Juan Eduardo Cirlot, entre el símbolo y la llama

Aviso a navegantes: el artículo es largo, inhabitualmente largo para cualquier periódico acostumbrado a abordar –de manera divertida, simpática, entretenida, por favor– la frágil espuma de los días, esa cosa (generalmente inane) a la que llaman "la actualidad". Pero como "El Manifiesto" no es precisamente un periódico como los demás, consideramos que es hora realmente de presentar a nuestros lectores a quien, sin lugar a dudas, es, en nuestra literatura, uno de los más grandes poetas de todos los tiempos: Juan Eduardo Cirlot. ¿Perdón?… ¡Ah! ¿Que no han oído hablar de él? Precisamente por eso lo publicamos.

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“A través de los siglos / entre la pompa y la fatiga de la guerra / me he esforzado, he combatido y he perecido mil veces […] con aspectos y nombres distintos / pero siempre era yo/ en la contienda eterna.”
 
General Patton (en el Film Patton, de Franklin J. Schaffner,1970)
 
 
Imaginemos a un jinete vestido de hierro, en un bosque oscuro por algún confín del norte de Europa. Errante en una tierra extraña, el caballero avanza entre árboles, pantanos y vestigios ignotos, y siente que sus verdades ceden ante otra realidad que se desvela con el poder de una experiencia visionaria. Imaginemos ahora a otro caballero muchos siglos después, vestido de traje y corbata, rodeado no de árboles sino de edificios de cemento, en un mundo tabulado donde, en vez de señales arcanas, se alza la civilización y sus reclamos gastados. Pero la llama interior que sostiene a este caballero es la misma, como los mismos son los misterios que proceden de la noche de los tiempos. La realidad sigue siendo una selva encantada que sólo se desvela para unos pocos. Como para el poeta, caballero medieval contemporáneo y aristócrata del espíritu Juan Eduardo Cirlot.
 
Durante mucho tiempo los poetas han sido predicadores, maestros, intelectuales comprometidos, consejeros sentimentales, estetas narcisistas o coleccionistas de filigranas. Juan Eduardo Cirlot fue un poeta de lo esencial. ¿Qué es lo esencial? Decía Jean Cau: “existe la guerra, la oración, el amor, el juego y la contemplación. Todo lo demás no son más que tristes necesidades”. Ni reformador social ni escribidor de primores –contrariamente a otros–, los temas de Cirlot son el ser, el no-ser, la vida, la muerte, el tiempo, lo sagrado, el eterno retorno. Su poesía tiene un valor de invocación o letanía. Es la aspiración a un absoluto, la nostalgia de un Centro perdido. Su obra es un fruto insólito entre la creación poética española de posguerra, muy dominada por un esteticismo intelectualista deshumanizado o por la llamada “poesía social”.
 
Conviene subrayarlo: Juan Eduardo Cirlot forma parte de una corriente que sólo muy escasamente ha asomado en nuestras letras: esa tradición de carácter visionario que penetra en el mundo del misterio, de lo oculto, de los sueños, que se remonta a la antigüedad clásica y medieval, que retoman William Blake, Hölderlin, Novalis, Poe, Nerval, Wagner, los prerrafaelistas ingleses, y que expresa una sensibilidad característica de los mundos céltico y germánico. No en vano –¿casualidad o leyes de sincronicidad y convergencia?– los principales cultivadores en lengua castellana de esta corriente, o bien procedían de la parte céltico-galaica de la península –Vicente Risco, Álvaro Cunqueiro, Torrente Ballester– o bien tenían sangre celta o germana en sus venas, como Gustavo Adolfo Bécquer, Jorge Luis Borges y Juan Eduardo Cirlot, este último con antepasados irlandeses y bretones entre los que se cuenta un linaje de soldados. El espíritu sopla donde quiere.
 
Son datos significativos. De sus antepasados militares –españoles y británicos–Cirlot hereda un sentir heroico que incorpora en su quehacer poético.[1] Y de sus ancestros de la cornisa gaélica asoma en Cirlot esa tensión singular que imanta el espíritu –como si de una brújula se tratase– siempre hacia el Norte. Se trata de una particular disposición anímica que en algunos adquiere el vértigo de una revelación, y que el escritor C. S. Lewis describía así:
 
“El ‘Nordismo’ en estado puro se apoderó de mí: una visión de grandes y claros espacios sobre el Atlántico, en el crepúsculo interminable del verano nórdico, lejanía, severidad […] y al instante supe que yo ya conocía esto desde hacía mucho tiempo […]. Sigfrido pertenecía al mismo universo que Baldur, que las grullas que vuelan en dirección al sol […] y con esa zambullida en mi propio pasado se alzó de nuevo, como un ataque al corazón, la memoria de la Alegría que una vez tuve y que durante años había perdido.”[2]
 
La poesía de Juan Eduardo Cirlot –muy especialmente su obra central, el ciclo de Bronwyn–  es entre otras cosas un himno a ese Norte, una inmersión en la música sombría y formidable de ese mundo céltico, galés, irlandés, altogermánico, escandinavo e islandés. Una música áspera y metálica de brumas, piedras y espadas, de runas, espirales y mágicas cosmogonías, que si también habita nuestro idioma lo es gracias al autor de La Dama de Vallcarca.  
 
Juan Eduardo Cirlot fue mucho más que un poeta. Su vida transcurrió en Barcelona entre 1916 y 1973. Desarraigado de su entorno, siempre manifestó que no se identificaba con el tiempo presente, y que hubiera preferido vivir en otra época. Sin embargo –y paradójicamente– no hubo en la España de aquellos años un crítico más agudo, ni un oteador más perspicaz de todas las experimentaciones y vanguardias que en el arte del siglo XX conformaron eso que vino en llamarse modernidad. Músico dodecafónico, teórico de la abstracción y del surrealismo, cómplice de André Breton y figura central de Dau al Set, como crítico de arte Cirlot impulsó la agitación vanguardista de su época, exploró todos los ismos habidos y por haber –su Diccionario de los ismos es prueba fehaciente–, y diseccionó como nadie el estilo del siglo XX. Pionero de la reincorporación de España a las corrientes estéticas de Europa y Occidente, fue uno de los que más hicieron para expandir el horizonte cultural de la península tras una época de guerra, penuria y aislamiento.
 
Indiscutiblemente a Cirlot le sobraban condiciones para convertirse en figura de culto entre aquella “izquierda divina” barcelonesa de los años sesenta. Pero algo no encajaba. Pese a su protagonismo en la vida intelectual de la época el autor catalán nunca dejó de ser un desarraigado, un marginal. Absolutamente libre, ajeno a modas y reconocimientos, una autosuficiencia aristocrática parecía alejarlo y su obra poética sólo tuvo, en vida, una difusión minoritaria. Cirlot pertenecía a otro mundo…
 
Más allá del poeta, del crítico de arte y cine, del musicólogo, hay un Cirlot interesado en las disciplinas herméticas, el esoterismo y la magia, un estudioso que por la vía del surrealismo enlazó con la mística, el ocultismo y la simbología. De hecho el estudio de los símbolos –su Diccionario de símbolos es referencia mundial en la materia– tendrá una importancia central en su poesía, en cuanto ésta aspira a vehicular una explicación simbólica del universo. Cirlot fue, más que un intelectual, unsabio. Mal podría encajar entre una progresía de esnobs y saltimbanquis de la cultura.
 
“Lo propio del simbolismo –señala Cirlot– es tender puentes verticales. El símbolo no se detiene en la comunicación, sino que es de un lado una vivencia, y de otro un medio de conocimiento. El gran proceso simbólico se produce cuando se trata de lo trascendente, y la simbología es, ante todo, una ciencia de la trascendencia”.[3] Tender puentes verticales. He ahí el empeño central de la poesía de Cirlot. Para Cirlot, “frente al materialismo del mundo moderno puede encontrarse un sentido místico de los ismos, aunque se tratase de una mística heterodoxa”. Su poesía transita el terreno de lo sagrado. Lo real es para él “lo que está más allá de lo palpable: la esencia, el “ser” que se halla en el plano de lo sagrado, donde transcurre su verdadera vida. Esto le mantiene en una lucha titánica con la concreta realidad exterior”.[4]
 
El pensamiento de Cirlot está influido por la filosofía de Heidegger, por Nietzsche y por los presocráticos. “La palabra –señala Clara Janés– tiene en Cirlot un carácter revelador, se convierte en intermediaria entre Dios y la finitud del hombre, hace que lo nombrado adquiera la existencia, lo que no es nombrado no existe”. Porque si en nuestro mundo lo sagrado desaparece es porque los hombres ya no saben nombrarlo. Lo religioso –en palabras de Heidegger– no es destruido por la lógica, sino porque el Dios se retira. La misión del poeta –señala el filósofo en su estudio de Hölderlin– es contribuir al desvelamiento del mundo, decir la palabra esencial, aquella que denomina al ente por lo que es, porque el habla es la casa del ser y la poesía es la instauración del ser con la palabra.
 
Decía Cirlot: “mi poesía es un esfuerzo por encontrar el umbral de la ultrarrealidad […] Y luego intento que esa poesía sustituya en mí lo que el mundo no es y no me da”. Restauración de lo sagrado en la que el poder de la palabra es decisivo, porque –como la mitología y la mística siempre han sabido– el nombre no sólo designa, sino que también es ese mismo ser. Y si el lenguaje opera por vía racional también lo hace por vía intuitiva, y las palabras están llenas de posibilidades mágicas: el poder evocador de las aliteraciones, de las onomatopeyas, las permutaciones y técnicas combinatorias, los ritmos y las disposiciones arquitectónicas imaginativas y fantásticas que pueblan los poemas de Cirlot y les confieren un carácter de ventanas al más allá.[5]
 
Preocupación esencial de Cirlot es el Tiempo, esa barrera que hace que todo lo existente se convierta de inmediato en ausencia, que la vida sea una sucesión de carencias. Poeta nietzscheano, Cirlot invoca al eterno resurgir. Sus obras discurren entre dos polos principales: el ser-dejando-de-ser y el renacer eternamente. Y para ello el poeta acomete la destrucción del tiempo: evocación de épocas pasadas, nostalgia de lo arqueológico, evocación de personajes míticos, identificación de sexualidad, muerte y resurgir. Pero la auténtica clave en esa disolución de la existencia temporal es lo que Cirlot denomina simbólicamente el “Centro”, que se entiende como el eje que debe regir toda creación y en torno al cual se ordena cualquier cosmogonía, y que en su Diccionario de símbolos expresa como un eterno fluir y refluir de las formas de los seres y de las propias dimensiones espaciales.
 
La obra de Cirlot es una “quête”, una búsqueda de ese centro, del que la mujer amada es imagen reflejada. La amada como anima-mater que empuja hacia el resurgir y que es vehículo de reconciliación con el cosmos, en cuanto el amor es un absoluto,  síntesis de esencia y existencia, en cuanto se sitúa fuera del tiempo y conduce al eterno renacer.[6] Y aquí surge Bronwyn.  
 
 
 
¿Quién es Bronwyn?
 
Un día de verano de 1966 Juan Eduardo Cirlot vio un film en una sala barcelonesa, El señor de la guerra de Franklin Schaffner. Ambientada en el Brabante del siglo XI, el film narra la historia de un guerrero normando que recibe en feudo unas tierras extrañas, y entre sus habitantes semisalvajes encuentra a una doncella –Bronwyn, interpretada por la actriz Rosemary Forsyht– por la que termina perdiendo su poder, su honor, sus armas y el sentido de su vida. Bronwyyn surge de las aguas turbias de un pantano –arquetipo de las aguas primordiales, inversión del mito de Ofelia– y lo hace para conducir al héroe hacia su ocaso. El descubrimiento de este personaje provocará en Cirlot una conmoción, el reconocimiento de un mito.
 
Bronwyn es la “mensajera del más allá”, la doncella de luz, esencia de feminidad. Es la Daena de la tradición mística persa, Juno, Venus, Diana y todos los aspectos femeninos del cielo, es el anima de Jung, Eva rediviva e Isis de los mil aspectos.
 
Mensajera del más allá, tú vienes
con forma de mujer, pero el abismo
se cierne junto a ti tan dulcemente

Pero es también el ángel terrible, la salvadora y la que da muerte, “la que salva dando la muerte, ya que el amor es imposible en la vida, y a la vez es eterno renacer”.[7] Es La que renace de las aguas. Cristalización de su mitología personal, la imagen de esta doncella céltica sumirá a Cirlot en una febrilidad creadora que se plasmará en el ciclo de Bronwyn, la más alta cima de su obra poética.
 
Todo el poema se baña en una atmósfera brumosa, irreal. El uso constante de las aliteraciones y kenningar lo envuelve en ese sentir heroico característico de la poesía céltica y germano-escandinava,
 
Las ruinas de las runas en la roca
hablan de que yo estuve en este mundo,
donde el mar y la tierra de las nieblas
se funden y confunden.

La vida era una ausencia inagotable,
un laberinto de serpientes grises,
un pantano de rosas tenebrosas.
 
Una atmósfera mítica en una Edad media intemporal. Como señala Victoria Cirlot “Bronwyn es una síntesis de todas las edades medievales, pues se conjugan ese prerrománico profundamente arcaico que aquí es el celtismo, el bosque como templo en que se conservan restos de megalitismo, los dólmenes, el románico con la torre normanda […] y el gótico, que es el oro de la misma Bronwyn”.[8]  La barrera del tiempo se dilata en una espiral donde se confunden presente y pasado remoto, una dimensión simbólica en cuyo centro se produce el encuentro con Bronwyn,
 
Mis hogueras de hierro se amontonan
Y mis restos oscuros aún humean
Me acaban de matar
Miro hacia donde vi tu aparición
Hace mil años ya; pero la sangre
Aún sale de mi boca
 
Todo el ciclo es una “quête” iniciática, una búsqueda de lo eterno. Bronwyn es “una figura metamórfica, dinámica, ascensional, que si en los primeros versos es una muchacha rubia, se convierte luego en princesa o reina y por último en diosa”. Una entidad de complejidad creciente que surge del paganismo céltico y que enlaza con los universos gnósticos del cristianismo, el kabalismo y el sufismo, pero que en su escritura intencionadamente arcaica –de espaldas a la tradición poética castellana– parece surgida de una novela del ciclo artúrico.
 
Coronas y corolas son las olas
Del mar de tu mirada murmurante
Bronwyn, tu corazón es el Graal
Piedra de lo absoluto, piedra pura
 
Y es finalmente un motivo de la mitología germana, el cisne, el que en La quête de Bronwyn conduce el poema a su conclusión final en «un gigante alud de vuelos, blancuras y suavidad, una ascensión mística como quizás no haya otra en toda la literatura española: “Los cisnes son las alas de las almas / Las alas de las alas / Las alas de las almas de las alas / Los álamos del alma […]”». Es como si «el poeta, transfigurado en un Lohengrin, regresara del exilio en la tierra a su verdadero reino».[10]
 
 
Por un reencantamiento del mundo
 
Toda la poética de Cirlot parte de la conciencia de ese “ser-dejando-de- ser”, de la invocación a un eterno retorno. Destrucción del muro del tiempo y búsqueda de lo sagrado. No muy conforme con la era que le tocó vivir, se identificó con las épocas heroicas vividas bajo el signo de la espada, en las que percibía esa “sacralidad del combate” que afirman todas las doctrinas tradicionales. Sus Poemas romanos y de Cartago, las Oraciones a Mitra y a Marte, los poemas a Marco Antonio, a Numancia, a La muerte de Gerión, el Romance de la segunda muerte de Baldur nos trasladan a “civilizaciones pasadas, arrasadas, restos de memoria histórica, ruinas, recuerdos de combates, armas rotas, cuerpos destrozados, vegetación casi sepultada, tierra propicia a la fermentación, que se hallan latentes en sus páginas esperando la total descomposición de la que emergerá un germen de nueva vida”.[11] Una visión cíclica que en su poema Momento se expresa en la voz de un combatiente más allá del tiempo,
 
Mi tristeza proviene de que me acuerdo demasiado de Roma y
de mis campañas con Lúculo, Pompeyo o Sila,
y de que recuerdo también el brillo dorado de mis mallas
doradas de los tiempos prerrománicos
 
Último poeta épico de la lengua castellana, Cirlot expresa esa coincidencia de opuestos que celebra la vida como un combate. El amor es también un combate,
 
Oh tu armadura blanca, sus jazmines blindados
Oh, tu yelmo sin besos, tu escudo sin caricias
Oh, los arroyos rojos que en tu lengua relucen
la aurora de tus dientes, tu cuerpo como lanza
 
Ha llegado la hora de la batalla hermosa
Debajo de las nubes, de tu pelo debajo
De dejar que los pechos resuenen como selvas
De dejar en los muros el gusto de la sangre
 
Sin duda Juan Eduardo Cirlot sintió el escalofrío del nihilismo, ese sentimiento de terror destructivo, de tierra baldía en una vida cotidiana, gris y tediosa,
 
Todo está convertido en un lamento
Sin nombre, acurrucado, irreparable.
Los dioses yacen mudos como esclavos
Lamiendo el oro rosa y el estiércol
Lentamente yo busco entre las piedras
Una llama de aquel incendio inerte.
 
Aquí se sitúa el punto de desencuentro, el muro que le separa de tantos de sus contemporáneos. Su sentido de lo trascendente le lleva a apartarse de los surrealistas, porque “allí donde los surrealistas desacralizaban, Cirlot seguía el proceso contrario: resacralizaba”. De hecho, Cirlot es uno de los pocos poetas simbolistas que siguen verdaderamente la tradición, y que toma nociones de autores como Marius Schneider, René Guenon, Carl G. Jung, Henry Corbin, Gershom Scholem, Gaston Bachelard, Julius Evola, Mircia Eliade y Ananda K. Coomaraswamy. Un empeño que le acercará a las principales escuelas de pensamiento tradicional de Occidente o de Oriente –desde el Zohar hebraico a la mística sufí– que por variados caminos han dejado su impronta en nuestra cultura.[12]
 
Desde el surrealismo al pensamiento tradicional, un cambio de ideología que se atreve a confesarle sin tapujos a André Breton: “no se puede traicionar la tradición por ninguna subversión”. El sumo pontífice del surrealismo no debía de ganar para sorpresas con aquellos surrealistas españoles. ¡Primero Dalí y ahora esto! Como Dalí –con quien tantos paralelismos le unían– Cirlot, el Cirlot de las vanguardias y de Dau al Set, sabía que la tradición sólo puede sostenerse cabalgando el tigre de la subversión, que lo más antiguo sólo puede volver con la fuerza de lo muy nuevo, y que de lo que se trata es de darle nuevas formas a aquello que es de siempre.  
 
 
Hacia una metafísica de Europa
 
La obra de Cirlot se sitúa en una encrucijada histórica en la que el hombre occidental ve alterada su conciencia por la crisis de dos guerras mundiales. La catástrofe es de tal magnitud que el resultado final es un individuo desposeído del peso de su identidad, un individuo ingrávido, sumido en una existencia banal de evasión y consumo. Y en esta tesitura podemos decir que su poética no tiene nada de inocente ni de gratuita. Todo lo contrario: se trata de un intento por “construir un hilo que una la modernidad con la tradición simbólica europea, y en definitiva con los orígenes mismos de la conciencia europea”.[13] Más allá de la simple poetización de los sentimientos, Cirlot trata de reconstruir sus raíces como individuo europeo. En este sentido –y sólo en este– cabe también una lectura política de su obra, que así adquiere el tono de poesía militante. De sí mismo decía Cirlot: “realmente soy un hombre antinómico y con frecuencia conflictual. Vanguardista y reaccionario, revolucionario y conservador”.[14] De lo que se trata –de lo que trata Cirlot– no es de anclarse en un pasado, sino de religarse a él. De religarse a la esencia constante de la historia, que se actualiza y se hace presente sólo gracias a la poesía. Y su poesía es, en este sentido, una ofrenda a los europeos de hoy y de mañana. El dios volverá, anunciaba la profecía de Delfos, y escribe Cirlot,
 
Pues una semilla roja
Está dentro de lo yerto
y aunque decline la tierra
Baldur muerto no está muerto[15]
 
Su voz habla para todos. No es cuestión aquí de alardes intelectuales ni de arrebatos líricos, ni siquiera de gustar especialmente de la poesía. Sus poemas nos atrapan en primer término por la intuición, por el sonido y por el ritmo, por la sencillez de las palabras o por esa fuerza mística que pueden tener las plegarias, los himnos o el repicar de las campanas.
 
Algunos han reprochado a Cirlot un exceso de seriedad. Y es que su voz a veces retumba como un trueno,  
 
De mis palabras surgen soluciones
De metal invasor que nada puede
Destruir o parar. De mis palabras
Surgen olas y mares ascendentes
 
Mi casa comunica con las fuerzas
Que perforan los mundos y los alzan
En la cima furiosa de esa sombra
Sin principio ni fin que me alimenta
 
Y es cierto que no juega ni halaga, ni busca guiños o complicidades con el lector. ¿Y hacía alguna falta? ¿Es que no estamos ya saturados de banalidades, entretenimientos y confetis? Palacios de hielo puede, pero de un hielo que quema. Alguien que le conoció bien escribió: “hay poetas que entran en la poesía como un juego, tienen una cita con el mundo, y otros entran en la poesía quemándose, ardiendo toda su figura como una llama. No van a ninguna cita con el mundo, sino que se quedan en su nocturna soledad,  y no resultan demasiado cómodos para la gente su trato y su palabra. Esta es una postura peligrosa. Poetas como Hölderlin no regresaron jamás de esa noche”.[16] Juan Eduardo Cirlot no fue un poeta burgués. Su experiencia de la vida no fue sólo literaria, porque siempre mantuvo una actitud heroica. Mientras otros novísimos se desvanecen en el recuerdo, el tiempo agiganta su figura. Las victorias póstumas, la eterna suerte de los solitarios.
 
Observamos su imagen, entre siete espadas que apuntan al cielo. Su rostro extrañamente intemporal, y esa mirada que parece querer decirnos algo. Quizá trasmitirnos la llama que nos permite ver la selva encantada […] y que nos invita a la acción.
 
 
 
La obra poética de Juan Eduardo Cirlot ha sido cuidadosamente editada por Ediciones Siruela en tres tomos: Bronwyn (2001), En la llama. Poesía (1943-1959) (2005) y Del no mundo. Poesía (1961-1973) (2008). Siruela también ha reeditado Diccionario de Símbolos (1997) y Diccionario de los ismos (2006). Existe una antología poética a cargo de Clara Janés: Obra poética, Cátedra 1997. El mejor estudio crítico disponible es: Jaime D. Parra, El poeta y sus símbolos. Variaciones sobre Juan Eduardo Cirlot. Ediciones del Bronce 2001. El catálogo de la exposición: El mundo de Juan Eduardo Cirlot, IVAM/Generalitat Valenciana 1996, reúne textos de Cirlot, interesantes testimonios personales e información variada.


[1]Clara Janés, Introducción a Obra poética. Juan Eduardo-Cirlot. Cátedra-Letras Hispanicas 1997, pág. 13.
 
[2]C.S. Lewis,  Surprised by joy. The shape of my early life. Harcourt, Inc, pág. 73.
[3] Jaime D. Parra, El poeta y sus símbolos. Variaciones sobre Juan Eduardo Cirlot. Ediciones del Bronce 2001, págs. 168 y 23.
 
[4]Clara Janés, Introducción a Obra poética. Juan Eduardo-Cirlot. Cátedra-Letras Hispanicas 1997, pág. 24.
 
 
[5]Julia Barella, El poder de las palabras en la poesía de Juan Eduardo Cirlot. Copias del natural (disponible en Internet).
 
[6]Clara Janés, Introducción a Obra poética. Juan Eduardo-Cirlot. Cátedra-Letras Hispanicas 1997, págs. 28-29.
[7]Clara Janés, Introducción a Obra poética. Juan Eduardo-Cirlot. Cátedra-Letras Hispanicas 1997, pág. 31.
 
[8] Victoria Cirlot, Introducción a Bronwyn, Ediciones Siruela 2001, pág. 43
 
[9] Jaime D. Parra, El poeta y sus símbolos. Variaciones sobre Juan Eduardo Cirlot. Ediciones del Bronce 2001, pág. 86.
 
[10] Victoria Cirlot, Introducción a Bronwyn, Ediciones Siruela 2001, pág. 44.
[11]Clara Janés, Inmersión en el abismo, en Del no mundo, Poesía (1961-1973) Juan Eduardo Cirlot, Ediciones Siruela 2008, pág. 18
[12] Jaime D. Parra, El poeta y sus símbolos. Variaciones sobre Juan Eduardo Cirlot. Ediciones del Bronce 2001, pág. 158.
 
[13]Iván Díaz Sancho, La estela de Orfeo: poética de la trascendencia en Juan Eduardo Cirlot. Universidad Autónoma de Barcelona, Bellaterra 2007.
 
[14] Victoria Cirlot, Introducción a Bronwyn, Ediciones Siruela 2001, pág. 29.
 
[15]Romance de la segunda muerte de Baldur.
 
[16] Juan Perucho, Juan Eduardo Cirlot al otro lado de la puerta cerrada, en  El mundo de Juan Eduardo Cirlot , IVAM-generalitat Valenciana 1996, pág 24.

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