Umberto Eco en su libro que lleva por título Apocalípticos e integrados, publicado en 1965, describe a los primeros de la siguiente forma:
«Si la cultura es un hecho aristocrático, cultivo celoso y solitario de una interioridad refinada que se opone a la vulgaridad de la muchedumbre, la mera idea de una idea compartida por todos, producida de modo que se adapte a todos y elaborada a medida de todos, es un contrasentido monstruoso.
La “cultura de masas es la “anticultura”. Y puesto que ésta nace en el momento en que la presencia de las masas en la vida social se convierte en el fenómeno más evidente de un contexto histórico, la “cultura de masas” no es signo de una aberración transitoria y limitada, sino que llega a constituir el signo de una caída irrecuperable, ante la cual el “hombre de cultura” no puede más que expresarse en términos apocalípticos.»
Heráclito de Éfeso, llamado “el oscuro”, al que podríamos incluir en el exclusivo y selecto grupo de los “apocalípticos”, increpaba así a sus contemporáneos: “¿Por qué queréis arrastrarme a todas partes, oh ignorantes? Yo no he escrito para vosotros, sino para quien pueda comprenderme. Para mí, uno vale por cien mil, y nada, la multitud”.
La “cultura de gran estilo” debe ser entendida como una fuerza contraria a las tendencias igualitarias de las sociedades de masas. Nicolás Gómez Dávila, ilustre reaccionario, la definía así en uno de sus escolios: “La cultura es fenómeno elitista. No existe la cultura popular, sólo comportamientos populares”.
En Schopenhauer como educador, Nietzsche lamenta que la mayoría de las personas no deseen la singularidad —genio— porque implica demasiada lucha y esfuerzo. La misión de la cultura aristocrática es superar esta pereza y falta de coraje para el cultivo singular de cada uno. La cultura aristocrática es liberadora porque emancipa al individuo de la masa dejando de formar parte lo que alguien ha definido como los esclavos felices de la libertad.
Esta cultura de gran estilo y aristocrática se enfrenta a dos peligros. Por un lado, el acceso universal a la educación universitaria por un aluvión de jóvenes, en su mayor parte, analfabetos funcionales sin ningún talento o vocación. Así dice Nietzsche en El ocaso de los ídolos:
«“Cultura superior” y “gran número” son dos cosas que se contradicen a priori. La alta educación pertenece sólo a los excepcionales: se debe ser realmente privilegiado para tener derecho a distinción tal alta. Nada hermoso o grande es bueno para todos: pulchrum est paucorum.» (O dicho en román paladino: «Lo bello es cosa de pocos».)
El otro riesgo es lo que se ha dado en llamarse difusión de la cultura. Como consecuencia directa del incremento de los medios de comunicación, aparecen auténticas escombreras intelectuales donde toda corriente fabricada por intereses espurios tiene cabida. Opinión pública: hija bastarda de la modernidad, reino de la vulgaridad, presunta soberana de las democracias que, con la excusa de fomentar la cultura, lo único que consigue es la coronación de los mediocres.
Resulta innegable que esta tarea de “democratizar” la cultura no ha conseguido que más gente comprenda, por ejemplo, a Schopenhauer o Nietzsche, sino que más gente “crea” comprenderlos.
Finalmente, no puedo menos que esbozar una amarga sonrisa ante las extravagancias de aquellos que, como diría Evola, afirman que el hombre moderno habría llegado intelectualmente a la mayoría de edad y a la capacidad de juzgar por sí mismo. Cuando en realidad se encuentra en un grado de inmadurez jamás conocido en nuestra historia.
Ahora bien, ¿significa todo ello que sería un mal la consecución de una auténtica igualdad de oportunidades cultural… que hoy por hoy, en realidad, no existe siquiera? No sólo no sería un mal, sino que constituiría un gran bien. Pero hay que entenderse sobre los términos. Igualdad de oportunidades significa: que cualesquiera que sean las condiciones familiares o económicas de alguien, todos han de recibir en la línea de salida de la vida las mismas posibilidades para acceder a «la cultura de gran estilo». Pero con una «pequeña» condición que, por la cuenta que les trae, los mediocres, gandules e inútiles olvidan: a condición que quienes reciban los beneficios que tal igualdad implica dispongan de la sensibilidad, las ganas y las capacidades indispensables para acceder al más alto de todos los servicios y goces; a condición, dicho de otro modo, de que formen realmente parte de aquellos ante quienes se abren las puertas del estremecimiento que es la belleza, ese estremecimiento que, siendo tensión, es cualquier cosa menos la entretenida placidez que hoy tanto los rebaños como sus pastores se imaginan que es.