No todo el arte contemporáneo
se dedica a destruir el arte

Carlos Prieto: un pintor actual… de hace cien años

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Una alfombra roja que ocupa toda una calzada sobre la que se han instalado diecisiete carpas de las que se utilizan para acontecimientos de cierta de importancia nos conduce a la exposición instalada al final de la calle Danús en la ciudad de Palma. Se ha estudiado hasta el último detalle. Esta es la segunda presentación a la que asisto desde que conozco a Carlos Prieto.

Al final de ese largo e imponente recorrido, me encuentro con él. Ha perdido mucho peso desde la última vez que nos vimos, incluso ha dejado de fumar, algo que no deja de sorprenderme. Lleva una chaqueta tres cuartos de corte sastre en paño de color marrón que le sienta como un guante. Habla tranquilamente, bajando lentamente los párpados, mientras mantiene la sonrisa. Le felicito como de costumbre, pero con concisión, porque es su gran día, un día en el en que va a tener que focalizar toda su energía en la difícil tarea de mostrarle al mundo el resultado de horas infinitas de encierro voluntario inhalando vapores de trementina, experimentado con nuevos colores; horas en las que se han plasmado infinidad de ideas adquiridas a saber en qué lugar y en qué momento.
 
A todo esto… y antes de entrar en la exposición: ¿quién es Carlos Prieto? 
 
Carlos Prieto nace en Palma el 3 de noviembre de 1987. Se inicia con la pintura a los diecisiete años, casi de forma autodidacta después de realizar el Bachillerato Artístico, cursos de diseño gráfico, fotografía artística y acudir a la escuela de dibujo de Joah Vich. Desde el año 2006 ha expuesto individual y colectivamente en Palma, Murcia y Santander. Su primer contacto serio con los pinceles se produce en el estudio del pintor Manuel Coronado, con quien convive una temporada compartiendo muchos silencios, como dicen ambos, en los que el niño aprenderá a mezclar colores, a limpiar pinceles y a establecer una primera toma de contacto con esa otra forma de vida. Posteriormente unos amigos le ofrecen un pequeño estudio para poder vivir y trabajar en París, donde pasará nueve meses. En un principio se siente sólo, le cuesta dominar el idioma y hacerse entender, no soporta la sensación de pasear por la Madeleine, La Concorde o La Tour Eiffel sin poder compartir la experiencia. De esta forma transcurren dos meses en los que no pinta absolutamente nada. Al final decide comprarse un caballete y plasmar en el lienzo todo lo que había ido almacenando en ese espacio de tiempo. En ese momento empieza a estudiar a Degas, Lautrec, Picasso, Modigliani, etc. Pero más que a recrear su obra se dedica a vivir y a sentir como uno de ellos. A partir de descubrirles a ellos y aun a pesar de que, antes de marcharse ,alguien le advierte de que ya no va a encontrar a Lautrec en la Ciudad de la Luz, aún a pesar de la decepción que le supone llegar a Montmartre y encontrarse rodeado de chinos pintando retratos nefastos para turistas, es a partir de ese momento cuando decide pintar y sentir como un artista del novecientos...
 
  Al acceder al interior del local donde se lleva a cabo la exposición, miro a la derecha y me encuentro con ellas, o más bien ellas me encuentran a mí: ahí están... las "Kikis" y las "Mômes Bijoux" del universo particular de Carlos. De aspecto insolente, adoptando posturas carentes de decoro, con una mezcla escalofriante de indiferente perversión, de vuelta de un pasado turbulento, abocadas sin remedio al fracaso victorioso de la vida, me miran con descaro apoyando sus robustas piernas en el brazo de un sofá desvencijado y con las costuras a punto de reventar. Sus rostros, cubiertos de polvo de arroz, su boca de piñón pintada en rojo cereza y sus cabellos castigados por los tintes cobrizos y las tenacillas calientes que marcaron sus "ondas al agua", son testigos de la nostalgia de aquellos años felices. Siempre las miro a los ojos: todas sin excepción tienen un brillo cristalino en la mirada; mezcla de tristeza y desamor, fruto del cansancio provocado por largas noches de alcohol y sexo, y cortos días de vino y rosas. Probablemente mañana por la mañana alguna de ellas contará el lance de esta noche exhibiendo una media sonrisa antes de llevarse la taza de café a los labios. Llegaron al barrio siendo jóvenes, al finalizar la Gran Guerra y justo en el momento en que Montmartre es desplazado por Montparnasse acogiendo a pintores, poetas y escritores, y se encontraron con ellos, aquellos artistas a los que les fascinaba el resultado de esa fusión entre erotismo y refinamiento que supone la visión de una joven en ropa interior sujetando un cigarrillo.
 
Muchos de ellos, pasaron parte de su juventud, trabajando incansablemente para conseguir exponer su obra en la Academia, vivieron prácticamente en la miseria, combinando pintura, vino y mujeres para sobrellevar mejor su complicada existencia. Otros con mejor fortuna nos desvelaron a alguien distinto cada vez que se reunían con ellas y, despojándose de su mediocre hábito de burgués, noche tras noche, se burlaron, no sin ironía, de todo ese teatro que representaban a la luz del día para deleitarse sin restricciones en su más íntimas perversiones. A pesar de todo, algunos aún siguen acompañándolas, sobreviviendo en la noches que todavía les quedan por quemar. De todas ellas, alguna reinó, consiguiendo ser la amante de algún aristócrata que aparecía por allí a menudo. Todavía hay quien recuerda a la bella Bijoux, cuando era inmensamente rica y paseaba por el Campo de Marte vestida de Worth o Poiret. Ahora, a pesar del paso de los años, sigue llevando las mismas ropas ya raídas y las mismas sedas cortadas, arrastrando los pies y moviendo su pesado cuerpo por las aceras húmedas de esas calles que la conocieron joven y exultante y ahora son testigos mudos de su esperpéntica decadencia. Muchas noches se la puede ver en Montmartre, leyendo la palma de las manos a los parroquianos, frente a una copa de vino peleón con la mirada ausente y perdida.
 
Después de 1939 todo ese reino de locos por el arte se irá descomponiendo paulatinamente. La Rotonde, que vio sentarse entre sus mesas a Cocteau, Chagalle, Max Ersnt, André Bretón, Dalí, Henry Miller, Samuel Beckett o Joan Miró, ira convirtiéndose en una atracción más para turistas. De todo ese periplo de entreguerras, aparte de toda esa historia contada y resumida en varios tratados y acuerdos diplomáticos con mejores o peores consecuencias, nos queda esa otra historia pintada, vivida y posiblemente añorada por unos pocos privilegiados.
 
De la mano de Carlos Prieto, o a través de sus pinceles, vamos a revivir esa ciudad en una faceta distinta, dejando de lado las grandezas del París de Haussman para adentrarnos en el drama y las miserias donde renace aquel París secreto y distinto, no por ello carente de la más recóndita belleza y dinamismo, del París que está en la orilla izquierda del Sena, en definitiva de ese Montparnasse perteneciente a la legendaria Rive Gauche. A través esos personajes que pueblan todos sus paisajes interiores, vamos a intentar  comprender las razones que hacen que este joven artista insista una y otra vez en desenterrar a los clásicos, mostrándonos a través de su trabajo que están ahí y que tenemos mucho que aprender de ellos.
 
 
 
 

 

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