarían más en captarlo). Así, en su Himno a la libertad, Hölderlin sabe que sus esperanzas de liberación andan aún lejos de la victoria, haya sucedido lo que haya sucedido en Francia. Es difícil no compartir hoy sus desvelos:

Cuando ni sombra queda del honor de nuestros ancestros,
cuando el último vestigio de la libertad se desmorona
llora mi corazón lágrimas amargas, como de ruptura,
y huye hacia su mundo, más hermoso.

Ahora bien, esto no le impidió a Hölderlin, como tampoco tiene por qué impedirnos a nosotros, mantener nuestro desprecio hacia cuantos continúan aferrándose a toda sumisión:

¡Seguid pudriéndoos, esclavos! Días de libertad se alzarán
Sonrientes sobre vuestras tumbas.

Dos siglos después, ¿no probamos también muchos de nosotros esa tensión? ¿La desazón entre, por una parte, nuestras vivaces ansias de libertad y, por otra, la congoja de que cada vez las amenaza más y más podredumbre? ¿No parece, por un lado, que nunca hemos tenido tan al alcance de las manos tantas libertades, pero que, por otro, nunca han estado tan cerca de escurrírsenos entre los dedos, porque los serviles han redoblado sus empeños?

En medio de tales tribulaciones, el mensaje de Hölderlin rehúye sin embargo cualquier derrotismo:

No, ¡no me resignaré! A caminar siempre
como un niño, como un prisionero,
a pasos cortos, medidos de antemano,
día tras día, ¡no me resignaré!
¿Es ese el destino del hombre? ¿Es el mío? No me resignaré.
Me atrae el laurel, la calma no me sacia.

O como dirá su personaje Empédocles a los ciudadanos de Agrigento, cuando estos ansíen auparle al poder máximo: “No hay manera / de ayudaros si no os ayudáis a vosotros mismos”.

No podía ser de otra forma: Hölderlin al final comprendió que la libertad no te la trae ni una revolución parisina ni unos gobernantes dadivosos; la libertad solo te la puedes dar tú mismo, pues de eso va lo de ser libre. Incluso en el siglo XXI: “Los pueblos se amodorran, mas cuida / el Destino de que no se duerman”.

La nostalgia de lo divino

Pero no todo es autoafirmación en la vida, ni en Hölderlin. También está el gozo del agradecimiento. Esa otra faz tiene en nuestro poeta un nombre casi olvidado: el nombre de lo divino. “En brazos de los dioses he crecido”.

Decimos lo divino, que no lo religioso, o lo espiritual, o lo cristiano. ¿Quién habla hoy, en 2020, de lo divino? Desde luego, apenas lo hace esta Iglesia católica, cada vez más empeñada en mostrarse como una enorme ONG; una donde Dios solo sea otra palabra más junto a Solidaridad, Lucha contra la Pobreza o Diálogo. Tampoco, es evidente, escucharemos hablar de lo divino en la política fea de nuestros días, en el arte aún más feo, en los desharrapados medios. Ni cuando acudas a yoga para relajarte de tanto trajín. Cada vez que oigas mandamientos de los unos o de los otros (¿son, al cabo, tan distintos?), cada vez que las clerigallas viejas o nuevas trabajen por imponerte esta o aquella moralina, te hallarás ante algo eclesial, bien es cierto, pero no ante lo divino, olvidado más allá de tanta obsesión por juzgar quién actúa bien y quién lo hace mal.

Hölderlin ya percibía esta ausencia divina en el mundo humano hace sus doscientos y pico años. “El poderoso Destino juega una partida temeraria / hoy con nosotros, los mortales”.

“La tierra, que antes desbordaba de hermosa vida humana, / se ha vuelto casi como un hormiguero”

“La tierra, que antes desbordaba de hermosa vida humana, / se ha vuelto casi como un hormiguero”. “Los serviles honran solo a los violentos”. Pero, por otra parte, para él fue tan patente la sobreabundancia de la divinidad como lo era el sol durante el día o la luna durante la noche:

En verdad os he conocido más a vosotros, dioses,
de cuanto haya podido conocer a los humanos:
capaz he sido de entender el silencio del Éter,
pero nunca las palabras de los hombres.

Esta es de hecho la respuesta más contundente que dio nuestro poeta a la pregunta que, líneas atrás, nos planteábamos: “¿Para qué los poetas en tiempos de penuria?”. Pues porque ellos son “los más sagrados sacerdotes del dios del vino, que de tierra en tierra peregrinan en la noche sagrada”. Ellos son los que nos revelan la verdad que nos ocultan todos cuantos entierran lo elevado bajo toneladas de moralidad, de reproches, de ambición, de manipulaciones: “Cercano está el dios / y arduo es captarlo”.

Arduo es, en efecto, poner nombre a lo divino en Hölderlin. Lo llama Hiperión, Helios, Apolo; alguna vez lo llama Cristo, para aclarar enseguida que es “hermano de Heracles”, y “de Dionisos también”. Pero seguramente los nombres importan aquí poco: “Solo creen en lo divino los que ya lo son ellos mismos”. La única misión del poeta es señalar y señalar, como aquel protagonista de otro poema suyo que era “un genio de la paz, y a quien nadie creyó”. Tal tarea poética es suficiente:

Porque estaré contento si mi música
al final no se pierde. ¡Una vez!, al menos,
habré vivido como los dioses, y no será necesario nada más.

Vivamos al menos por una vez según la melodía de Hölderlin.

© The Objective

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

Comentarios

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar