Hace cuatro siglos: René Descartes manda disponer un artilugio metálico en el centro de una glorieta de los jardines de Versalles. Los asistentes aguardan expectantes a que el sabio de La Turena descubra aquella cosa, tirando de una soga en espiral que sujeta la lona ajustada al objeto desde la cabecera a la peana. La tela cae, finalmente, y los cortesanos contemplan aquella figura humana con sorpresa mientras Descartes da vueltas a una cruceta en la espalda de un hierático androide de latón. Enseguida, aquel hombre articulado comienza a mover las manos estereotipadamente, dejando estupefactos a la mismísima María de Médicis, a Luis XIII y al siempre presente cardenal Richelieu, además del resto de concurrentes. Los dos criados que portaron hasta allí la siniestra silueta huyeron a todo correr sin dejar de santiguarse.
De este modo, René Descartes daba sepultura a los postulados aristotélicos sobre el principio del movimiento y la vida. Durante siglos, ningún hombre eminente había cuestionado el axioma que daba por vivo, y por tanto por poseedor de alma intelectiva, vegetativa o sensitiva, a cualquier cosa que se moviera sin ser desplazado por nada ni nadie. Aristóteles ha muerto, Viva el cogito ergo sum (“pienso, luego existo”) cartesiano. La existencia humana queda definida, desde entonces, por nuestra capacidad de pensar y no por un alma capaz de provocarnos movimiento. Pueden imaginar el estado de ánimo de los eclesiásticos de la época.
Ayer: Después de una compra espartana de hombre solitario, me detengo en el surtidor de combustible del aparcamiento de Carrefour Ciudad de la Imagen, en Madrid, y leo horrorizado los carteles que me instan no ya a abastecerme yo mismo de gasolina, sino a abonar yo mismo y a imprimir la factura de igual modo. Todo ello merced a las habilidades de un programa de ordenador escondido en aquella gasolinera desolada que recuerda a los lienzos de Hopper. Indignado, me viene a la cabeza la semblanza de mi padre cuando sacaba la mano por la ventana de su flamante Renault 8, y un hombrecillo azul llenaba el depósito, limpiaba el parabrisas, comprobaba los líquidos vitales del coche y se interesaba por el estado de salud de toda la familia
He huido de tanto desamparo en busca de una estación de servicio donde poderle dar las buenas tardes a alguien, aunque sea a través de un cristal blindado. También eché a correr de la caja automática, astutamente dispuesta entre las asistidas por personal humano, por donde el director de recursos humanos de Carrefour pretende que pasemos nuestras vituallas, y así dejar en el paro a otros cuantos infelices más. El reclamo es perfecto: “Si pasa por aquí no aguarda tanta cola”. Ni caso.
Poco a poco, sin darnos cuenta, siguiendo el compás que marca el sistema, nos vamos dejando en el paro los unos a los otros, dejando estos puestos de trabajo honrado a los modernos autómatas de la informática y las telecomunicaciones; los que no tienen alma de ninguna clase.
Cuentan que, en una ocasión, Henry Ford mostraba las excelencias de una nueva máquina, recién incorporada a su cadena de montaje del Ford T, capaz de realizar ella solita el trabajo de diez hombres. Tras comprobar la eficacia de aquel artefacto ultramoderno, el jefe del sindicato de obreros se acercó, displicente, al ínclito empresario y le comentó: “Su máquina es maravillosa. Trate de venderle un modelo T ”.
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