Tal como habíamos anunciado, proseguimos hoy la publicación de la segunda y última parte del artículo que nuestro colaborador Adriano Erriguel ha dedicado a presentar al público español la obra del escritor francés Philippe Muray.
Cuando los castradores pasan por liberadores
Las sociedades post-históricas se caracterizan por un odio –rayano en lo patológico– por el Patriarcado como configuración arquetípica de los tiempos históricos, que se identifica además con el orden arcaico de diferenciación entre los sexos. Una diferenciación que se ve asimilada a los vestigios de la soberanía masculina y del antiguo régimen machista. La supresión de todo principio de contradicción exige eliminar ese antagonismo básico, esa vieja distinción sexual que era “demasiado ofensiva, demasiado constatable, demasiado cargada de sentido”. Homo Festivus cultiva un ideal unisex. Y en los tiempos hiperfestivos la figura del Paterfamilias no tiene otra asignación que la de convertirse en residuo naftalinoso o clown irrisorio, abocado a su reeducación por las Madres y por los Niños –dos figuras dominantes en el orden simbólico de los tiempos post-históricos.
Las formas hegemónicas de producción de lo social concurren a realizar un ideal andrógino conforme a la idea de que todo sujeto porta en sí una “bisexualidad variable”, y de que en cualquier caso el ser “hombre” o “mujer” son roles socialmente inducidos, susceptibles de ser re-fijados en cualquier estadio de la vida. La invención estadounidense de la ideología de género acude al rescate para decir que la vieja humanidad estaba equivocada al creer que sus miembros podían definirse en función del sexo. Lo que procede es definirse en función del género, masculino o femenino a gusto del consumidor. ¡Basta ya de ese insoportable escándalo de naturaleza que consiste en no poder elegir el sexo! Los transexuales son portadores de un mensaje de esperanza para la humanidad. La liquidación de los viejos roles sexuales no puede reducirse al ámbito de lo social –maternalización de los padres, virilización de las mujeres–, sino que debe extenderse al plano psicosomático: la nueva moral impele a los hombres a “dejar hablar al lado femenino”, el mercado les anima a repulir su aspecto, y el sacrosanto principio de transparencia les exhorta a “reconocer la bisexualidad latente” cuando no a “salir del armario”. La “bisexualidad psíquica infantil” será cuidada como delicada planta por una pedagogía que se apresurará a erradicar cualquier brote considerado “homófobo”, y los juguetes considerados “sexistas” serán prohibidos. Tal vez, al cabo de una o varias generaciones, se habrá conseguido olvidar de una vez por todas la antigua y maldita división de sexos.
Esta abolición de la distinción sexual –en realidad una des-sexualización en toda regla– se acompaña de dos fenómenos a los que Muray reserva sus críticas más acerbas: la feminización y la infantilización del cuerpo social. El niño es el Rey de los tiempos post-históricos. Desde el momento en que el pasado se condena en su conjunto, la ventaja del adulto sobre el niño desaparece, y es el niño, la inocencia, el que pasa al primer plano. En la publicidad y en el cine es el niño el que siempre sabe lo que hay que hacer, el adulto –sobre todo el padre– aparece como “un imbécil inadaptado al que sólo se tolera si se pliega a las reglas de los niños que evolucionan bajo el ojo tierno de las mamás-todo amor.”[1] Toda la post-historia es una regresión a la infancia, y Homo Festivus es un niño consentido al que hay que organizar distracciones para que no se aburra. Los niños viven en un eterno presente, son los mejores consumidores y tienen todos los derechos. La maternidad-mundo –señala Muray– se encarga de convencernos de que somos niños irresponsables rodeados de programas higienistas, caritativos, humanitarios, protectores, y de que no tenemos otra cosa que hacer que flotar como fetos andróginos en la música del hiperfestivismo como en el baño matricial de los orígenes.
Lo más curioso es que, para algunos cerebros hibernados en la mitología sesentayochista, esta des-sexualización inducida todavía se considera una sublevación heroica, una batalla a muerte contra el puritanismo y la reacción. Cuando se trata precisamente de lo contrario: de la destrucción de la antigua libido –considerada como negativa, jerarquizante y conflictiva– y de su sustitución por un sistema de asepsia absoluta. Llegamos al mundo del “Progenitor A, Progenitor B”, al mundo donde para evitar “traumas” se reclama la supresión de la mención “sexo” de los papeles de identidad, a un mundo en que el auto-engendramiento y la clonación son perspectivas reales. Y en el que el sexo entendido como actividad higiénica y cuasi-deportiva marca el fin del erotismo. El sexo es omnipresente, pero los sexos desaparecen. Un solo sexo, el mismo para todos. El sexo como consumo, el placer como obligación. No ocultar nada, mostrarlo todo. Es el reino de la Transparencia total, el fin de la porosidad de la vida. ¿Qué queda del antiguo libertinaje –de aquella parte maldita hecha de claroscuros y de penumbras? El Imperio del Bien alcanza cotas que ni el viejo puritanismo religioso llegó a soñar. [2]
El escritor Philippe Muray es un sujeto histórico extraviado en la post-historia, es un sujeto sexual que describe la desaparición de la sexualidad. Y esa descripción es una llamada implícita a recuperar “ese punto fundamental del equilibrio humano: la relación humana franca, y tradicional porque histórica, es decir real, entre el hombre y la mujer –sabiendo que la mujer desea al hombre que desea a la mujer que a su vez desea al hombre como un hombre, y no como una mujer.”[3] Restaurar la sexualidad sería una forma de reconquistar lo real, de restaurar la Historia.
El progresismo y sus cipayos
Muray está muy lejos de ser un polemista. No aspira a emprender un diálogo, a intercambiar ideas, a debatir. Mucho menos a convencer. Para él la actividad literaria es sólo un medio de restaurar su distancia frente al mundo moderno. Porque la catástrofe no tiene remedio, la liquidación de la vieja humanidad y las viejas condiciones de vida es irreversible. Y si hay un enfrentamiento, no es entre conservadores y progresistas, sino entre las diversas facciones que, dentro de la modernidad, mantienen la ficción de que la Historia continúa. Moderno contra Moderno, esa es la realidad. Su tarea hercúlea consiste en elaborar una recensión minuciosa – a través de la sátira, la literatura y la sociología – de los dogmas y aberraciones de un mundo que pretende extirpar toda negatividad e instaurar una visión arcangélica de lo real. Entresacamos algunos retratos de los diferentes rostros de Homo Festivus.
Para Muray es muy fácil reconocer a un “rebelde”: es el que siempre dice ¡sí! a todo lo que, de un modo u otro, se le propone como “nuevo”. Eso es lo poco que Homo Festivus ha retenido del marxismo: la creencia enternecedora en que “lo nuevo es invencible”, que el futuro es para él y que el viento de la Historia sopla en sus velas.
En los tiempos hiperfestivos la transgresión, lo subversivo y lo “políticamente incorrecto” están en el puente de mando. Y así se impone “la Cultura como consenso anticonsensual, la transgresión como rutina artística, la subversión como subvención y la provocación como paquete-regalo en todas las buenas causas mediáticas que son presentadas como conquistas radiantes, pero también peligrosas, del espíritu”.[4] La transgresión como nuevo academicismo aspira a mantener la ilusión de “ruptura”, de continuidad de los tiempos históricos: “la ficción de lo negativo se manifiesta por un elogio continuo de todo lo que antes se manifestaba como negatividad, como combate contra el Orden moral. Pero desde el momento que todo el mundo se pretende subversivo, ya no hay subversión. Si todo el mundo se aparta de la norma, esa norma es puramente ilusoria. La ruptura reemplaza a la norma, y el conformismo toma la máscara de la subversión”[5].
Ejemplo más nítido de la subversión de cartón piedra, el artista “reclama no sólo el derecho a la transgresión sin sanción, sino a la institucionalización de la transgresión –y sólo un espíritu de los de antes podría ver la contradicción que ello implica”. La Cultura es uno de esos sustantivos que sobreviven a la transformación de su contenido. Lo que hoy se llama “cultura” es uno de los agentes más eficaces del Bien radical. Y los “artistas” –alegremente asimilados a los “intelectuales”– son los mejor situados para diseminar el imaginario del Bien entre el cuerpo social. Como señala el filósofo Jean Claude Michéa, “el reciclaje de la mitología romántica del artista rebelde permite a todos los artistas oficiales del showbusiness encontrarse en la escena de todos los combates en los que está en juego la defensa del orden económico y cultural que asegure su rentable celebridad”[6]. La “rebelión” es una operación de blanqueo por la cual el capitalismo se rehace una virginidad, lo que a su vez permite reconciliar el nivel de vida burgués con el estilo de vida del artista: el artista se beneficia de las ventajas materiales y morales del conformista, además del prestigio del disidente. “En su boca, la “cultura” y el “arte” sólo sirven para instrumentalizar la historia secular de la conciencia inmaculada de la izquierda – que sólo ahora comienza a verse que no es más que una historia de tartuferías.” El artista es “progre” por definición.
“Nunca antes los artistas habrían pretendido ser los médicos de la humanidad sufriente, los líderes, los comprometidos, los solidarios, los liberadores y los redentores del mundo. Nunca antes se les hubiera ocurrido auto-designarse como conciencia moral perpetua, poco menos que por derecho divino. Nunca antes habrían exigido que los poderes públicos les subvencionen su libertad privada, y que esa subvención tenga que defenderse con uñas y dientes como si fuera una conquista social inalienable. Élite autodesignada, aristocracia ilustrada, su buena conciencia –tan astuta como ingenua – les mantiene en la ilusión de creerse la guía y la conciencia del pueblo”. Muray tiene un nombre para ellos: artistócratas.[7]
Alguien dijo que el turismo es la industria que consiste en transportar a gente que estaría mejor en su casa a sitios que estarían mejor sin ellos. Para Muray el turista –auténtico Quinto jinete del Apocalipsis de la modernidad– es sin duda alguna el rostro más verídico de Homo Festivus. ¡Buscad al turista y encontraréis la fealdad! “El turismo produce en el espacio lo que la modernidad produce en el tiempo: hacer feo todo lo que fue hermoso, hacer accesible todo lo que era inaccesible, hacer moderno o tourist-friendly todo lo que no lo era”.[8]
El turista es la criatura moderna y festivista por excelencia, porque es el mejor agente de aquello que Braudillard denominaba “el asesinato de la realidad”. Al paso del turista, todo se convierte en simulacro. Todo lo que no es susceptible de ser visitado turísticamente, es decir, todo lo que no se pliega de forma beata a la modernidad inocente e hipersensible, debe ser más pronto que tarde normalizado, aseado y aseptizado para su consumo por Homo Festivus. El turista es el gran museificador de la humanidad. “¿Cómo transformar a los seres parlantes en excursionistas? La gloria de Walt Disney consiste en haber sido el primero que presintió que la Historia terminaba, y que el globo, explorado por entero y visitable por cualquiera, estaba a punto de perder sus últimos atractivos. Ya no hay planeta. Ya no hay Historia. Ya no hay Tiempo. Sólo queda el pasatiempo.”[9]
Desde el momento en que la homosexualidad se funda en la valoración de lo mismo –o en la devaluación de la diferencia– ello debería ya asegurarle un lugar de privilegio dentro de la mitología festivócrata. De entrada, se presupone que un homosexual piensa –o debería pensar– bien. Pero cuando Muray describe el festivismo gay no trata en modo alguno de denigrar a la homosexualidad en sí –una orientación o preferencia particular merecedora, a lo más, de una perfecta indiferencia–, sino de preguntarse por qué la homosexualidad como militancia necesita poco menos que obtener la ovación admirada de una humanidad agradecida. Lo que nos lleva a eso que denomina la gaytitud, y que consiste en asimilar una orientación sexual particular a una cosmovisión, a una categoría socio-política y a una forma de redención del género humano.
Señala Muray que los gays militantes han sido los más eficaces portavoces en Europa de la ideología correctista norteamericana. Es la cruzada por excelencia de los tiempos hiperfestivos, que –conducida con la buena conciencia a prueba de bomba de todas las víctimas profesionales– para conseguir sus objetivos ha utilizado la provocación, la exigencia de protección, la culpabilización, la persecución, el chantaje y las reivindicaciones particulares camufladas bajo la retórica de la igualdad y de la libertad. Según una lógica binaria –“quien no está con nosotros está en contra”– que ha conducido a una situación inversa a la de hace décadas: la “homofobia” es hoy susceptible de sanción penal, y “homófobo” será todo aquel que presente alguna objeción o que no muestre una aprobación genuflexa ante tan buena causa.
Así resulta extraordinario “verles combatir contra enemigos a los que se oye tan poco, verles denunciar de forma rutinaria los tabúes sobre temas de los que no se cesa de hablar, verles partir en cruzada contra censuras que nadie ha visto, verles universalmente aplaudidos por derribar ‘prejuicios sociales’ que no son más que lejanos recuerdos, verles ocupar todo el escenario para denunciar que son ‘rechazados’, verles mantener el fuego sagrado de un combate que encuentra tan pocos opositores.”[10] Y por eso la gaytitud se aferra como a un clavo ardiendo cuando, por ventura, encuentra a un puñado de creyentes en la antigua religión, o a un puñado de sostenedores del viejo mundo que quieran prestarse a jugar el papel de fantoche reaccionario, intolerante y homófobo, y a darle así un semblante de heroísmo a la causa ganada de antemano.
Al gay homofestivo se le debe el impagable invento de la Pride, punto de arranque de la Fiesta moderna, indisociable del movimiento homosexual. Es al gay a quien Occidente le debe el icono insuperable de la Fiesta, con los confetis, los pompones, las panderetas y las mil y una maravillas del festivismo moderno.
Síntesis, quintaesencia o denominador común de todas las encarnaciones festivócratas, el “progre” –lo que hoy es tanto como decir la “izquierda”– es “el dealer universal de esta humanidad en secesión de humanidad”. En su alucinante convicción de encarnar la guerra contra el Mal, la izquierda es hoy el partido meapilas contemporáneo. En su sedicente búsqueda de un mañana radiante, a la izquierda le es preciso incriminar constantemente al mundo, al tiempo que acelera el proceso de festivización. Con una fe ferviente en la idea –en el fondo consoladora– de la (des)alienación, la izquierda es congénitamente incapaz de comprender la post-historia, y es por tanto un factor de mistificación, es decir, un lastre para comprender el mundo en el que se vive.[11]
¿Hay salida?
¿Philippe Muray, reaccionario? No en el sentido más habitual del término –el de alguien que quiere volver al pasado–, porque el escritor francés carece del optimismo de los que piensan que eso sería posible. El fin de la Historia es como el fin de la virginidad: no hay vuelta atrás. Pero son los directores de escena de la festivocracia los primeros interesados en negarlo. Y pretenden que “la Historia continúa” cada vez que cualquier sobresalto les amarga el desayuno. Pero no son más que accidentes. En el futuro habrá sin duda conflictos, rupturas y convulsiones –los espasmos agonizantes del viejo mundo. Pero es preciso no engañarse: éstos no harán más que reforzar el proceso, porque, ante el horror que generan, siempre se preferirá la placidez y la sedación hiperfestivas.
Un ejemplo: es habitual pretender que las manifestaciones históricas violentas –terrorismo, integrismo islámico– son prueba irrefutable de la continuidad de los tiempos históricos. Pero incluso si tales violencias durasen cientos de años, para Muray no son más que pervivencias transitorias que sólo tratan de negar una realidad: el deseo profundo y tal vez inconsciente de todos los pueblos –digan lo que digan y hagan lo que hagan– de alinearse con la agonía occidental, entendida ya como el único modelo viable para la humanidad del futuro. Y la locura sanguinaria de los fanatismos probablemente sólo encubre una cosa: la frustración de no haber llegado todavía a ese estadio. Además, el combate entre el terrorista islámico y Homo Festivus es un combate desigual, que sólo puede saldarse con la victoria del segundo. “Venceremos […] porque somos los más muertos”, afirma Homo Festivus –por boca de Muray. El Último hombre prevalece sobre el guerrero de la Dhijad. Nadie puede matar a un muerto.[12]
Es también habitual señalar a los movimientos altermundialistas y antiglobalización como otros tantos rechazos a la uniformización festivócrata. Nada más lejos de la realidad. De nada sirve protestar contra la globalización a través de grandes algaradas festivas si no se empieza por abandonar “el ideal angélico de un mundo sin fronteras, que es precisamente la nueva frontera de la globalización, su ilusión lírica específica. Los que defienden furiosamente la libre circulación de capitales y los que defienden con furia la libre circulación de personas –de los sacrosantos inmigrantes– están del mismo lado. Todos ellos son partidarios de la des-territorialización, de un mundo confuso-onírico donde las antiguas soberanías, producto de la humanización, se vean abolidas para siempre.” Los activistas antiglobalización “están tan sometidos a la modernidad matriarcal y planetaria como los Amos transnacionales a los que dicen combatir. Y sus furibundas guerrillas callejeras no son más que teatro callejero, una forma como cualquier otra –‘artística’, luego doblemente culpable – de la sumisión”.[13]
Otros hablan de un supuesto revival religioso –del auge de los integrismos, de nuevas formas de espiritualidad– y quieren ver un retorno de lo sagrado. No hay tal, dice Muray. No hay ningún “retorno de la religión”. Ninguna re-espiritualización. Lo que sí hay es una “puesta en escena” de residuos religiosos –bajo las formas más delirantes– por el Espectáculo mismo y en beneficio del Espectáculo. Se trata de “reavivar el núcleo duro de lo irracional, de retomar una ficción mística consistente sin la cual ninguna comunidad, ningún colectivismo puede aguantar el tirón”.[14] Todo cabe ahí: las bufonadas New Age, las extravagancias ocultistas, la moda budista o las Jornadas católico-espectaculares en las que la Iglesia trata de adaptarse al lenguaje del día. Festivópolis encuentra así el suplemento de Trascendencia necesario para poder afirmar que la perfección se encuentra en ella. Show must go on.
Pero es el “populismo” –esa bestia negra” favorita de la festivocracia– el que aporta el plus de negatividad necesario. Es ese populismo que asoma cuando en algún referéndum se produce el resultado equivocado, o cuando el pueblo dice ¡mierda! y vota a algún partido de sulfurosas ideas y de groseros modales. En ese caso se impone una labor de paciente pedagogía, para que los obtusos que no acaban de enterarse de en qué mundo viven dejen de fastidiar y no tengan otras ideas y deseos que los que para ellos deciden las élites transnacionales. El término “populismo” encubre, en este sentido, un profundo desprecio por el pequeño pueblo –por ese conjunto de paletos, xenófobos, cerriles, sexistas, residuos del pasado. Evidentemente –señala Muray– quedan todavía brotes del viejo mundo, vestigios aislados aquí y allá que aún pueden dar algún que otro susto. Pero se encuentran de tal modo rodeados y de tal modo trabajados por el Imperio del Bien que es difícil pensar que puedan hacer gran cosa. Y si bien es cierto que entre mucha gente tal vez perviva “algún terror oscuro y profundo sobre la marcha del mundo, ese terror se ve también combatido, en el interior de cada uno, por una tendencia a la sumisión igualmente oscura y profunda, por el deseo de adaptarse a las nuevas condiciones, por la sensación de que no hay elección.” Muray no alberga esperanza alguna sobre hipotéticas capacidades de “resistencia” de pueblos que hubiesen permanecido “sanos”.
Si Muray es reaccionario no lo es en sentido pesimista, sino en un sentido trágico, de aceptación de lo real. Tampoco es un nihilista, porque cuenta con sólidos asideros. Uno de ellos es su creencia en el potencial liberador de la literatura. Otro estriba en su creencia en las virtudes guerreras y estéticas de la risa. Hay un tercero, sorprendente por inesperado: ¡su adhesión confesada a la fe católica y a la Iglesia de Roma!
Es éste un punto desconcertante, sobre el que los comentadores de Muray no acaban de ponerse de acuerdo. Lo cierto es que no hay en su obra apologética alguna. Se ha llegado a señalar que, más que un catolicismo ontológico, de lo que se trata en su caso es de un uso instrumental del catolicismo: éste le proporcionaría un punto de vista exterior sobre las cosas, al servicio de su visión del mundo. Porque en esa visión, como hemos visto, la idea de negatividad es esencial. Y el catolicismo –es decir, la antimodernidad por excelencia– sería para él un instrumento de la Historia para mantener la contradicción en el seno de lo real. De aceptar esta idea, el suyo sería un catolicismo dialéctico, un peculiar “catolicismo hegeliano” condicionado además por su ideología literaria, en la que el interés por el pecado y por la culpa como presupuestos para la descripción de los fallos humanos son elementos destacados.[15] Es Muray en cualquier caso un extraño tipo de católico, desprovisto de la esperanza que se les supone a los seguidores de Cristo.
¿Un Muray sin esperanza? Todo lo más, tal vez sobre ciertas posibilidades de que la modernidad se autodestruya. Moderno contra Moderno…[16]
¿Muray Superstar?
Varios años tras su muerte Muray se ha convertido en referencia intelectual de moda en el país vecino. En previsible ironía festivócrata, el “inconformista” Muray ha sido lanzado como producto al mercado cultural. Sus textos se leen en el teatro y las tiradas de sus libros se multiplican. Una paradoja que se explica en la medida en que su obra responde a una demanda latente: la de convertir la edad de vacío en material literario y además reírse con ello. Muray –ese aguafiestas vocacional– transforma el idioma francés en una fiesta, lo retuerce en juegos de palabras y en neologismos de comicidad nunca vista, y forja un nuevo vocabulario para describir una época privada de toda forma, de toda razón y de toda belleza. La época de Homo Festivus. Muray es, en ese sentido, muy dependiente de la lengua francesa. Su eficacia retórica y estética siempre quedará mermada por muy buena que sea la traducción.
Muray es un escritor, no un ideólogo o un filósofo. No trabaja sobre las causas de lo que describe. No busca soluciones o recetas. No es objetivo. No se oculta tras la solidez de los argumentos – como se supone lo haría un intelectual. Él es demasiado brillante, demasiado protagonista. La exageración –la reducción al absurdo– es una de sus armas. Y con ella retoma la gran tradición volteriana que aúna elegancia formal y ferocidad en la caricatura, para ridiculizar así los nuevos dogmas, moralismos e hipocresías. Su obra es una Comedia Humana de los inicios de la post-historia. Una creación filosófica y política, pero ante todo artística y literaria.
Y es ahí donde los fariseos intentan embalsamarlo. Llegados el reconocimiento y la fama, es preciso desactivarlo, normalizarlo. Una vieja historia. Ya los sesentayochistas se aliñaron un Nietzsche libertario y juguetón a su medida, y evacuaron su lado incómodo –su aristocratismo, su antidemocratismo. De Philippe Muray se pretende ahora hacer un antimoderno a la moda, un dandy reaccionario en el fondo encantador; un enfant terrible ocurrente a quien se toleran los desbarres –¡qué cosas tiene Muray!–, un esteta provocador a colocar en las estanterías de la cultura-espectáculo.
Es un intento que traduce una creciente desazón. Porque lo cierto es que, hoy por hoy, la intelectualidad francesa más brillante ya no se encuentra donde se supone debería estar –en la militancia bienpensante de la izquierda divina– sino en otra historia. El discurso de Philippe Muray no es un fenómeno aislado. Encuentra sus ecos filosóficos y literarios en autores como Jean Braudillard, Marcel Gauchet, Michel Houellebecq, Alain Filkienkraut, Jean Clair, Jean Claude Michéa, Gilles Lipovetski, Renaud Camus, Richard Millet… Lo que no es extraño. Es en Francia donde los procesos de ingeniería social más se han acelerado, hasta hacerla casi irreconocible. Es en Francia donde la dictadura del pensamiento único se ha hecho más agobiante, precisamente allí donde el pensamiento crítico y la libertad de espíritu son tradiciones seculares. No es extraño que sea también en Francia donde se alzan las primeras disidencias importantes –también las resistencias más ruidosas– frente al nuevo mundo que se alza sobre las ruinas de la vieja civilización europea y de sus valores. [17]
Toda disidencia auténtica consiste en una lección sobre cómo estar en el mundo sin pertenecer a él. Mal que les pese a sus “recuperadores”, el mensaje de Muray –para quien quiera escucharlo– es radical: no se puede transigir con el mundo contemporáneo, hay que rechazarlo en bloque. Lo cuál no significa predicar el desánimo. Todo lo contrario. Gracias a Muray sabemos que el rechazo de la Fiesta es también una invocación a la alegría. A la alegría de la lucidez, y al júbilo de la inteligencia. Ambas hacen libres, y son escasamente progresistas.
NOTA:
El único texto de Philippe Muray hasta el momento publicado en español es: Queridos yihadistas, Editorial Nuevo Inicio, Granada 2010.
[1] Cyril de Pins, La barbe altière et riante de Philippe Muray. En Les Cahiers d’Histoire de la Philosophie. Philippe Muray. Cerf 2011, p. 495.
[2] Michel Houellebecq –en su novela Plataforma– describe cómo, a la hora de encontrar pareja, un número creciente de occidentales de ambos sexos se dirigen a países menos “modernos” donde el proceso de indiferenciación sexual está menos avanzado. Un polémico retrato del turismo y de la miseria sexual de los europeos de la post-historia.
[3] Alexandre de Vitry, L’invention de Phillipe Muray, Carnetsnord, 2011, p. 256. Maxence Caron, Muray au sens insu de son œuvre, en Cahiers d’Histoire de la Philosophie: Philippe Muray, Cerf 2011, p. 658.
[4] Philippe Muray, Désaccord Parfait. Gallimard, 2000, p. 17.
[5] Alexandre de Vitry, L´invention de Phillipe Muray, Carnetsnord 2011, pag 22.
[6] Jean Claude Michéa, Impasse Adam Smith, Champs, Flammarion, 2002, p. 60.
[7] Concluye: Les artistocrates a la lanterne! (¡los artistócratas a colgarlos de las farolas!), juego de palabras con la conocida canción revolucionaria francesa: “Ah! Ça ira! ça ira! ça ira! les aristocrates à la lanterne!”…. Philippe Muray, Chère Madame, en Moderne contre Moderne. Exorcismes spirituelles IV. Les belles lettres, 2006, pp. 145-147.
[8] Cyril de Pins, La barbe altière et riante de Philippe Muray. En Les Cahiers d’Histoire de la Philosophie. Philippe Muray. Cerf 2011, p. 488.
[9] Philippe Muray, La colonie distractionnaire. En Désaccord parfait. Gallimard 200, p. 149.
[10] Philippe Muray, Après l’Histoire, Gallimard, 2000, p. 244.
[11] Philippe Muray, Festivus Festivus, Fayard, 2005, p. 168. Cabría matizar que antaño hubo una izquierda no progre, y por lo tanto histórica, y por lo tanto real.
[12] Philippe Muray, Chers djihadistes… Mille et une nuits, 2001, p. 118.
[13] Philippe Muray, Festivus Festivus. Conversations avec Elisabeth Lévy. Fayard, 2005, p. 106.
[14] Philippe Muray, L´Empire du Bien. Les Belles Lettres, 2006, p. 155.
[15] Maxence Caron, Philippe Muray, la femme et Dieu. Artège, 2011, pp. 24-30.
[16] Philippe Muray, Festivus Festivus. Conversations avec Elisabeth Lévy. Fayard, 2005, pp. 86-88. Al final de este libro –el último de Muray– el escritor francés proclama su fe católica y su respeto por la figura del Papa.
[17] Un don Nadie llamado Lindenberg intentó estigmatizar a varios de estos autores en un panfleto llamado Los nuevos reaccionarios, publicado en 2003. Un tiro por la culata que despertó las alarmas sobre la nueva “policía del pensamiento” y sus hábitos intimidatorios, y otorgó a los inculpados una considerable repercusión mediática. Mas información en: Disidencia perfecta, Rodrigo Agulló, Áltera, 2011 (Los Nuevos reaccionarios, pp. 465-479).