Lo que pretende la literatura... No, digámoslo mejor: lo que pretende la palabra poética en su sentido más amplio —poesía, narrativa, dramaturgia, ensayo— no es en absoluto excitar las papilas gustativas de “lo bonito”. Ni de “lo exquisito”. Ni siquiera de “lo sublime”. Lo que pretende la palabra poética —y la pictórica, y la escultórica, y la arquitectónica, y la musical...—, lo que pretende la palabra del arte es otra cosa: ser esa conmoción a través de la cual el ser estalla en toda su multiplicidad: sensual, carnal, racional, emocional, intelectual, espiritual. Lo que pretende la palabra del arte es dar cauce y expresión a ese estremecimiento al que, no teniendo mejor nombre que darle, llamamos Belleza.
Sólo entendida así —como ontología, como palabra del ser, y no como palabra de lo estéticamente exquisito—, podrá la Belleza, marcando el aire del tiempo —como lo marcaba por ejemplo en Grecia, como lo marcaba por ejemplo en el Renacimiento— cumplir el reto de resacralizar un mundo casi caído hoy en el abismo vulgar de la Nada.
Pese a ello, pese a que tales ideas ya estaban en el trasfondo de nuestro texto fundacional (el Manifiesto contra la muerte del espíritu y de la tierra), nuestra publicación ha adolecido de una importante laguna a lo largo de sus dieciséis años de existencia: el arte —y la literatura en particular— no ha estado presente en nuestras páginas con el vigor que hubiera debido ser el suyo.
Vamos a remediarlo abriendo los fines de semana esta nueva Sección que hoy presentamos. No, no está destinada a “hacer bonito” o a dar bonitas cosas a leer a nuestros lectores. Está destinada a darles estremecidas, conmovedoras, maravillosas cosas: las de los textos de grandes clásicos, ya en poesía, ya en narrativa, que iremos seleccionando sucesivamente.
Se abre hoy el fuego con una gran prosa poética de Unamuno.
Javier Ruiz Portella
¡Adentro!
(Miguel de Unamuno)
In interiore hominis habitat veritas.
La verdad, habríame descorazonado tu carta, haciéndome temer por tu porvenir, que es todo tu tesoro, si no creyese firmemente que esos arrechuchos de desaliento suelen ser pasaderos, y no más que síntoma de la conciencia que de la propia nada radical se tiene, conciencia de que se cobra nuevas fuerzas para aspirar a serlo todo. No llegará muy lejos, de seguro, quien nunca sienta cansancio.
De esa conciencia de tu poquedad recogerás arrestos para tender a serlo todo. Arranca como de principio de tu vida interior del reconocimiento, con pureza de intención, de tu pobreza cardinal de espíritu, de tu miseria, y aspira a lo absoluto si en el relativo quieres progresar.
No temo por ti. Sé que te volverán los generosos arranques y las altas ambiciones, y de ello me felicito y te felicito.
Me felicito y te felicito por ello, sí, porque una de las cosas que a peor traer nos traen —en España sobre todo— es la sobra de codicia unida a la falta de ambición. ¡Si pusiéramos en subir más alto el ahínco que en no caer ponemos, y en adquirir más tanto mayor cuidado que en conservar el peculio que heredamos! Por cavar en tierra y esconder en ella el solo talento que se nos dio, temerosos del Señor que donde no sembró siega y donde no esparció recoge, se nos quitará ese único nuestro talento, para dárselo al que recibió más y supo acrecentarlos, porque "«al que tuviere le será dado y tendrá aún más, y al que no tuviere, hasta lo que tiene le será quitado»" (Mat., XXV). No seas avaro, no dejes que la codicia ahogue a la ambición en ti; vale más que en tu ansia por perseguir a cien pájaros que vuelan te broten alas, que no el que estés en tierra con tu único pájaro en mano.
Pon en tu orden, muy alta tu mira, lo más alta que puedas, más alta aún, donde tu vista no alcance, donde nuestras vidas paralelas van a encontrarse: apunta a lo inasequible.
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