Contra el mercado-rey, comunidad y tradición

Italia inventa la “izquierda reaccionaria” (y no es un insulto)

Una izquierda que abjura del mito del progreso, que defiende la comunidad y la tradición contra la tiranía del mercado… ¿Pero eso es una izquierda? Los italianos dicen que sí. El inventor de la cosa se llama Bruno Arpaia y defiende su tesis en un libro, La izquierda reaccionaria (Ed. Guanda), que ha levantado tantas simpatías polémicas como embarazosos silencios. Los silencios son, claro, los de la izquierda institucional, y las simpatías son las de una derecha que en el fondo aún entiende ese lenguaje. El propio Arpaia ha expuesto la situación en un artículo publicado en el Corriere della Sera. Estos italianos nunca dejarán de sorprendernos.

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BRUNO ARPAIA

El título del libro no ayuda: a primera vista, “izquierda reaccionaria” parece tan sólo un oxímoron, provocador por añadidura. En realidad, para mí no es tan paradójico y ello por diversas razones. También yo, al igual que Roberto Calasso, al repensar estos últimos trece años, he experimentado la fortísima sensación que “al movimiento vertiginoso del mundo hubiera seguido como respuesta un estancamiento” de la política y de la cultura. Me ha parecido, no obstante, como si la cultura de la izquierda (la que más me concierne y me interesa) se hubiera acomodado sobre palabras y conceptos ya gastados, hasta el punto de que su verdadero problema no consiste –como durante años ha repetido cierta derecha– en ser la heredera del comunismo, sino más bien en ser la intérprete del “vicecomunismo”, prisionera de nociones trilladas y retrilladas, de aquel vacío de proyección, que la ha hecho adoptar poco a poco las tesis más manidas y contradictorias, presentándolas, empero, como innovadoras.

Por eso, y también para aclararme las ideas a mí mismo, he procurado remontarme “genealógicamente” al origen de conceptos como “progreso”, “individuo”, “mercado”, “modernidad”, “desarrollo”; conceptos determinados histórica y culturalmente (como nacidos contemporáneamente a la Ilustración), pero que cierta derecha y cierta izquierda –dándose la mano– nos presentan como si fueran “naturales”. Se trataba, pues, como ha escrito alguien, de sacar un buen puñado de polvo de debajo de la alfombra o de barajar las cartas como le toca hacer al que no es banca, es decir, a quien no está adiestrado en las reglas de juego. 

De Veneciani a De Benoist

Izquierda conservadora tenemos ya toda la que queramos. Hay una izquierda liberal, que cree ser moderna y reformadora y es, por el contrario, tan vieja como Adam Smith. Está aquella otra a la que mi amigo Paco Taibo II llama “izquierda Neandertal”, y hay, en fin, la izquierda que se cree antagonista y, en cambio, sólo empuja hasta el extremo a un individualismo radical en función del mercado y el consumo. En ese paisaje, había que probar a meter en liza a una izquierda reaccionaria, es decir que “reaccionara” contra esa pereza que nos hace contentamos con cualquier banalidad convertida en sentido común, “contra la sacralidad indiscutible de lo Nuevo”, contra una deriva individualista que ha olvidado todo sentido del Nosotros y del bien común, contra la remoción de cualquier idea de límite en nombre de una pura gramática de los derechos que no contempla también los deberes del hombre. Territorios hasta ahora andados y frecuentados por aquella que Pasolini llamaba “la derecha sublime”, a la cual la izquierda ha regalado la “exclusiva” sobre conceptos como “Comunidad” y “Tradición”: conceptos que hay que manejar con cuidado, ciertamente, pero que son, a mi modo de ver, ineludibles, y que hay que asumir y declinar según los principios de la igualdad y de la inclusión (que deberían ser también hoy propios de la izquierda), para evitar que se precipiten en el etnicismo racista o en el pasadismo que añora míticas e inexistentes edades del oro.

Por eso he escogido como interlocutores también a pensadores de derecha como Veneziani, o de adscripción indefinible como de Benoist. Por lo demás, después de los años Setenta, allí donde me ha parecido percibir inteligencia o capacidad para afrontar problemas reales desde perspectivas inusuales, he creído siempre justo discutir seriamente sobre ideas incluso lejanísimas de las mías sin anteojeras de ningún tipo. ¿Es esto una lástima? No lo creo, sobre todo si sirve para acercarse, al menos un poco, a una izquierda antiliberal pero sostenedora de una idea elevada de democracia, de ningún modo esclava del anticapitalismo romántico o consumidora habitual de “píldoras nietzscheanas”, respetuosa de los derechos pero harta de lo políticamente correcto, realista e imaginativa, radical en el sentido de saber afrontar los problemas “en su raíz”, sin extremismo pero con más responsabilidad y menos improvisación, con más pasión y menos negrura.

Lograrlo, no sé si lo he logrado. Mientras escribía mi libro, me asaltaba a menudo el recuerdo de la viñeta de Altan (recordada también por Luca Ricolfi en La Stampa): “A veces me vienen a la mente ideas que no comparto”. Y, sin embargo, he pensado que de todos modos valía la pena arriesgarse. Un pensamiento que no se arriesga, ¿qué clase de pensamiento es? El resultado es un esbozo de ideas llenas de “si” y “pero”. Y estoy preparado para discutir sobre ello e incluso a retractarme, si alguien tiene ganas de tomar seriamente en consideración no tanto mis propuestas cuanto los problemas para los que intento encontrar una solución.

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