Tocqueville, gran visionario y gran "mecachista"

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Alexis de Tocqueville (1805-1859), por si alguien aún no lo sabe, es ese aristócrata francés, de ideas liberal conservadoras, que habiendo viajado a Estados Unidos en 1830, publicó un libro clave y de una premonición propiamente asombrosa: La democracia en América. Efectúa dicho libro uno de los análisis más clarividentes y de las impugnaciones más premonitorias de la degeneración en que ha terminado —pero manifiestamente ya estaba entonces en marcha— la democracia de los hombres-masa.

Juzguen, si no, por el texto que les presentamos a continuación. Está extraído de la IV Parte, capítulo 6, de La democracia en América. Publicado en 1835 el primer tomo y en 1840 el segundo, tal parece como si se estuviera hablando aquí del Homo Festivus, este prototipo del zombi contemporáneo desarrollado por Philippe Muray y del que Rodrigo Agullo nos hablaba recientemente en dos artículos publicados en este periódico.
 
Pero volvamos a Tocqueville. Lo extraordinario, lo pasmoso con él, es, sin embargo, la ambigua dualidad que lo marca. Capaz de efectuar un examen tan agudamente vitriólico de la realidad “democrática”, no por ello deja de encumbrar a ésta y de efectuar un cumplido elogio de todo el sistema liberal. Otorguémosle, así pues, el título honorífico de “Primer mecachista histórico”.
 
¿No han oído hablar ustedes de los mecachistas? Son esta gente (bastante más numerosos de lo que se podría creer) que van por ahí diciendo constantemente: “¡Ay mecachis, mecachis! ¡Cuántos problemas que presenta nuestro mundo y su sistema! ¡Pero es tan bueno, pese a todo! No lo impugnemos para nada.”
 
J. R. P.
  
 
Cuando considero la mezquindad de las pasiones de los hombres de nuestros días, la molicie de sus costumbres, sus luces, la pureza de su religión, la dulzura de su moral, sus hábitos arreglados y laboriosos y su moderación casi general, tanto en el vicio como en la virtud, no temo que descubran tiranos en sus jefes, sino más bien tutores. Creo, pues, que la opresión de que están amenazados los pueblos democráticos no se parece a nada de lo que ha precedido en el mundo, y que nuestros contemporáneos ni siquiera recordarán su imagen.
 
En vano busco en mí mismo una expresión que reproduzca y encierre exactamente la idea que me he formado de ella: las voces antiguas de despotismo y tiranía no le convienen. Esto es nuevo, y es preciso tratar de definirlo, puesto que no puedo darle nombre.
 
Quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos el despotismo podría darse a conocer en el mundo; veo una multitud innumerable de hombres iguales y semejantes, que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse placeres ruines y vulgares con los que llenan su alma.
 
Retirado cada uno aparte, vive como extraño al destino de todos los demás, y sus hijos y sus amigos particulares forman para él toda la especie humana: se haya al lado de sus conciudadanos, pero no los ve; los toca y no los siente; no existe sino en sí mismo y para él solo, y si bien le queda una familia, puede decirse que no tiene patria.
 
Sobre éstos se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga sólo de asegurar sus goces y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno; se asemejaría al poder paterno si, al igual que él, tuviese como objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, al contrario, no trata sino de fijarlos irrevocablemente en la infancia y quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar. Trabaja en su felicidad, mas pretende ser el único agente y el único árbitro de ella, provee a su seguridad y a sus necesidades, facilita su placeres, conduce sus principales negocios, dirige su industria, arregla sus sucesiones, divide sus herencias y se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir.
 
De este modo, hace cada día menos útil y más raro el uso del libre albedrío, encierra la acción de la libertad en un espacio más estrecho, y quita, poco a poco, a cada ciudadano hasta el uso de sí mismo. La igualdad prepara a los hombres para todas estas cosas, los dispone a sufrirlas y aun frecuentemente a mirarlas como un beneficio.
 
Después de haber tomado así alternativamente entre sus poderosas manos a cada individuo y de haberlo formado a su antojo, el soberano extiende sus manos sobre la sociedad entera y cubre su superficie de un enjambre de leyes complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales los espíritus más raros y las almas más vigorosas no pueden abrirse paso y adelantarse a la muchedumbre: no destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y las dirige; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no destruye, pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce, en fin a cada nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos, cuyo pastor es el gobernante.
 
Traducido por Mateo Barsacque

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