Coletazos de la Francia jacobina

Obligan a una universidad católica francesa a dejar de ser “universidad”

La autoridad académica francesa obliga a una universidad católica a abandonar el título de “universidad”, por ser católica. La iniciativa ha partido del rectorado de la Academia de Nantes; la universidad afectada es la Católica del Oeste (sede en Angers, 11.500 estudiantes), y el argumento legal esgrimido es… ¡la ley Ferry de 1880! La Catho de Angers fue fundada en 1373, o sea cinco siglos antes de la ley que los laicistas de nueva generación pero de vieja estampa invocan. Es irónico: el anticlericalismo republicano se apodera de un nombre –el de “universidad”, del latín universitas studiorum– acuñado por la Iglesia católica para designar una institución que debe precisamente a ella su existencia. Estas son las claves históricas de la cuestión.

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RODOLFO VARGAS RUBIO

Ya nos suponíamos que Nicolas Sarkozy iba a tener una ímproba labor que llevar a cabo en una Francia marcada profundamente por la herencia de la república jacobina. Ni el Mariscal Pétain, ni el General De Gaulle –desde posiciones divergentes– pudieron borrar la impronta sectaria dejada por la Tercera República, masónica, rabiosamente anticlerical y dogmáticamente laicista. 

La resistencia de la Iglesia en Francia

La Revolución de 1789 había abierto el camino, pero no se atrevió sino muy tardíamente a prescindir de la Religión Católica, institución tan connatural al espíritu nacional francés que no puede entenderse Francia sin la necesaria referencia a la Iglesia, de la cual fue siempre considerada la “hija primogénita”[1]. Se pretendió en un primer momento infeudarla al Estado –fomentando el cisma de Roma– mediante la Constitución Civil del Clero de 1790 (condenada por el papa Pío VI al año siguiente), pero ésta acabó siendo un fracaso, debido a la gran proporción de obispos y sacerdotes refractarios. Se intentó bajo el Terror la completa descristianización del país, aboliendo el calendario gregoriano y las fiestas religiosas, mientras se masacraba a sacerdotes y religiosos. Robespierre procuró en vano hacer arraigar el culto teísta al Ser Supremo en 1794. Después de él y ya bajo el Directorio, se oficializó una nueva religión llamada Teofilantropía para reemplazar al Catolicismo. Se trataba de una especie de religión natural cuyo principal precepto era un indefinido amor a Dios y a la humanidad. Bonaparte acabó con ella de un plumazo en 1801[2], al celebrar con el papa Pío VII un nuevo concordato, que devolvió a Francia la paz religiosa y a la Iglesia su lugar preeminente, de lo cual se siguió una extraordinaria floración de la Religión a todo lo largo del siglo XIX. 

Hasta que llegó la Tercera República. Tras los avatares que en ochenta años la hicieron pasar por dos Imperios, una restauración, tres revoluciones[3], una usurpación del trono, una Segunda República, un Gobierno Provisional, varias coaliciones europeas en su contra y una guerra con Prusia, Francia se vio postrada moral, política e institucionalmente. Después de la capitulación de Sedán, hubo un punto decisivo de inflexión: o la monarquía tradicional (representada por el Conde de Chambord, heredero legítimo de los seculares derechos de los Capetos) o la república heredera del jacobinismo. Acabó venciendo la segunda, aunque a punto estuvo de restaurarse el trono de San Luis en su heredero directo, que rehusó pactar con los principios revolucionarios[4].

El anticlericalismo de la III República

La Tercera República debutó con Patrice Mac Mahon como presidente. En realidad, este monárquico de corazón hubiera podido ser el Monck[5] francés y llevar a su país hacia la reconciliación con su pasado de no haber sido por las intrigas de los republicanos radicales, que pretendían instaurar un régimen revolucionario y lo consiguieron en 1879, al dimitir el duque de Magenta y ser sucedido por el republicano a ultranza Jules Grévy, bajo cuyo mandato (y por instigación de las logias del Gran Oriente de Francia) se promulgaron leyes anticlericales y laicistas promovidas por el ministro francmasón Jules Ferry: la ley del 12 de marzo de 1880 (que retiraba a las instituciones de estudios superiores privadas la facultad de otorgar grados universitarios), la ley del 29 de marzo de 1880 (que disponía la dispersión de las congregaciones religiosas no autorizadas, especialmente las dedicadas a la enseñanza), la ley del 28 de marzo de 1882 (que establecía la obligatoriedad de la laicidad en la educación). 

Las tensiones con los católicos se agudizaron de tal modo que el papa León XIII, gran diplomático y estratega, intentó apaciguar las cosas mediante la vía práctica (aunque no principista) del ralliement, que invocaba el acatamiento al poder público para evitar males mayores. No sirvió de nada: bajo la presidencia de Émile Loubet se llevó a cabo una abierta y sistemática política antirreligiosa, que se manifestó a través de disposiciones como la Ley Waldeck-Rousseau de asociaciones de 1º de julio de 1901 (de cuyos beneficios se excluyó expresamente a las congregaciones religiosas, sometiendo a éstas a un régimen de excepción), el cierre de las escuelas dirigidas por religiosos en julio de 1902, la Ley Combes de 1904 (que prohibía totalmente la enseñanza a las congregaciones religiosas) y la Ley de Separación de la Iglesia y el Estado de 9 de diciembre de 1905, hecha votar por los esfuerzos de su relator el diputado socialista Aristide Briand.

La exclusión de la Iglesia Católica de la vida pública facilitó el adoctrinamiento de los franceses[6] que quería llevar a cabo la Tercera República y que consiguió largamente, hasta el punto de que aún hace poco que los dogmas republicanos del jacobinismo eran intocables, al menos a nivel político y en todos los ambientes dominados por la intelligentsia “progresista”[7]. De hecho, aún hoy, a pesar de Sarkozy y de la sana reacción que la mayoría de franceses ha manifestado recientemente a través de las urnas contra una ideología ya rancia y desacreditada, hay rezagos de militantismo revolucionario. Y ese es el contexto de la ofensiva contra la Catho de Angers. 

Universidad obligada a dejar de serlo

Resulta que el Rectorado de la Academia de Nantes en Bretaña ha enviado una carta a la Universidad Católica del Oeste (con sede en Angers y 11.500 estudiantes) urgiéndola a abandonar la denominación de “universidad” en nombre de… ¡la ley Ferry de 1880!, a la que nos hemos referido líneas atrás y que nadie increíblemente ha abrogado. La Catho de Angers, como se la conoce coloquialmente, fue fundada en 1373, habiendo sido sus estatutos aprobados por el papa Gregorio XI, o sea cinco siglos antes de la ley de marras que los laicistas de nueva generación pero de vieja estampa invocan. No deja de ser irónico que el anticlericalismo republicano se apoderara de un nombre –el de “universidad” (del latín: universitas studiorum)– acuñado por la Iglesia Católica para designar una institución que debe precisamente a Ella su existencia[8]. 

Christophe Béchu, presidente del Consejo General de Maine-et-Loire (en cuya jurisdicción se halla la universidad que los laicistas no quieren que sea universidad), ya ha anunciado que apelará al Gobierno para que el alma máter de Angers conserve su denominación tradicional. Pero los revolucionarios de 1789 ya pensaban en todo cuando substituyeron el derecho consuetudinario y el sistema jurisprudencial por el legalismo. En efecto, la ley es la ley y tiene vocación de perpetuidad, y la de 1880, no habiendo sido expresamente abrogada, sigue vigente: ninguna institución de estudios superiores privada puede llamarse universidad, bajo multa de 30.000 euros. Por supuesto, a nadie con algo de sensatez se le hubiera ocurrido desempolvar una ley obsoleta y contraria al tan cacareado espíritu contemporáneo de tolerancia, pero es la manera como los jacobinos (y todos los que están detrás de ellos, vestidos de mandil o no) expresan su rabieta por haber sido humillados este año en los comicios franceses. Esperemos que sean sus últimos coletazos. 


[1]  Recuérdese que Clodoveo, rey de los Francos Salios, fue el primer monarca católico en una Cristiandad naciente y dividida por el cisma arriano. Vencedor de la batalla de Tolbiac gracias a haberse encomendado al “Dios de Clotilde” (su esposa), se hizo bautizar por San Remigio en Reims junto con sus huestes alrededor de 496, inaugurando así la larga alianza entre el trono y el altar que caracterizaría a Francia a lo largo de su historia.


[2]
  Según una espiritosa anécdota, al ser instado Bonaparte a mantener en Francia la Teofilantropía por uno de sus más entusiastas apóstoles Lareveillere-Lépeaux, el Primer Cónsul zanjó de inmediato la cuestión con esta respuesta: “Estoy de acuerdo. Hagamos así: el viernes yo os haré fusilar. Si os las arregláis para resucitar el domingo temprano por la mañana, estad seguro de que no habrá otra religión en Francia que la vuestra”.

[3]
  La de 1830 o Insurrección de Julio, la de 1848 o Revolución de Febrero y la de 1871 o Comuna de París.

[4]
  Fue la famosa cuestión del drapeau blanc: Enrique de Chambord se negó a enarbolar la bandera tricolor, en la que veía el símbolo inequívoco de la Revolución de 1789. Ello le costó el trono cuando hasta la carroza de su consagración en Reims se hallaba preparada para llevarle en triunfo a hacer su entrada en París.

[5]
El Almirante George Monck (1608-1670) facilitó la transición de la República de Cromwell a la Restauración monárquica poniendo en el trono a Carlos II, el hijo del decapitado Carlos I Estuardo.

[6]
  Adoctrinamiento con la que está emparentada de cerca la Educación para la Ciudadanía promovida y defendida por el presidente del gobierno español Rodríguez Zapatero.

[7]
  Temas como monarquía, realeza, tradición, fe católica y otros similares han sido tabú por mucho tiempo en debates, coloquios, mesas redondas o simples conversaciones amicales. Hasta hace relativamente poco, la Revolución estaba fuera de discusión y, cuando en los años sesenta François Furet se atrevió a replantearse la pesada historiografía oficial con documentos en mano, se le tachó de poco serio y hasta de loco en los ambientes académicos, dominados por los “progresistas”. Hoy, afortunadamente, es una autoridad reconocida en la materia. Ya en los años treinta, Pierre Gaxotte fue la bête noire de esos mismos intelectuales por su revalorización del reinado de Luis XV y su polémico ensayo sobre la Revolución Francesa (en que la puso en tela de juicio).

[8]
  No podemos dejar de copiar al respecto lo que dice el papa Pío XI en su encíclica Deus scientirum Dominus de 1931: “La Universidad de estudios, esa gloriosa institución de la Edad Media, que en esa época se llamaba "Estudio" o "Estudio General", posee ya desde el principio una madre y protectora generosísima en la Iglesia. Aunque no todas las Universidades fueron fundadas por la Iglesia Católica, sin embargo, sabido es y averiguado que casi todos los "Ateneos" o Universidades antiguas tuvieron en los Romanos Pontífices si no sus fundadores, por lo menos, sus fautores y guías. A este respecto causará, ciertamente, universal admiración cuánto contribuyera esta Sede Apostólica al progreso de la ciencia sagrada y profana, pues, entre las 52 Universidades, establecidas por decreto antes del año 900, no menos de 29 fueron creadas por los solos Romanos Pontífices y 10 otras más por instrumentos del Emperador y los Príncipes, juntamente con las Constituciones Apostólicas. Las célebres Universidades que se erigieron -para omitir otras- en Bolonia, París, Oxford, Salamanca, Tolosa, Roma, Pavía, Lisboa, Sena, Grenoble, Praga, Viena, Colonia, Heidelberg, Leipzig, Monte Pesulano, Ferrara, Lovaina, Basilea, Cracovia, Vilna, Graz, Valladolid, México, Alcalá, Manila, Santa Fe, Quito, Lima, Guatemala, Cagliari, Lemberga y Varsovia, tomaron de esta excelsa Urbe su principio y seguramente de allí recibieron su incremento”.

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